miércoles, 4 de agosto de 2010

El hambre y la guerra

Hay muchas cosas que me gustan de la LOGSE. Respecto de la Postguerra, estamos mejor: ahora todo el mundo debe estudiar. Ahora lo marginal se lleva al centro (en ambos sentidos de la palabra “centro”). Me gusta que los docentes nos hayamos quitado la carcoma, que hablemos desde debajo de la tarima y que se hayan perdido las corbatas. Nos han humanizado. Ahora se educa y no se impone. Hay debate y nuestra autoridad se cuestiona… porque todo ha de cuestionarse. Y eso es bueno.
Sin embargo, las cosas no funcionan del todo. Y me da por pensar que puede existir cierta relación entre la crisis económica y las lagunas en el sistema educativo (¡qué obviedad he dicho!). Falta hambre. ¡Falta sangre! Entiendo que las hambrunas son algo terrible. Es espantoso que las personas deban pelear entre ellas por un pedazo de pan. Me ponen los pelos de punta los relatos sobre la guerra, sobre la postguerra, sobre cualquier postguerra. Empero, y visto desde otro lado, la superación se despierta a capricho en ellas. Porque no hay caprichos, cuando se carece de lo básico. Nadie lo impone, ningún régimen lo sugiere, pero la gente pelea sistemáticamente cuando no le queda otra. Algo tiene que ver todo esto con los instintos de supervivencia, con el valor que todos tenemos dentro y que solo se despierta cuando nos hace verdadera falta.
De eso va el tema. Falta ambición. Nuestros adolescentes no se esfuerzan porque no pasan hambre. No tienen nada que ganar y, como siempre se dice, serán los primeros, en mucho tiempo, en vivir una expectativa económica peor que la de sus padres tenían cuando heredaron la sociedad. ¿Y qué les toca? ¿A dónde les lleva la zozobra? No pelean, porque nadie les ha enseñado a perder. Echo en falta orgullo, amor propio, rabia y, si se me apuran, hasta odio. El odio de alguien que se parte la cara por conseguir lo que siente suyo. Generamos personas que saben perder con demasiada buena cara y que, por tanto, no son personas. Como si eso significara algo, lo de saber perder, digo. (Perder no es bueno, se cuente como se cuente). De este modo, nuestra sociedad se ve superada por otras razas, y por otras razones, por otros pueblos, para los que la palabra “victoria” sí sigue significando algo.
Europa, Occidente… ¡estamos en crisis! El motivo parece sencillo: nos hemos acostumbrado a la buena vida y la historia siempre señala con su dedo índice a los que se duermen entre los laureles. Son esos los que se llevan siempre un bofetón de campeonato. ¡No se alarmen! ¡De esto nadie se muere, claro! No es la apocalipsis, por tanto: tampoco se está tan mal siendo mediocres. Pero así le va a nuestros chicos: ¡mediocres perdidos! Mediocres y perdidos. No tienen ni sangre, ni horchata, ni droga, ni café, dentro. Llevan las venas vacías porque demasiados hemos sido los que hemos velado para que no aprendan a sangrar. Demasiadas lágrimas les hemos ahorrado cuando, en el fondo, y si lo pensamos bien, no es tan malo llorar: todas las luchas las ganan aquellos que no tienen miedo. Los soldados y las peluqueras son incompatibles, reitero. Salen con vida de las trincheras aquellos que tienen las rodillas peladas.
Creo que ahí está la clave: falta ambición. Eso les pasa: no quieren más nota, porque no quieren nada. La moto la reciben en cualquier caso. Nos saben de farol: sus padres los quieren y se lo dan todo. Todo, menos un motivo sobre el que crecer, obvio. Somos demasiados sensatos y demasiado buenos: hemos omitido la lucha, la guerra, la revolución. Los hemos “amamonado” con tanto discurso políticamente correcto, con tanto sentimiento barato de Disney, protegiéndolos tanto de sus propios errores. Los jóvenes no son radicales y lo radical es esencial, en el sentido estricto y puro de la palabra. Tenemos jóvenes avejentados, que no tienen sed. Ni siquiera creen en valores equivocados. ¡Aunque esa sea precisamente la clave de sol de la juventud! Por todo ello, por la carencia de motivos para equivocarse, llevados por su falta de ambición, no se plantean cambiar el mundo porque no conocen su mundo. No solo no quieren comérselo, sino que lo desconocen. No se sienten portadores de manzanas y estrellas. El futuro les pertenece…pero ellos no lo saben.