Estocolmo es la ciudad más grande de Suecia y también su capital. Leo también en el cuarto tomo de mi enciclopedia que es administrativamente el eje de la provincia homónima. Hasta ahora, todos los datos los conocía. Me sorprende algo más que su población urbana es de setecientos y pico mil habitantes, casi igual que la de Sevilla. Además de eso, su casco urbano alcanza el millón de habitantes si le sumamos aquellas personas que viven en pueblos limítrofes… O sea, que aunque no he estado nunca en Estocolmo, puedo imaginármelo si pienso que es como Sevilla, pero en tonos amarillos y azules. ¡Para eso no necesitaba una enciclopedia!
Llego a la siguiente entrada y por fin encuentro lo que ansiaba aprehender. El “síndrome de Estocolmo” es un estado anímico según el cual la víctima de un secuestro, o persona detenida contra su voluntad, desarrolla una relación de complicidad con su secuestrador. Completa un viejo vademécum de mi padre, que era médico en la mili, que en ocasiones los que lo sufren acaban ayudando a sus captores a llevar a cabo sus fines. ¡Toma ya! ¡Diagnóstico acertado! ¿Que a qué vienen estas investigaciones tan torticeras? Hipocondría o perspicacia, lo cierto es que creo haberme contagiado. Mis compañeros del Instituto me hablaron de eso, pero yo no lo creía, yo no vi necesario utilizar protección en mis relaciones con mis alumnos. Lo aclaro: un porcentaje importante de los docentes andaluces lo sufren y no saben catalogarlo. O no se atreven a reconocerlo o no tienen una enciclopedia a mano. Cuando llegan las vacaciones, experimentamos un sentimiento anómalo primo hermano del “síndrome de Estocolmo”: los actos que hasta hace poco nos producían miedo, atormentaban nuestras noches y hacían que nuestras manos sudaran, ahora nos elevan una sonrisa hasta los labios. Imagínense qué cuadro (clínico): el otro día un viejo amigo me contó que sus pupilos quemaron durante la primera semana de curso la papelera, la segunda descolgaron el perchero, la tercera rompieron un cristal, la cuarta el picaporte de la puerta y culminando dicho ciclo temático, para cerrar el segundo mes, urdieron un plan maléfico para destruir el sistema de iluminación. Me asusta: se reía mientras lo contaba a pesar de que él podía haber sido el último juguete roto. Ahí acaba la paradoja y comienza la enfermedad: si esos sucesos acontecen contigo dentro del aula, temes por tu vida, piensas que tú serás lo siguiente. Pero cuando sales, cuando ves unos cuantos escaparates y haces un par de compras a la salud del presidente Chaves, vuelves a ser un ciudadano normal, se te va el miedo del cuerpo y te regresa a cambio y con él el primero de los síntomas: la sonrisa. Pero hay más. El segundo es contar como anécdotas los enfrentamientos. El tercero, la melancolía. Lo último, la añoranza.
Tengo ganas de volver a verlos. Llevo todas las vacaciones imaginando clases perfectas que pretendo dar. Al llevarlas a la práctica serán un desastre y mis ilusiones y buenos propósitos para año neonato se quebrarán cuando alguno se niegue a sacar el cuaderno, cuando a la quinta palabra que diga note ya cómo nadie me está escuchando, cuando se den cuenta de que al final de la segunda evaluación no vienen los Reyes Magos y que, por tanto, no existe ninguna motivación para comportarse bien. De todas formas, eso de que los Reyes traen carbón a los niños traviesos es mentira, así que el próximo curso ya habrán aprendido la lección y por tanto no se portarán bien ni siquiera en diciembre. Pero me alegro. Todos los míos han sido unos auténticos y despreciables [colóquese aquí un término psicopedagógico despectivo que sea políticamente correcto, si lo hay] y sin embargo nadie habrá recibido carbón. Pero me alegro. Me alegro mucho por ellos. Me alegro de que hayan recibido regalos y de que hayan pasado unos días felices con su familia a pesar de que no me han dejado desempeñar mi trabajo hasta ahora, a pesar de que me han insultado, de que han acabado con mi garganta un par de veces, a pesar del miedo que me han hecho pasar en ciertas clases. A pesar de todo eso, confío en que todo les haya ido bien durante las vacaciones. Porque se lo merecen. ¡Vaya por Dios! ¿Qué acabo de decir? ¿He dicho “porque se lo merecen”? Si he dicho eso, significa que ya padezco el Síndrome. Si es así, y con la prontitud con la que lo he inoculado, de aquí a junio temo desear adoptar a unos cuantos de mis “angelitos”. Si eso llega a pasarme, no lo duden, remátenme. Estarán haciéndome un favor…