Estimado Maestro:
Lo bueno de escribir para un periódico grande es que puedo tener la certeza de que esta carta va a llegar hasta usted. Si por casualidad no la lee de primera mano, estoy seguro de que alguien de su Colegio la fotocopiará para dársela. Por tanto, y como sé que va a leerla, me tomo la infinita libertad de hablarle con franqueza, presuponiendo su presencia al otro lado del folio. Al fin y al cabo, si usted no estuviera, estas líneas se vendrían abajo como castillos de naipes en una tarde de levante. Imagino su rostro surcado y zurcido de golpes, por las patadas. Imagino sus ojos hinchados, sus manos temblorosas al recordar todo lo que pasó, la órbita exacta de cada golpe… y no puedo evitar confinar un indómito suspiro para usted, porque lo he sentido, porque lo siento mío: cada golpe y cada grito; porque estamos heridos de muerte y, pese a todo, nos lo tomamos siempre a broma, siempre y cuando no nos llegue a nosotros la pedrada. Somos cobardes porque las vacaciones son amplias y el sueldo está bien: logramos que se nos olvide lo mucho que todo se ha complicado, el pavor que padecemos en los centros de trabajo, las amenazas de algunos padres...
Miramos a otro lado porque si lo pensásemos a diario, no entraríamos en las aulas. Antaño la educación era otra cosa: los alumnos peleaban por un futuro y los maestros y profesores éramos vistos como la llave hacia una vida más próspera, hacia una oportunidad de obtener formación, información, respeto y dignidad. Éramos dignos porque llevábamos la dignidad a las personas. Éramos dignos (“como le faltes el respeto al maestro, te pego un bofetón”) porque la sociedad estaba creciendo, porque todo el mundo era un poco más humilde, porque la gente conservaba la memoria intacta: sin los profesores, ¿qué seríamos? Sin los maestros, ¿a dónde llegaríamos? Todo lo que poseemos se lo debemos a la formación y eso era lo que nos legitimaba para mantener la disciplina, a reprender con cariño, a salvaguardar el orden para poder enseñar otras cosas al menos tan importantes como la razón áurea de todo nuestro sistema: el respeto a las personas.
Pero un buen día todo eso cesó. Los agentes de formación social hemos dejado de tener el respeto y el aprecio de la gente. Ahora nos oponemos al bienestar porque tratamos de exigir algo, porque no está de moda promover que los demás se esfuercen, aunque en realidad estemos buscando con ello su bien. El resultado eres tú: Jerez cuando la visité me pareció una ciudad tranquila, sin grandes conflictos. Da igual: el virus está latente, circula por las venas de todo el sistema y en cualquier momento y lugar se hace presente, se asoma y nos asombra. Está en todo: en los alumnos que ya no quieren estudiar y a los que se obliga a calentar el asiento, en los padres que han olvidado cómo llegaron hasta donde hoy están; la violencia se encuentra en las aulas entre los compañeros que se insultan, en las razzias sangrientas que realizan los vendedores de coca para captar nuevos adictos y adeptos. La violencia está en todo: en los inmigrantes que intimidan a los locales, en los oriundos que no reciben bien a los que llegan, en los directores que acorralan a los nuevos profesores… En todo.
Inicialmente pensé en escribir un manifiesto en esta columna. “En contra de la violencia, en pro de una mayor seguridad para los docentes”. Sin embargo, lo he desechado porque cuando se firma un manifiesto de facto o de iure se espera un cambio y, sin embargo, yo albergo muy pocas esperanzas, por no decir ninguna, de que las cosas mejoren. No puedo firmar un manifiesto porque estoy seguro de que todo permanecerá igual porque somos unos cobardes, porque nos conformamos con todas las bofetadas que nos pegan. Salimos a las puertas de los centros, guardamos un minuto de silencio o nos tomamos una jornada de vacaciones, para dejar en pocas horas en la cuneta a nuestros compañeros caídos, pobres muñecos rotos, prosiguiendo todos con la cabeza gacha con los mismos yugos de siempre. No vamos a plantarnos: si lo hiciéramos, tal vez las cosas cambiarían… pero la falta de valor no se subsana tan fácilmente: hemos perdido la dignidad, hemos aceptado como gaje algo que es un atentado contra la base de nuestra sociedad. Lo asumimos, nos rendimos y, por todo ello, esta carta no puede ser un manifiesto, no puede ser el refrendo de nuestra lucha, porque no existe lucha alguna. Por todo ello, pues es lo único que puedo hacer, al menos sí le ofrezco todas mis fuerzas, le tiendo mi mano y le deseo de corazón que encuentre el coraje necesario para seguir educando, para regresar pronto y con la cabeza bien alta.