De tan obvio que es, me hace gracia. Rojo, por la sangre (supongo) y poblado de corazones, metonimia ruda y cruda de amor: un ángel que lejos de ser exterminador porta flechas que amenazan con ajar con sus dentelladas las diásporas más cívicas. Todo ello preside un buzón de cartón: solemne, indulgente, que explicita que mañana es San Valentín y que su cartero anda cerca. De entre todas sus virtudes, nuestros chicos han tomado un buen puñado de hojas perfumadas, rotuladores de color y algún que otro mechero para simular pergaminos. Hasta él peregrinan todos: arrojan sus misivas y mañana las esperarán en clase con dulzura. Algunas, de broma. Otras, gritos vetustos que de tan atemporales se muestran de rabiosa actualidad. Y yo, mientras tanto, con la certeza de que no recibiré ninguna tarjeta porque he descuidado mi físico con los años, me dedico a observar cómo febrero se derrite en un millón de detalles tiernos.
Alguien me ha dicho que los vio en el Albayzin paseando tomados de la mano. Los alumnos son muy crueles y adoran los cotilleos más que los guionistas de ciertos programas de televisión de las cuatro de la tarde. No obstante, eso es algo habitual: cuando te destinan a un pueblo recóndito de nuestra Andalucía más profunda, terminas por convertir en tu vida a todos aquellos que más cerca tienes, a las mujeres que recorren los pasillos contigo, a tantísimos kilómetros de casa. Por todo eso, no es raro que Adán y Eva estén tan próximos en los claustros, que palíen juntos sus faltas de afecto, que hayan hecho todo lo posible para coincidir en las guardias de recreo o que no les importara nada acudir juntos a la excursión de Granada. Por si acaso, como buen periodista de la intimidad que soy, yo permanezco pendiente al buzón de las cartas, con la remota esperanza de ver cómo alguno de ellos arroja algún mensaje para el otro. No obstante, aunque yazgo enfoscado, ellos no se acercan, sabedores de que no soy el único que vigila.
Tal vez ahora permanezcan en algún departamento, trazando el uno corazones sobre el otro. ¡Qué sé yo! Tal vez todo sea falso; tal vez hayan conseguido soportar la desidia de las tardes de un pueblo que no se aprecia, que poco tiene que aportarles. O no. Adán se aburría: a su lado, una chica inteligente, que pertenece a un estadio cultural semejante, muchas horas juntos y la tensión del día a día. Luego llegó el primer cruce tras las aulas, las primeras miradas junto a la bandeja donde se colocan los partes disciplinarios. Más tardes, un café, rodeados de niños que no dejaban de gritar en el recreo. Mientras tanto, ella fue reparando en que tras sus ojos negros, había seguro un hombre valiente, que entendía sus dolores de garganta, que también comía con tiza en las manos, que compartía con ella el mítico “cuarto b”.
En mi hipótesis, el uno empezó a poner a la otra de ejemplo en sus oraciones de sintaxis y la otra recogió el guante y utilizó sus explicaciones de inglés para insultarlo a él, mandándole con ellos recados que los alumnos siempre le daban: “Adán, Eva ha dicho de ti que eres un [término inglés de turno]”. Y así todo fue creciendo: fuera del aula jamás hablarían de todo eso, aunque poco a poco las oraciones de sintaxis y los textos en inglés sí fueran detonando una guerra escalar, ascendente, de índole ardorosa. De este modo, y como los adolescentes gustan en deleitarse con espectáculos ricos en romance, los eligieron precisamente a ellos dos para visitar Granada. Poco antes de San Valentín, recién llegado el año, sucedió: con nieve a los pies del Darro, en una noche en Íllora, donde el Rey moro perdió su honra.
La guerra une. Los profesores somos gladiadores y nuestras miradas se cruzan siempre en la niebla. Mientras el guía recuerda cómo Abderramán arrojó la toalla, Eva lanza su mano-manzana. Entonces, tal vez Adán peque o tal vez llore. Si llora, lo hará porque San Valentín llega, porque está muy lejos de casa, porque no ha sabido defender su ciudad como un hombre o, tal vez, simplemente, porque comienza a enamorarse.
Prof. Cuyami