Les pregunté qué sabían de las demás provincias y respondieron: “en Sevilla, solo hay pijos y canis. En Cádiz son homosexuales. En Jaén y Almería, todos moros. Los de Huelva… ¿esos son los leperos, esos tan brutos? Todos los granaínos tienen mala leche y sin excepción en Córdoba están atontados por culpa del calor de su verano”.
Últimos de febrero. Mañana, cumple años Andalucía. Hoy escribo desde el Instituto. Más que nada porque estamos en plena “semana cultural andaluza” y me aburre tanta patraña. Estaba echándole un vistazo a la prensa y reflexionando sobre lo hermoso que es que se nos conceda el privilegio de tener una identidad propia, que nos permitan hablar de un modo especial y único y que no prohíban nuestra forma de decir “shoriso” como sí hicieron con las hamburguesas demasiado grandes y con las hamburguesas que tenían demasiado chorizo. Está claro: si a nuestros alumnos no se les concediera el derecho a hablar en andaluz, ¿qué sería de nosotros? Aunque se venda que nuestros chicos son políglotas, lo cierto es que muchos a duras penas logran expresarse en la modalidad materna, así que existen dos opciones: o hablan ahora andaluz, o callarán para siempre. Es su rémora: tienen la desgracia de nacer de serie con una forma de expresarse que no posee prestigio entre la gente culta, que se considera ruda en ciertos ámbitos, que suena cateta: el andaluz. Es decir que será de mis alumnos, de quienes se reirán cuando vayan a Madrid a pelear en desventaja por un puesto de trabajo. Es a ellos a quienes remedarán en las series de televisión: serán la “chacha” y el “gracioso del barrio”, pero jamás el ejecutivo ni el jefe. Por suerte y por desgracia, hay cosas que ni pueden ni deben cambiarse: como los presentadores de televisión no cecean, todos los que sí lo hacemos, hemos de sentirnos acomplejados, condenados a un modo vulgar de relacionarnos con el mundo.
No ayuda nada. Entre que mis alumnos no conocen muchas palabras y que siempre se ríen de ellos cuando salen del pueblo, lo cierto es que la inmensa mayoría ha llegado a concienciarse de que el andaluz es de por sí inferior, de que ellos también son inferiores a la mayoría de los norteños educados, que sí tienen la suerte innata de pronunciar todas las “eses”. Suerte o desgracia: el prestigio lingüístico está emparentado con el dinero. Desde tiempos inmemoriales la forma de hablar de la corte es la que todos los demás tratan de imitar. De hecho, cuando Sevilla era la capital de medio mundo, allá por los siglos de oro, se consideraban graciosas las formas ceceantes de nuestras doncellas. Un punto. A nuestro favor. Se perdió el dinero, (¡es nuestro sino!) y sin él llegó la desgracia de sentirnos de forma connatural y profunda una raza en desventaja: somos pobres y se burlan de nosotros. Y eso le duele a la Andalucía que en su cumpleaños esta semana volverá a padecer en silencio los mismos problemas de siempre: unos reinventan las estructuras feudales acaparando tierras y otros maduran en unas escuelas podridas que hasta caen del árbol, siendo abono sobre el campo, regándolo después con sudores propios.
Yo me siento orgulloso de ser andaluz, pero mis alumnos, no solo piensan que la bandera blanca y verde ondea en el mástil en honor al Betis, sino que ni siquiera se saben muchos los nombres de las ocho provincias, ni siquiera sabrían explicarme una sola cosa no ofensiva acontecida en las provincias de la otra punta: a duras penas saben si Cádiz está arriba o debajo de Sevilla, y poco les importa. Algo tiene mal arreglo, a pesar de que las paredes del Centro son verdes y blancas. En eso se nota. En eso y en la semana que pasamos corriendo tras ellos y organizando actividades que por algún motivo que desconozco ya no les ilusionan. Están dormidos, se sienten catetos y no tienen ni la menor intención de reivindicar que la tierra que sus papás y mamás labran es suya. Se conforman con existir, mientras nosotros los aguantamos a ellos, mientras cuatro o cinco acaparan la inmensa mayoría de las subvenciones y tributos. Pero claro, afortunadamente, como aún hoy en día siguen existiendo el fútbol y el vino, sabremos soportar todo esto... al menos hasta que nos los prohíban también.
Prof. Cuyami