domingo, 19 de diciembre de 2010

El túnel

Recuerdo aquella columna con mucho orgullo. Conté la historia de un chico del Centro cuyo padre tenía el síndrome de Diógenes. Unos días antes llegaron los civiles y se lo llevaron. Me tocó explicarle a aquel señor, cuyo olor corporal horrorizaba a nuestra orientadora, que estaba embarazada, que no volvería a ver a su hijo. Se lo habían llevado y no me permitían decirle a dónde. (A decir verdad, yo tampoco lo sabía con mucha precisión). Recuerdo cómo lloró, cómo gritó, cómo maldijo al cielo y cómo yo estaba convencido de que me pegaría. A mí o a mi director. O a ambos. Creo que es lo que yo hubiera hecho de estar en su situación. No. Se vino abajo. Lloró como solo lloran las personas que no sabrán recuperarse jamás del golpe. Aquel hombre, al fin y al cabo, estaba enfermo y no volvería a ver jamás a su hijo.

Aquel hombre, el padre de Juan, del niño que hablaba con las gaviotas, murió pocos meses después. Me dio la noticia un antiguo alumno, que se metió en mi coche. Abrió la puerta del copiloto y me lo soltó a quemarropa con la puerta cerrada, porque no quería que se enterara nadie de la calle, no sé bien por qué. A decir verdad, desde mi ingenuidad, todo aquello me resultaba muy emocionante. Como el narrador que soy, aunque últimamente ejerza poco de ello en mis columnas, sabía que aquella era una historia preciosa. Sin muchos escrúpulos la conté. Y me sentí bien cuando varios lectores me felicitaron por lo bien que había plasmado el drama humano, la dureza de ciertas vivencias que siempre se ceban con los bajos fondos. (Me sentí un escritor comprometido, pensé que Larra se sentiría orgulloso de mí). Más aún, sentí que ser profesor te permite ayudar a los más necesitados y llegué a la conclusión de que somos todos muy santos y muy divinos.

Han pasado cinco años y creo que no volvería a contar aquella historia. Juan, el niño que jugaba con las gaviotas, ha cumplido los dieciocho y le han devuelto las riendas de su vida. El problema es que es ahora un juguete roto. Se crió sin familia y era frágil y puro. Verlo entre los otros me hacía imaginar a El Principito sentado en las rodillas de una prostituta. Aquel niño fue insultado y escupido, porque jamás se sociabilizó, pues era de otra especie. Jamás nadie supo decirle lo que necesitaba saber: nadie lo enseñó a defenderse. Para sobrevivir los adolescentes atacan a los que son más débiles. Juan era más débil que todos los demás niños y, por ese motivo, recibió tantos golpes. Todos lo utilizaron como bidón de fuel emergido entre los restos del naufragio. Arramplaron con su luz para apoderarse de un poco de autoestima. Se creían fuertes porque no eran tan débiles como Juan.

He vuelto a verlo. Me sorprendió y mucho. Estaba en un descampado y poco o nada queda de la luz del niño que jugaba con las gaviotas. En solo cinco años se ha convertido en un delincuente precoz. Su irrupción en mi barrio puede que guarde relación con el cristal del coche que el otro día me destrozaron. Me cagué en los cabrones que lo habrían hecho, obviando que esa persona puede que fuera mi Juan. Obvié que hace unos años pasé más tiempo pensando en cómo contar su historia que en buscar la fórmula más adecuada para socorrerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y si él la ha lanzado contra mi coche tiene derecho, pues está libre de culpa. Juan, ni más ni menos, es el resultado de la tardanza de Asuntos Sociales, de las trabas mentales de sus padres, de mi propio pasotismo, y de todo aquello que habrá vivido en estos años, sin familia y sin cobijo, en un centro de menores, rodeado por otros juanes como él. O peores.

Soy un hipócrita. Y me siento, y declaro, culpable.