Tengo muchas ganas de llorar. Se supone que los profesores no lloran, pero a mí la congoja se me ha metido demasiado dentro esta noche. Tengo muchas ganas de llorar porque nadie me defiende, porque trato de hacer mi trabajo lo mejor que puedo y mi equipo directivo no me apoya en absoluto. Dicen que hay grupos peores, que no es positivo expulsar a tantos alumnos y que es nuestro deber aguantarlos, hagan lo que nos hagan. Es un gueto y como tutor yo he de soportarlos. Es mi misión y por tanto ellos se lavan las manos con una pulcritud más propia de un quirófano que de un instituto: me lo ha dicho así y como en cualquier otro trabajo del mundo he de callarme porque ellos son mis jefes y no mis compañeros.
En momentos así se me cae el alma a los pies y detesto mi trabajo. Se me viene a la cabeza lo que en otro tiempo fue ser profesor, lo que significaba, y caigo en la cuenta de que hemos consentido que este oficio se degrade. En momentos así, cuando todo se me derrumba, me da por levantar la cabeza y por pensar en lo bueno, porque no todo es malo. En esta columna de hoy quiero hacer una acción de gracias, quiero pensar en las cosas que me hacen regresar cada mañana porque como me dé ahora por agachar aún más el cuello, me quedaré derribado en mi sitio y terminaré por pedir una baja por depresión antes de que lleguen los Reyes. Verdaderamente hay muchos profesores que lo pasan mal: les tiemblan las piernas, la voz y los folios. Hay muchos profesores a los que miras antes de entrar en el aula y tienen cara de yugo. Hay demasiados a los que insultan a diario, a los que este sistema ha despojado de autoridad y de identidad. Por todos ellos, por los que lo estáis pasando tan mal como yo, van estas letras.
A veces un niño manda a callar a otros y parece que el universo entero se parara. Son instantes, estoy de acuerdo, pero en ocasiones los grupos malos también descubren el silencio, aunque este sea simplemente un pretexto para tomar aire con el objeto de chillar después a pleno pulmón de nuevo. En esos momentos, cuando callan, ellos te miran, se extrañan al sentir el silencio y tú sientes el paso de un ángel. Porque es cierto que sucede que ocasiones los encuentras fuera del aula y te dirigen una sonrisa esos mismos chicos que dentro que se rebelaban contra ti. Al fin y al cabo, son niños: su juego es enfrentarse contigo, pero la mayoría saben que no es más que un juego. Después en la calle te miran y sonríen con esa ternura capaz de transmitirte que algún día confesarán "Cuyami fue mi maestro, fue el mejor maestro que he tenido" y hablarán con cariño de su instituto, aunque ahora lo detesten tanto. Tú no lo sabes, pero en realidad sí que aprenden. Jamás aprenden lo que nosotros queremos enseñarles, pero siempre aprenden lo que realmente necesitan aprender. Algunos terminan los deberes y sonríen por la promesa de un positivo. Les asignas una nota buena, y se sienten felices porque tú has confiado en ellos. Aprenden, aunque de otro modo, también los que nunca son capaces de terminar a tiempo las lecciones. Esos mismos niños que tantos gritos me arrancan cada mañana necesitan cariño, necesitan nuestro apoyo y la mayor enseñanza posible es que alguien también cree en ellos. Se portan mal porque nadie les hace caso y cuando finalmente los miras a los ojos y les dices que han hecho bien algo, sonríen y descubren que eres uno de los suyos. En ocasiones, incluso, siento que son conscientes de lo que trato de hacer por ellos. Me miran con la complicidad entre las cejas y aunque de ninguna manera me reconocerían que me tienen cariño, yo siento que es así. Somos su referente, su horizonte de expectativas. Por más que nos detesten, en realidad nos quieren. A veces los regañamos y se echan a llorar de pura decepción. A veces los decepcionamos nosotros a ellos y si eso sucede es precisamente porque confiaron en nosotros, aunque parezca imposible, aunque siempre parezcan hostiles no lo son tanto… y eso ya de por sí vale la pena.
A veces un niño manda a callar a otros y parece que el universo entero se parara. Son instantes, estoy de acuerdo, pero en ocasiones los grupos malos también descubren el silencio, aunque este sea simplemente un pretexto para tomar aire con el objeto de chillar después a pleno pulmón de nuevo. En esos momentos, cuando callan, ellos te miran, se extrañan al sentir el silencio y tú sientes el paso de un ángel. Porque es cierto que sucede que ocasiones los encuentras fuera del aula y te dirigen una sonrisa esos mismos chicos que dentro que se rebelaban contra ti. Al fin y al cabo, son niños: su juego es enfrentarse contigo, pero la mayoría saben que no es más que un juego. Después en la calle te miran y sonríen con esa ternura capaz de transmitirte que algún día confesarán "Cuyami fue mi maestro, fue el mejor maestro que he tenido" y hablarán con cariño de su instituto, aunque ahora lo detesten tanto. Tú no lo sabes, pero en realidad sí que aprenden. Jamás aprenden lo que nosotros queremos enseñarles, pero siempre aprenden lo que realmente necesitan aprender. Algunos terminan los deberes y sonríen por la promesa de un positivo. Les asignas una nota buena, y se sienten felices porque tú has confiado en ellos. Aprenden, aunque de otro modo, también los que nunca son capaces de terminar a tiempo las lecciones. Esos mismos niños que tantos gritos me arrancan cada mañana necesitan cariño, necesitan nuestro apoyo y la mayor enseñanza posible es que alguien también cree en ellos. Se portan mal porque nadie les hace caso y cuando finalmente los miras a los ojos y les dices que han hecho bien algo, sonríen y descubren que eres uno de los suyos. En ocasiones, incluso, siento que son conscientes de lo que trato de hacer por ellos. Me miran con la complicidad entre las cejas y aunque de ninguna manera me reconocerían que me tienen cariño, yo siento que es así. Somos su referente, su horizonte de expectativas. Por más que nos detesten, en realidad nos quieren. A veces los regañamos y se echan a llorar de pura decepción. A veces los decepcionamos nosotros a ellos y si eso sucede es precisamente porque confiaron en nosotros, aunque parezca imposible, aunque siempre parezcan hostiles no lo son tanto… y eso ya de por sí vale la pena.
De camino al Instituto por las calles colindantes van corriendo. Es temprano y están tan dormidos que no hablan, que no gritan, a pesar de estar cerca los unos de los otros. Se les ve llegando por calles diversas, separados los unos de los otros por unos miserables metros. Cada mañana paso a su lado y los observo de arriba a abajo: los zapatos de deporte, una mochila muy grande y varias toneladas de complejos. Ni son niños ni son adultos. Sus cuerpos están cambiando y ni siquiera ellos entienden por qué hacen las cosas. Se apasionan y se desesperan. Aprenden con rapidez y se mueren de ganas de que alguien los ilusione, de que alguien los enseñe a ser mayores. Aunque escondidos, también tienen proyectos y sueños. El Instituto es su mundo y por eso le ponen tanta pasión a cada lance, a cada pelea, a cada grito. Para muchos enfrentarse contigo es un recuerdo lindo que algún día contarán en la barra de algún bar. Hablarán de su infancia, de cuando sus padres todavía no se habían separado… y tal vez de refilón se refieran entonces a cualquiera de nuestras palabras, a cualquiera de nosotros y a cientos de clases que pensamos que están llamadas a caer en el olvido. "¿Te acuerdas del profesor Cuyami? Era un pedazo de… [Y en ese momento, cuanto más grande llegue a ser el insulto, más grande será la fuerza con que llegué a importarles]".
De camino al Instituto por las calles colindantes van corriendo. Es temprano y están tan dormidos que no hablan, que no gritan, a pesar de estar cerca los unos de los otros. Se les ve llegando por calles diversas, separados los unos de los otros por unos miserables metros. Cada mañana paso a su lado y los observo de arriba a abajo: los zapatos de deporte, una mochila muy grande y varias toneladas de complejos. Ni son niños ni son adultos. Sus cuerpos están cambiando y ni siquiera ellos entienden por qué hacen las cosas. Se apasionan y se desesperan. Aprenden con rapidez y se mueren de ganas de que alguien los ilusione, de que alguien los enseñe a ser mayores. Aunque escondidos, también tienen proyectos y sueños. El Instituto es su mundo y por eso le ponen tanta pasión a cada lance, a cada pelea, a cada grito. Para muchos enfrentarse contigo es un recuerdo lindo que algún día contarán en la barra de algún bar. Hablarán de su infancia, de cuando sus padres todavía no se habían separado… y tal vez de refilón se refieran entonces a cualquiera de nuestras palabras, a cualquiera de nosotros y a cientos de clases que pensamos que están llamadas a caer en el olvido. "¿Te acuerdas del profesor Cuyami? Era un pedazo de… [Y en ese momento, cuanto más grande llegue a ser el insulto, más grande será la fuerza con que llegué a importarles]".