miércoles, 19 de noviembre de 2008

La Carmen y la lluvia

Esta es la historia de una frase: “si hago eso, ellos ganan”. Para comprender qué hay detrás de esa afirmación he de dar un pequeño rodeo y comenzar por el principio. Os pido disculpas y una pausa. Pensad.


La Carmen tiene los ojos surcados por el maquillaje siempre; se pinta de guerra con una línea gruesa y negra. Posee una cadena que nunca se quita. Colecciona oros. Los bastos, los reparte su padre cuando bebe más de una copa. Algún corazón ha roto ya con su espada: una palabra aguda, unas reacciones bruscas, un tono de voz marcado y pausado, que dilata cualquier pausa, que crispa, tensa y anima. Ella es las circunstancias. Dijo Ortega que todos somos “nosotros mismos y nuestras circunstancias”. Ella es circunstancia para todos. Cuando quiere, no hay clase. Patalea, grita, arremete contra los que la insultan y devuelve salivazos a cambio de una mala mirada. Cuentan que se dice que la leyenda narra que posee una navaja y que no teme sacarla. La temo y la adoro. Admito que me gusta que sus fines de semana duren cuatro días. Llegan las ocho y media de la mañana de un martes y, con frecuencia, no se toma ni siquiera la molestia de entrar en el aula. “¿Para qué? Si el profesor me va a echar de todas formas, aprovecho y así gano tiempo”. Se va directamente a la sala de expulsados, toma un cuaderno y pinta escaleras y botas de tacón alto. Jamás sus boas devoran elefantes.


Un buen día tomó su mochila y la arrojó sobre el escritorio del Jefe de Estudios. “¡Yo me voy de aquí! ¡Me tienen manía!”. Conste que es cierto. El Jefe lo sabe y yo también. La miró, por tanto, y le preguntó sus motivos. “Los profesores me odian, los compañeros me desprecian… ¡y aquí no me habéis enseñado ni a leer! ¡Esto es una mierda de instituto porque no sé sumar, ni restar, ni multiplicar! ¡No he aprendido nada, joder!”. Permítaseme las palabras malsonantes. Reproduzco y cito, no narro: no quiero darle cierto toque de Casa de la Pradera, porque no lo hay por ninguna parte. Imaginen el gesto. ¿Qué respondes? Cinismo, lo justo. ¡Deseamos que se vaya! ¡Cómo no! Somos trabajadores. ¿Qué limpiador desea vivir perennemente un primero de enero? A veces el camino fácil no es tan malo.


Charlamos. Con la base que tiene, no la aceptarán en el instituto más cercano sin un motivo serio. En efecto, no le hemos enseñado a leer ni a escribir y para que migre antes debe aprender lo básico. La orientadora se sienta con nosotros. Toma una hoja de papel. Yo tomo café. Consejo de guerra. Penamos que sería bueno que durante cuatro meses la dotemos de ciertos mecanismos básicos: algo de aritmética, mucho dictado, reglas de conducta, pensamiento lógico… “La lluvia en Sevilla es una pura maravilla”, y tendremos una doncella, una princesita capaz de engañar a cualquiera. Nos reímos de mi ocurrencia, pero admito que no tiene ni pajolera gracia. Estamos tensos porque de tanto que nos hemos peleado con ella, y contra ella, le tenemos bastante aprecio a la Carmen.


Como tutor, me toca acercarme. La saco de clase. Empuja la mesa antes de salir. Cae. Los demás ríen. Se convulsiona el mundo en un segundo y el profesor que trataba de explicar, maldice mi gracia: le he formado un motín. Parece decirme con la mirada que no la devuelva al aula antes de que toque la campana. La siento en mi despacho. Le cuento el plan. Específico. Le digo que podrá irse, que aprenderá algo antes y que tendrá un profesor para ella sola. Todos tendremos lo que queremos, claro. Y ella lo sabe. Afila sus uñas sobre mi escritorio y me cala como lluvia de noviembre (que ni siquiera en Sevilla es maravillosa, aunque eso no se lo explicaran a My fair lady). “Si lo hago, ellos ganan”. “No aceptaré, aunque me convenga. De mí se espera otra cosa. Mis compañeros esperan otra cosa de la Carmen y no puedo traicionarlos. Si me rindo, los profesores ganan. Y no se lo merecen. No me habéis tratado bien”.