Es otoño. Caen las hojas de los árboles sobre la baranda y por la ventana parece filtrarse una estela violeta de viento, una serenata ocre, una esquirla puntiaguda que aflora tras el balanceo de los barrenderos, del murmullo quedo que insufla la calle. Mientras el pueblo se adormece y parece calibrar su propio letargo, Lucas se apoya sobre el pupitre y deja caer su cabeza sobre la terca madera que proyecta su sombra contra la pared. Es primera hora. Casi todos albergan dormido el espíritu, sin temple aún para mucha farándula, sin mirada en la mirada, con el frío estancado sobre las sienes. A las ocho y media de la mañana nadie reconcome cosas profundas.
Gilberto López imparte plástica. Pidió a sus alumnos que se trajeran papel de estraza para elaborar una composición. El profesor explica. Habla muy despacio porque sabe que sus pupilos están dormidos y que no es conveniente despertarlos todavía (la mañana será larga). Asesta cada palabra de aquella clase con cuidado, con delicadeza, moldeando el temple y el tempo. Les explica que han de dibujar con ceras blandas en cuatro colores. En la imagen debe aparecer “una figura humana en una habitación conocida”. Lo demás lo deja a libre elección de los alumnos.
Se escucha un pequeño murmullo. Nada serio, es temprano. Jorge Leal, un alumno de sobresaliente, pregunta si los colores pueden ser cualesquiera. Gilberto responde que sí, pero que es interesante que pertenezcan a la misma escala cromática. Natacha pregunta si puede dibujar a alguna persona de las que están en la clase. El profesor responde que sí, pero que ha de comentarle antes qué pretende hacer porque no quiere que se le falte el respeto a nadie. Natacha se pone colorada porque pretendía dibujar a Gilberto en la habitación de ella… y le da vergüenza decírselo a él, directamente. Natacha está, de forma platónica (claro está), enamorada de su profesor. Gilberto lo sabe, esas cosas siempre se saben, y de hecho lo utiliza para captar la atención de su alumna, de forma especial. “Una alumna enamorada estudia más que una alumna que no lo está”, le contó hace dos noches Gilberto a su novio, mientras cenaban en un restaurante chino.
La amiga de Natacha, una chica llamada Ruth, hace la pregunta por ella: “¿Y podemos dibujar a un profesor?”, y Gilberto dice que sí, pero les pide también que no sean crueles. Gilberto se ríe. En sus seis años de profesión cree haberlo visto todo. Sin embargo, en una esquina, sepultado por un enorme chaquetón rojo, Lucas Cordero acaba de tener una idea. Sale del letargo y toma los colores. Lucas Cordero no pregunta, porque Lucas Cordero nunca pregunta. Es un chico retraído, su piel es pálida, tiene la mirada profunda. Algunos profesores comentan que es “como si te viera desnudo”. Sonríe. Media sonrisa. Toma el color rojo y el negro. Los agita con agria vehemencia sobre el papel de estraza. Con un trapo acaricia la cera blanda y la extiende a lo largo y ancho de toda la composición. Más rojo. Más rojo. Sigue dibujando y el mundo parece evaporarse. Allá a lo lejos, sale el sol. Comenzó la clase siendo de noche todavía. Ha amanecido y en lontananza se inmiscuye en el pueblo un amanecer de tonalidad naranja clarito (¿qué ceras hay que mezclar para obtenerlo?).
Gilberto felicita a Natacha. Definitivamente lo ha dibujado más guapo de lo que es (¡al novio de Gilberto le encantará ese dibujo!, seguro que lo cuelga en su despacho). Ruth dibujó a una niña china dándole la mano a una niña árabe, que lleva un pañuelo sobre la cabeza (lo ha copiado del libro de Educación para la Ciudadanía). Gilberto la felicita para que Ruth no sienta celos de Natacha, pero Gilberto sabe también que Ruth no se ganará la vida dibujando. “Montmartre está lleno de pintores con menos talento que tú”, suele decirle. Pero sabe que miente.
A punto de tocar la campana, Gilberto le pide a Lucas Cordero su creación. Queda pasmado, se horroriza. Sobre el papel se observa con claridad la figura de un hombre degollado. La sangre chorrea prominentemente. El hombre degollado permanece de rodillas, con las manos juntas, suplicando clemencia, despojado ya de su cabeza. El captor posee una sonrisa enorme, que traspasa su rostro. Con un hacha ha segado el cuello de su presa. A decir verdad, Gilberto no se atreve a preguntarlo, pero todo parece indicar que el fondo reproduce el despacho del Director del Centro. Y el hombre sin cabeza es ni más ni menos que el Director.
¿Y ahora qué?