miércoles, 4 de agosto de 2010

Living Las Vegas

Érase una vez una apuesta maestra que daba clase en un reino muy lejano, llamado Andalucía. Todos los días, en torno a sus faldas alegóricas, se arremolinaban un importante número de mozuelos que acudían a su amparo para aprender Matemáticas. Era muy querida por todos. Sus palabras reverdecían locuaces y frescas. Todas las mañanas derrochaba sonrisas y simpatía. Porque era alcohólica.

Sí, vale. Lo admito: me he pasado un poco. Pero es que estoy alucinando. Un cirujano me confesó, hace unas semanas, que fuma un porro antes de cada operación, pues eso le ayuda a relajarse. Hay cosas que vives mejor sin saberlas. ¿Imaginan a un profesor que da clases borracho? ¿Imaginan a una profesora que lleva una petaca en el bolso y que se esconde en el ascensor del instituto para beber? Dejen de imaginar y créanselo. La realidad siempre supera, con creces, nuestras elucubraciones. He visto cosas que no creerían y que se perderán como lágrimas en la lluvia. O como los restos de orina tras tirar de la cadena. ¿Cuántos puntos (en las oposiciones) te quitan si das positivo en un control de alcoholemia?

En casi todos los centros hay algún profesor que tiene fama de acudir ebrio a clase, o con resaca. Y no es casual. Ocurre, porque pasa. Y pasa porque, lógicamente, somos trabajadores que no hemos de someternos a pruebas de alcoholemia, ni de tóxicos, antes de entrar en el aula. ¡Faltaría más! Pero si a mi jefe de estudios le diera por instalar un medidor en los urinarios, más de uno se llevaría una sorpresa con los resultados que iban a recogerse. Alucino con ciertas conductas, con hasta qué punto los estragos de una mala noche pueden resentir el trabajo de los docentes. Son una minoría, por supuesto. No es este un gremio de personas de vida loca, por lo general. Pero los hay y contra ellos poco puede hacerse. Si sus hijos les dicen que Don Tal huele a días de vino sin rosas, no hacen mal en desconfiar. Es posible, aunque no seguro, que no les mientan.

En cierto pueblo costero, de cuyo nombre no puedo acordarme, pues me expongo a una querella criminal si lo cito, los profesores tenían fama de beodos, por reunirse todos los jueves en el bar de la villa. A la mañana siguiente los veías cruzarse en los pasillos y se miraban sin verse. La fama estaba bien ganada, os lo aseguro. Un compañero, tras una mala noche, accedió a poner una película en el televisor del aula. La escogieron los alumnos. Se apoyó sobre la palma de su mano, sobre la mesa del profesor. No llegó a dar una cabezada, pero cuenta que cuando sus ojos se abrieron del todo, lo primero que vio frente a ellos fue una rubia desnuda sobre un coche. Ni se había parado a pensar que la cinta escogida por los chicos podría no ser adecuada. Tenía resaca y el Red Bull no hace milagros, aunque dé alas.

Estoy de acuerdo en que la vida personal no ha de mezclarse con el trabajo. Nadie ha de fiscalizar las cartas que recibo, ni si mi dieta es rica en sodio. Ahora bien, comprendo que no es prudente que un conductor destroce su tacómetro o que un piloto de aviones haya pasado la noche previa a un vuelo brindando con las azafatas de media Air Comet (para olvidar, con alcohol, las penas, supongo). ¿Quién pone el límite? ¿Cómo se corrobora que un docente está en condiciones de dar una clase? ¿Pasa algo si estás drogado, si has bebido, si la noche anterior la pasaste de parranda? A veces basta con ir al médico y fingir un dolor de estómago, claro, qué les voy a contar que no pueda hacer cualquier otro profesional, pero… ¿Y si acudes al tajo? ¿Hasta qué punto puede ser peligroso encerrar a una persona alcohólica, por ejemplo, con treinta adolescentes? Y las hay, se lo aseguro. No son muchos, pero un borracho por centro siempre cae. O casi siempre.