miércoles, 11 de marzo de 2009

La venganza de los capullos

Óscar de la Rosa es uno de esos alumnos a los que nadie quiere tener dentro de su aula. Es mal encarado, no desea aprender y sus formas son agresivas y toscas. Encima, presenta la peor característica que un adolescente puede tener: está crecido. Se sabe importante, es consciente de que los demás estudiantes lo tienen por un referente, de que los profesores hablamos de él en nuestras reuniones; sabe de sobra que no titulará y, por lo tanto, no tiene nada que perder. Las expulsiones le hacen gracia, los partes son una pistola de fogueo y se desfoga inquiriendo a las profesoras del centro con sus modos machistas y soeces.

En cierta ocasión una de nuestras compañeras le confiscó el móvil y él se puso hecho un basilisco, más quemado que la propia metáfora. Durante tres horas la persiguió tratando de recuperarlo, a toda costa. A todas las horas (del día) atosigó a su profesora sin dejar de repetirle que se trataba de un error: haberlo sacado y haber mandado mensajes, y jugado a dos o tres juego, y echado cuatro o cinco fotos, y reproducido un vídeo porno, no eran suficientes motivos para confiscárselo. Tan pesado se puso el interfecto que se arrodilló y paseó de esa guisa tras la docente por toda la planta baja. Pasé a su lado y el individuo me pidió que le echara una fotografía para el periódico del Instituto. Se reía, mientras nosotros le pedíamos que se pusiera en pie. Pensé que era revelador y apreté el gatillo del móvil. La borré minutos más tarde: nunca sacamos primeros planos de menores en la revista.

Hasta ahí, lo normal. Por desgracia, en secundaria todo va más allá. La familia de los capullos florales, con su patulea y progenitores al frente, nos han declarado la guerra por aquel incidente. ¡Qué desfachatez arrebatárselo a su vástago! A pesar de que el Jefe de Estudios pensaba devolvérselo en cuanto se personaran ante él, la matriarca mandó ejecutar. Al día siguiente, una inscripción pomposa (“jodido cabrón”) apareció impresa sobre la carrocería del flamante Lancia cuyas letras, me refiero a las mensualidades, no a la gamberrada, aún hoy sigue abonando religiosamente el máximo responsable de la disciplina del Centro.

¡Ah, no! El incidente no finalizó ahí. ¡Las cosas en Secundaria siempre van más allá! Y nuestra Orientadora hubo de escuchar, cuando transitaba la calle de paisana, comentarios ingeniosísimos sobre la higiene de sus cavidades vaginales, sobre el supuesto hedor que estas desprenden. Lo normal, vaya. Lo más normal del mundo es que te griten eso por haber requisado un móvil. Le quitas el cachivache tecnológico a un hijo de mala madre y te acuchillan oral y drásticamente. Solo les falta atropellarnos con el coche, claro. No lo descarto, claro. Eso, no, pero otras cosas sí las han hecho ya. Mientras meditábamos cómo se podía contraatacar, cuál debía ser la respuesta del IES, recibo una llamada al teléfono de conserjería. Preguntan por mí y, a decir verdad, me contoneo telúricamente mientras me falta el aliento. Es la policía y me pregunta por Óscar de la Rosa. Van a denunciarme y, tal vez, deba prestar declaración de forma inminente.

Hagan memoria. ¿Me denuncian por las treinta horas que pasé tratando de cambiar la conducta de su hijo? ¿Me denuncian por haber intentado enseñarle Lengua, sin éxito, cinco meses? ¿Acaso la causa última de la denuncia es que he telefoneado a sus padres catorce veces para tratar de mejorar la conducta de Óscar? ¿Será por el millón de faltas de asistencia que he tenido que notar y anotar en SÉNECA? No, claro. ¡Eso tampoco es el motivo! Hagan memoria. Me denuncian, cito textualmente, por realizar una “fotografía a un menor de edad, sin consentimiento y en una actitud vejatoria”. ¿Se imaginan? Estas, y no otras, son las cosas de secundaria. Se te quitan las ganas de todo. De educar, de meterte en líos, de tomártelo en serio, de cambiar el mundo. El hombre es lobo para el hombre y algunos padres, directamente, te hacen sentir ganas de aplicar sobre tus orificios nasales, para no percibir el aroma a ponzoña, la máscara de despresurización de cabina. Perdemos altura. Moral.