Si conociera algo de su idioma, lo primero que le preguntaría es de qué era el camión. Curiosidad, malsana; operatividad, ninguna. No es lo mismo, pero es igual: se sabe que muchos camiones cruzan el estrecho con materia prima y que los chavales de los que hablo se adhieren a sus bajos, se introducen entre las ruedas, y aguantan allí un buen puñado de horas. Cuando el camión se detiene, ya en España, ellos descienden y contemplan la tierra prometida: un solar, un polígono industrial, en el mejor de los casos, un bar de carretera donde poder conseguir una taza de leche a cambio de unos cuantos llantos. Son niños. No hablo de pateras ni de cayucos. Hablo de adolescentes que llegan a Andalucía debajo de los camiones y a los que no se puede expulsar demasiado rápido porque no hablan nuestro idioma, porque no poseen papeles, porque no se sabe a dónde enviarlos de vuelta, ni cómo han llegado.
Mohamed llegó hace un par de semanas. No habla español. En el pueblo más cercano al mío existe un hogar de acogida y las monjas traen cada mañana a los chicos a nuestro Instituto. Es legítimo: han de estar escolarizados y, por tanto, vienen a clase. Por ello no sorprende que en uno de los grupos de segundo de ESO, en una ocasión, llegara a tener un total de seis. Estaban mezclados con otros alumnos de acá, pero les separaba un mundo… ¡o dos! ¿Distan dos mundos desde el primero hasta el tercero? Tal vez disten más, porque me fue imposible destruir ese telón de lata. Niños de aquí, que no estudian porque no quieren. Niños de allá que no estudian porque no pueden, sin traductores árabes, sin padres que les indiquen cuándo se condenarán si comen, hacia dónde han de implorar en sus oraciones un mundo más habitable, una tierra más blanda sobre la que dormir: asfaltos sin cristales, que no dañen los brazos cuando el camión sobrepasa un cambio de rasante.
Son monjas, creo. Los atienden mientras los burócratas echan una partida de “mentiroso” y trafican con ellos, mientras se trazan acuerdos acerca de sus cabezas: “si te los quedas invierto en tu país”, “si tú los reconoces a cambio, regularizo a otros”. Y ellos, entre tanto, ganan maldad por días, nutriéndose del miedo que sienten los otros chicos, sabedores de las leyendas que circulan sobre integristas, sobre pequeños binladen que cometen atentados en miniatura, que forman guetos… por pura afinidad lingüística y por tener en común el sueño de algo distinto a morir de hambre. Todos tienen en común que cruzaron el Estrecho para que no les cruzaran la cara, que sienten que ya nada puede salir mal, porque todo lo dejado atrás estaba peor.
Mohamed no aprenderá a leer. Es un formalismo. Están aquí, estudian con nuestros chicos, y en ciertos momentos apocalípticos, se les forman grupos especiales con objeto de darles una educación aplicada, más apta, transversal y [bla, bla] que les permita integrarse y ser los basureros del mañana. Pero claro, eso ellos no solo no lo saben sino que además no tienen la paciencia necesaria para seguir el plan oficial porque ya necesitan el dinero. Ellos se sienten extraños, confinados cada mañana junto a otros que los desprecian, condenados a escuchar el caer de la lluvia en las glotis de los docentes: oyen caer la lluvia cuando hablamos porque desafortunadamente, el árabe no se exige en las oposiciones y el español tampoco en las aduanas.
Un buen día, cuando ya los caldos monjiles les han devuelto la inmortalidad, hacen acopio de una veintena de euros y se marchan (no sé a dónde y, si lo supiera, tampoco se lo diría a nadie). Y no se les vuelve a ver. Como el vaho salido el sol. Como las telarañas en una batalla. Desaparecen como las atalayas en los proyectos de expansión urbanística. Se van. Desaparecen como los pingüinos y los glaciares. Como las oscuras golondrinas, que no regresan. Como los árboles próximos al Museo Tissen o los de la Plaza Nueva de Sevilla. No me preocupo por ellos, por ende, porque siempre se marchan: porque las migraciones son lo más natural del mundo, porque todo cambia, todo fluye. Porque otros vendrán. Porque siempre el ciclo de la vida prosigue su curso, aunque los “niños de los camiones” jamás terminen los cursos.
Prof. Cuyami