miércoles, 14 de septiembre de 2011

Como a putas

Cuando era adolescente, me daba clase un hombre que, por aquel entonces, me parecía el mayor genocida del planeta. Don S me explicaba Literatura y yo, que ya por aquel entonces me sentía un poeta maldito, tenía que soportar cómo me exigía más que a los demás. No dudaba en ponerme en evidencia cuando tenía la menor oportunidad. No dudaba en tratarme de un modo brusco, aunque eso destrozara mi autoestima. En cierta ocasión me concedió un accésit en un certamen literario que él organizaba. La pega está en que el primer premio lo declaró desierto y me dio un “se acercó” para que me acercara a hablar con él, tras la clase. Cuando le solicité me dijera los motivos por los cuales no se me había otorgado la victoria tuve que escucharle decirme que no me lo merecía, que no era suficientemente bueno para ganar un concurso escolar. Por ello, en pleno cabreo, tomé su diploma y lo partí en muchos pedazos. Me acerqué a su despacho y lo introduje por debajo de su puerta. Pocas veces he disfrutado tanto como en aquel momento.

Recuerdo perfectamente mi resentimiento. Fantaseaba con la destrucción de don S. Disfrutaba cuando algo no le salía bien y también cuando faltaba a clase por alguna enfermedad. Me deleitaba en sus errores y me hacía fuerte su fragilidad. Supongo que forjé mi personalidad, al menos en parte, por oposición a la suya. Y si hubiera sido de esos alumnos que pintan cosas en las puertas de los servicios, sin duda le hubiera regalado algún que otro poema (de esos que no merecían un primer premio, sino un accésit). Uno de los elementos más importantes en nuestro crecimiento es la gestión del rencor, estoy seguro. Lo vamos controlando mejor, con el paso de los años. Llega un punto en el que, más o menos y si has hecho bien los deberes, somos capaces de equilibrar los conflictos con distancia. Apreciamos a nuestros amigos y los enemigos nos saben a café con leche templado. Buscamos estímulo en otro tipo de cosas, pero arrinconamos ciertas luchas que nacen perdidas. Nos volvemos conscientes de la dimensión real de nuestros actos y descubrimos que hacemos el ridículo cuando nos enfrentamos públicamente a enemigos que no buscan nuestro mal.

Muchas personas, sospecho, siguen en la misma fase que yo vivía con dieciséis años y que hace mucho tiempo que superé. Muchos no han vencido ciertos conflictos y disfrutan con el daño que la Administración nos infringe a los docentes. Sus propios labios les saben de rechupete cuando ven nuestra fragilidad, cuando nos bajan el sueldo, o cuando aumentan nuestras horas lectivas. Sospecho que ven en nuestro colectivo la cara de tantos don S, de tantos educadores que utilizaron contra ellos un arma tan útil y tan impopular como es la disciplina. Acostumbrados como estamos a insultar a los policías, a los jefes, a los que tienen autoridad, sin poner en tela de juicio el tapiz que construyen con tanto esfuerzo y dedicación, caemos en el absurdo de atacar a los que pretenden ayudarnos.

Por todo ello, por tanto odio, y ya no solo de los adolescentes, en la irrupción de un nuevo curso, no veo ilusión entre aquellos que tenemos la obligación de gestionarla. No estamos bien. Y no lo estamos porque la sociedad no nos apoya. Porque nuestras reivindicaciones suenan a pataleta boba y las instituciones no son capaces, ni siquiera para ganarse nuestros votos, de tratarnos con un poco de empatía. Todo el mundo educa mejor que nosotros. Las madres y padres conocen nuestro trabajo mejor que nosotros. Los pedagogos, los legisladores. Los inspectores y los libreros. Todo el mundo gestionaría mejor nuestros recursos y sabría trabajar mejor, más horas y por menos dinero. ¡Qué mala suerte que seamos nosotros los que tenemos la obligación de hacerlo! Si los padres y madres, si los pedagogos y libreros, si cualquier otra persona estuviera en nuestro lugar… ¡todo iría mejor! ¡Una lástima que seamos nosotros los que tenemos que educar a los niños de la crisis! A los pobres infelices que están apuntados al paro desde que usan patucos. Y como somos tan inútiles, genocidas en potencia, bastardos y sádicos, necesitamos ayuda. Para paliar nuestra necedad, mayormente, no estaría nada mal que se nos prestara un poco de atención y de apoyo. Porque a veces siento que hasta las putas gozan de más respeto de la sociedad que nosotros.