Una espada ensangrentada. Un charco que embarra una capa. Un escudo con una hendidura ocre. Las muescas de un hacha sobre la repisa. Flecha húmeda. Estofados con cicuta. Letras escarlata que hablan de muerte… Desde siempre, los caballeros han peleado por honor y se han escrito, gracias a ello, algunas de nuestras páginas más brillantes. Eso, tan brillantes, que hemos llegado muchos a creernos que se trata en efecto de algo bello. Una afrenta, una disputa y una confrontación condenada a llegar a las manos. Y las manos, al cuello.
El esquema permanece inalterado al paso de las calendas y de las candelas. Una injuria: alguien atenta contra el honor de otro alguien y una escueta misiva emplaza a los dos contendientes. Se elige un páramo recóndito, al caer el mediodía, y es obligación de palabra que acudan ambos. Si por ventura uno de los dos no comparece al duelo, ya nunca podrá volver a levantar la cabeza al modo al que antes lo hacía. Se lucha hasta que uno muerde el polvo y se muerde su propia lengua. En ocasiones, algún cuchillo se ve. Las más, son los puños los que dirimen un justo vencedor. Espectadores, admiradores y musas, asisten a los combates. No es de recibo arriesgar la vida si no se impresiona a alguien a cambio: jamás las peleas son en solitario. No es plan: es una cita, un espectáculo de masas. Los compañeros del protagonista, a un lado. Los compañeros del antagonista, al otro. De frente, el resto de comentaristas. Hacen apuestas, murmuran y, sobre todo, guardan silencio cuando toca guardarlo.
-“Profesor, ¿puede dejarnos salir cinco minutos antes? Es que van a pelearse a la salida dos de tercero”. Siempre sucede. Es un tablón invisible, un tabloide de tirada ilimitada. De fondo, casi siempre un lío de faldas: la honra de alguna chica en juego. Un amigo que traicionó a su compadre por otra y el despecho del agraviado que lacra la venganza. Por entre los pasillos se rumorea que van a matar al débil y, en un instante, los tres grandes temas riegan de pólvora el Instituto: el amor, la muerte y la honra. El siglo de Oro al completo sangra en el descampado más cercano al Instituto, cuando uno le parte la nariz al otro. La chica de la falda más corta muestra un tanga que tal vez dio pie al comentario que terminó con la declaración de guerra: estalló la campana y todos corrieron. Todos conocen el lugar exacto y la hora exacta, porque ambos usos consuetudinarios se transmiten de promoción a promoción. Por mor de nuestro superior intelecto, los profesores también los conocemos. En la calle y es la vida: ¿quién se atreve a interponerse?
Atemporal. Los navajazos suelen salir en los periódicos, pero los ojos morados, no son noticia. Pan nuestro de cada día: mirar a otro lado y suplicarle al cielo que la pelea no transcienda a reyerta. Si los amigos del galán toman partido y el malo lleva a sus tropas, va a liarse una (epopeya) gorda. La madre de todas las batallas suele ser la portadora del tanga y si por ventura esta tiene a bien enviar un mensaje al móvil de sus garrulos primos, que trabajan en un taller próximo, el espectáculo estará garantizado y entonces no será exagerado hablar de heridos. ¿Quién es lo suficientemente hombre como para detener esto?
Nótese que una pelea se siente, se intuye. Está en el ambiente mucho antes de que el primer puñetazo llegue. Los alumnos se excitan, pulula en el ambiente un halo misterioso que a todos gusta. Les apasiona la sangre. Les encanta la proximidad de un buen cisco. Pese a todo, es un honor para mí admitir que por fortuna las mujeres han dejado de ser solo el premio o la causa. Ahora también son parte activa. En virtud de la libertad de género no es raro que todo este bullicio se enraíce en torno a un par de doncellas batalladoras a lo Millon Dólar Baby. En efecto, mi único consuelo en esos casos es desear que ninguna se golpee la cabeza con el banco y que la calle dicte sentencia. Al fin y al cabo, los profesores, allá afuera, no tenemos control sobre la fuerza del sino.
Prof. Cuyami