Pienso en la mujer de Lot que por mirar atrás hubo de transformarse en estatua de sal, tras salir de Sodoma. En su honor, yo no miro, aunque mi alumna sí sigue allí: de pie, inmóvil, en mitad de la noche. No acierto a descubrir si he de pararme o si de hacerlo estaré cometiendo el mayor error de toda mi vida. No obstante, opto por pisar el embrague, el acelerador y salir de allí. Es de noche. Viernes. Recorro el pueblo para cenar con unos amigos. Acá, en este recóndito pueblo de Almería, el mar se escucha a lo lejos y el oleaje está encrespado. A veces pienso que Sheila se convertirá en estatua de sal por el mar, por el tacto salino que dejará en su boca el primer baño de su hija. Solo tiene dieciséis años y ya es prostituta.
Hablo de nuestra Andalucía más auténtica, de la que sale en los mapas, de aquella que todos conocemos. Muchas madres de alumnos de Instituto “hacen la calle”. Se ve normal, se asume tras ciertos miramientos impostados: acá todo vale, todo está bien. Es un trabajo más y por ello no es de extrañar que pueda ser heredado también de madres a hijas. Muchas de las nuestras apuntan maneras: en cierto centro donde estuve hace tiempo capturaron a una alumna haciéndole una felación a un chico a cambio de dinero para el bocadillo. En pleno centro escolar. Más tarde até otro cabo y alguien me confesó en una tasca que no es un milagro que cuatro hermanas nazcan en el mismo año: son hijas de prostitutas, que son acogidas por una misma mujer, que toman de ella su apellido para conservar el secreto, pero que cada cual continúa con su madre, mamando desde chicas el oficio, destrozando cualquier ilusión, cualquier inocencia, labrando un futuro que nadie podrá arreglar, que engendrará nuevas hijas como ellas, que de noche dormirán en la cama del tendero de turno, que de mañana tomarán los libros y se negarán a hacer los ejercicios en clase de Lengua porque están cansadas, porque su dominio de la lengua les da para lo único para lo que la necesitarán: para dar un poco de conversación a sus clientes, para no pensar demasiado y no sufrir en exceso por lo que están haciendo; ganarse y gastarse la vida.
Otro caso, otra tragedia. Hermosa, de ojos azules y mirada tierna: es rusa. Me contó en una clase de Alternativa a la Religión que los hombres españoles somos tontos, que aún no se cree que le den dinero tan solo por quitarse la ropa. No pasa nada: me confesó también que a su novio no le importa, que de hecho le pide que lo haga, y que así consigue unos euros para comprar unas zapatillas de marca, con las que correrá más que nadie en las clases de Educación Física. Novio o proxeneta, ella tiene quince años. Tal vez su cuerpo aparente más, pero no ha cumplido dieciséis aún. Ya conoce burdeles, aunque no lo sabe. Ya conoce bares de camioneros y carreteras. Ya ha probado en sus labios el rancio sabor del fuego. Y la droga. Y la soledad. De todas formas, por aquello de que es rusa y de que tiene una sonrisa bonita, al menos no pasa las noches al raso, no espera en una esquina sin poder mirar hacia atrás: no mantiene relaciones sexuales con desconocidos.
Tiene que estar pasando mucho frío Sheila, allí detrás, vestida con unas mallas negras, con un vestido corto, con los labios muy pintados. No es siempre así. Es solo un caso, aislado, remoto. La mayoría de mis alumnas montan en bici y flirtean con alumnos de su edad. Pero no todas, y eso me duele. Precisamente porque las demás no lo hacen es por lo que Sheila me da tanta pena. Aunque todos los trabajos son duros, su situación es inhumana. De sobra sé que yo también me prostituyo cuando soy obligado a trabajar haciendo labores que no me corresponden, que no me apetece hacer, que me vejan, que atentan contra mi dignidad. De sobra sé que me prostituyo cuando me dejo insultar por dinero, cuando me amenazan con rajar mi coche y no protesto porque me pagan por ello; cuando no pego un portazo y salgo corriendo a otro lado, a otro lugar donde me traten mejor, donde mi trabajo importe de veras. Pero no es lo mismo. O eso me temo. De todas formas, si la sal derrite el hielo, tal vez ser estatua de sal ayude a Sheila a no congelarse en todas las noches de invierno que ella pasará en la calle.
Prof. Cuyami