No recuerdo cuándo perdí la capacidad para mirar así. Gracias a hacerme mayor he obtenido un buen puñado de mis sueños: ahora soy profesor, escribo en un periódico y de vez en cuando me da por sentirme orgulloso de poder conducir, de que nadie me mire raro si voy al cine a ver una película no apta para menores, de que me traten de usted en los bancos cuando se enteran de que soy funcionario… Pese a todo, otras veces siento que al crecer no todo vale la pena: los veo mirarse así y me da por preguntarme cómo se hacía, cómo es posible poner tanta cara de idiota, tan solo por sentirte y sentarte cerca de otra persona. Verdaderamente, ellos cuando se dicen eso de “te quiero más de lo que he querido a nadie”, lo echan todo afuera, sin comparaciones y sin historias pretéritas. Supongo que ellos aman con todas sus ganas porque todo lo viven por vez primera, porque no se han desgastado aún y por tanto tienen intactas todas sus fuerzas.
Una de las cosas que más me gusta de trabajar en un instituto es poder ver a dos alumnos que verdaderamente se aman. Tal vez me llamen esta semana pederasta en los foros de Internet de padres, pero no me importa en absoluto: aunque no se les dé nada bien estudiar, aunque cometan doscientas faltas de ortografía en cada notita, cuando confisco alguna carta de amor, de esas que se intercalan en clase, recuerdo que el ser humano es bueno por naturaleza, recobro la fe en el mundo y se me renueva la pasión necesaria para afirmar que todo el mundo tiene algo bueno dentro y que este algo siempre se manifiesta en nuestra mirada cuando nos enamoramos.
Conozco a “grandes estudiantes” que han suspendido todas las asignaturas de un trimestre por haberse enamorado. Un alumno me lo dijo el otro día de la forma más clara posible: “maestro, no soy capaz de concentrarme porque me he enamorado” y juro solemnemente sobre la tumba de Romeo y Julieta que en ese instante no supe si darle un bofetón o un abrazo. Es cierto: todos viven en el centro sus primeros amores y casi siempre la chica del asiento de su lado es la enamorada para ellos y el macarra mayor del pasillo de enfrente el amante de ellas. Cierto es que ellas los prefieren mayores, que muchas suspiran frente a algunos profesores o pensando en alumnos de cursos superiores y que ellos tienen una mentalidad más aniñada, que los hace, en general, desechar a las alumnas de otros cursos. Sin embargo, a pesar de que los relojes biológicos sean tan distintos y de que eso complique tanto que surjan parejas dentro de una misma clase, cuando eso sucede, admito que el universo entero se resetea y que todos empatizamos con el rocío, con las azucenas, con las horquillas del pelo o con las puestas de sol. En suma, el amor se contagia y todos revivimos en ellos esa etapa de nuestras vidas en que fuimos capaces de amar sin miedo.
Tal vez enamorarse sea lo peor que puede hacer un alumno que pretende sacar adelante el curso y también es probable que el amor sea una de las mayores causas de suspenso que existen, pero no siempre acarrea efectos tan nocivos. También he visto el caso contrario: vi a chicas preparar con toda su rabia un examen porque les gustaba el profesor y también supe de alumnos que repasaron francés hasta las tres de la mañana con tal de estar con la chica de sus sueños, tras haberles confesado su inutilidad de forma manifiestamente exagerada. El amor los hace fracasar, pero también es en ocasiones el motor último para algunas reacciones agónicas al final de un curso: “si apruebas todas las asignaturas mi padre dice que podrás venirte con nosotros en vacaciones”. “Fiat lux”: ellas lo dicen, y se obra el milagro.
Existen otro tipo de notitas, aquellas que hablan de sexo y que no transmiten ningún tipo de sentimiento alguno más allá de los ardores corporales. Esas misivas no me interesan, pero tampoco me escandalizan, pues son habituales. No me escandaliza que un alumno confiese en una hoja de papel lo que desea experimentar con la vecina de pasillo. No me escandaliza, pero tampoco me interesa. A esas edades todos tienen esos instintos, aunque sean pocos los que lo llevan al papel. Lejos de parecerme soeces, los que escriben esas ofertas al menos evidencian ser sinceros y no tanto impúdicos (pues impúdicos lo son casi todos; al menos los que lo escriben demuestran ser valientes). De todas formas, descarto en esta reflexión ese tipo de cartas, las subidas de tono, porque estoy hablando de amor y los adolescentes que se enamoran no hablan de sexo. Al fin y al cabo, no nos engañemos, a pesar de que supuestamente el romanticismo no esté de moda, la adolescencia sigue siendo de por sí, aún ahora, una etapa de la vida manifiestamente cursi.
Prof. Cuyami