Alguien me contó hace tiempo un cuento precioso que no tengo tiempo de resumir aquí. Me quedo, eso sí, con su conclusión y que cada cual se imagine el relato como realmente le apetezca. Venía a decir su moraleja que si nos regalan algo, no lo valoramos. Venía a decirnos que aquello que nos viene regalado se desperdicia, se deja olvidado en cualquier banco del parque porque no nos sentimos obligados a cuidarlo. Por el contrario, aquello que nos ha costado trabajo conseguir es lo que cultivamos con más constancia. Aplicando esa máxima, y como la educación es gratuita, no es de extrañar que un buen número de padres no valoren lo más mínimo lo que tratamos de ofrecerles a sus hijos (si los libros los pagara el gobierno, me apuesto un café a que la mitad de los ejemplares repartidos en mi clase acabarían en la papelera antes del primer mes).
El grupo del que hablo cada semana es indómito. Por ello, cuando me quejé por vez primera de su conducta, alguien del equipo directivo me dijo que no me preocupara demasiado porque muchos dejarán de venir pronto. Ahora alguien, llevándose las manos a la cabeza, me preguntará qué fue de eso de que “la educación es obligatoria para todos, que todo el mundo tiene el deber de completar su instrucción”. Ante eso solo puedo responder que en la práctica real e inmisericorde, la situación no es así. Me han comentado que otros años en algunos grupos del Instituto más de la mitad de los alumnos dejaron de venir a las clases y que no terminaron el curso (esos son los llamados absentistas). Eso sí, se supone que todos los padres tienen la obligación de velar por la asistencia de sus hijos a los centros educativos hasta que cumplan los dieciséis años… pero eso solo se supone, pero no se cumple. De hecho, como la inmensa mayoría de los alumnos con cierta propensión al absentismo presentan una mala conducta, algunos centros hacen a los padres la siguiente oferta: “si no traes a tu hijo más al centro, no llamaremos a Asuntos Sociales y no tendréis problemas”. Estoy convencido de que esto no sucede en todos los centros, pero en el mío no he tardado ni dos semanas en toparme con esta situación. Al final los padres optan por aceptar la oferta y los alumnos se dedican a labrar el campo. Gracias a ello la Junta no se entera de nada, y no se ensucia la estadística con casos de esos que salen en los periódicos: “un padre es multado por no llevar a su hijo al Instituto”, ¿de verdad eso es noticia? Casi nadie puede imaginarse con cuánta frecuencia se da realmente esta.
Hoy una alumna de primero de ESO (a la que teóricamente le quedan cuatro cursos por delante) me ha dicho que si no la expulsan antes de diciembre su padre la dejará hacerse un tatuaje, pero que a partir de enero, en cualquier caso, no volverá nunca más al Instituto, porque ya lo ha hablado con sus padres y ellos están de acuerdo en que no le servirá para nada. A decir verdad, no hubiera pensado jamás que Leticia dice la verdad si no fuera porque ayer los padres de otro chico me dijeron que se habían enterado de cuánto cuesta la multa por no llevar a su hijo al Instituto, ¡y que les compensaba pagarla! Me contaron que ahorraban dinero pagándole a Asuntos Sociales porque el chico podría trabajar así recogiendo aceitunas con su padre y además ellos no tendrían que firmar más partes disciplinarios. ¿De verdad esto funciona así? Admito que yo, en su momento, me creí eso de que “la educación para todos” supone que todos tienen las mismas oportunidades para estudiar. Antes bien, he descubierto que ¡el verdadero privilegio para algunos consiste en dejar de estudiar! Otro padre me confesó que ellos no podían permitirse el lujo de pagar la multa y que, por tanto, si no se les ofrecía El Trato (“si te lo llevas, no hablaremos con Asuntos Sociales”), tendrían que mantenerlo en el Instituto aunque eso supusiera que todas las semanas terminara expulsado por sus continuas muestras de indisciplina.
Si pagas, no tienes por qué estudiar. Si no pagas, estás obligado. ¿A que desde fuera no suena creíble? Pues en algunos lugares es así… Todos tenemos derecho a la educación, pero no todos quieren aprender. ¿Debe exigírsele a los alumnos que no quieren estar en el aula que se queden hasta los dieciséis años? ¿Y qué pasa cuando por retenerlos más años de la cuenta perjudicamos gravemente a los compañeros que sí desean estudiar? A mí, honestamente, me apasiona mi profesión y me esfuerzo con todas mis energías por aquellos que sí desean estudiar. Pero no es nada fácil porque muchos alumnos no me dejan realizar mi trabajo. Tal vez la solución pase por acondicionar más ciclos formativos, alternativas dignas para los que no quieren estudiar. No obstante, me temo que eso no se está haciendo porque sigue sonando mucho más atractivo que “la inmensa mayoría de los alumnos cursan con solvencia los estudios obligatorios”, como se empeñan en decir los informes. También es posible que la clave esté en lograr que los padres valoren lo que se les ofrece, o que solo accedan a la enseñanza secundaria aquellos que realmente no perjudican al resto. ¿No sería más lógico que se pagara más por la educación y que se pagara menos por el derecho a prescindir de ella? Con frecuencia se nos acusa a los profesores de elitistas, pero yo creo que no es elitismo lo que nos mueve: yo creo más bien que se trata de supervivencia, de nuestra propia dignidad profesional.
Prof. CUYAMI