jueves, 28 de febrero de 2008

De Oz, de coz y decó

La veo llegar con una minifalda. Parece una alumna más. No, miento. He sido demasiado impreciso: cuando la ves entrar en la sala de profesores, a punto estás de gritarle, de pedirle que se marche, de ponerle un parte disciplinario o de llamar a su casa. Pero no, no es una alumna: tiene mucha más luz. No es muy alta, no se diferencia demasiado del resto de estudiantes, pero no es una alumna. Lleva una mochila como la de ellos y en su juventud tripitió tercero de BUP. Algún que otro porro se ha fumado y habla también el lenguaje de la calle, aunque sabe más que yo de programaciones y de unidades didácticas. La jalean cuando entra de guardia en algún grupo y las leyendas sobre ella recorren todos los pasillos. Los alumnos cuentan de ella que una vez le enseñaron un video porno grabado con un móvil y que ella dio un consejo sobre lo que en él se veía. Hemos de creernos la mitad. De los alumnos, siempre te crees la mitad… pero la mitad de algo es algo. La parte cierta, la moraleja, es que le quita hierro a todo. Si algún alumno la insultara, ella le llamaría algo más fuerte. Cuando alguien le falta el respeto, ella sabe entender que quien le insulta es, ni más ni menos, que uno más de los suyos. Ella fue así. Ella es así. La única diferencia es que ronda ya la treintena y que ahora es funcionaria.

-Cuyami, no es que no te respete: tú lo haces todo muy bien, pero… creo que te pasas un poco con tus columnas. Las cosas no están tan mal como tú las cuentas. No han empeorado, porque llevan veinte años estando igual. Siempre ha habido alumnos buenos y alumnos malos, profesores odiados y motes. Siempre han recibido insultos los profesores… ¿o tú no lo hacías? En otro tiempo, bien podría haberle rajado yo misma las ruedas del coche a la directora, como pasó el otro día. Tú y yo sabemos que… ¡se lo merecía! ¿Acaso a ti no te entran ganas de hacerlo? Seguro que a ti también. La diferencia es que los adolescentes son aún más auténticos que nosotros.

Los problemas surgen cuando algunos profesores tratan de ponerse por encima, cuando tratan a los alumnos como si fueran marcianos o caniches. ¿Tan difícil es preguntarles un poco por sus vidas y reírles cuatro gracias? Si lo haces, ellos responden. ¡Siempre responden! Una vez estaba yo en clase charlando con un grupo de tercero sobre algo que había pasado aquella semana (no recuerdo qué: maté toda mi memoria para sacar las oposiciones). Total, que me llamaron a la puerta y ellos vieron que se trataba de un hombre mayor. Era, en realidad, el encargado de traernos unos libros que habíamos pedido, pero los alumnos pensaron que se trataba de un inspector. Pasé cinco minutos en el pasillo hablando con aquel hombre. Cuando entré, habían puesto en la pizarra una lista de ejercicios (¡ficticios!) y se habían puesto ellos solos a hacerlos. “Profesora, es que no queríamos que el inspector se enfadara contigo por estar hablando con nosotros, en lugar de darnos clases”.

Aquí más de uno se cree que estamos en la Sorbona. ¡Ese es el problema! Son chicos del campo. Ninguno llegará a la Universidad y dan la lata porque… necesitan llamar la atención, porque nadie les hace caso en sus casas. No necesitan diez partes disciplinarios. Necesitan alguien que, de vez en cuando, los escuche. El problema es que los profesores, poco a poco, con los años, olvidamos lo que es estar sentados seis horas en una silla, recibiendo órdenes. ¿Sabes? El otro día fui a uno de los “fantásticos” cursos que organiza el CEP. Eran tres horas… ¡y no lo aguanté! Pasada la primera media hora, me puse a charlar con el chico que estaba a mi lado. Cuando llevábamos hora y media, firmé y me largué con él a tomar un café. Se supone que yo soy adulta, pero no resisto tres horas seguidas de sermón. Ellos, que están en plena revolución hormonal, ¿tienen que estar seis horas al día tolerando rollos que son para ellos mucho peores que los cursos del CEP para nosotros? ¡Qué hipocresía! Si nosotros no podemos, ¿cómo van a poder ellos?

De veras: me gustan tus columnas. Escribes muy bien y creo que estás ayudando mucho a los profesores que lo pasan mal, porque se sienten un poco más comprendidos y respaldados. Eso sí: ¡creo que te pasas un poco de talibán! Colega, relájate un poco. ¡No es para tanto! ¡Peor se está en África!

jueves, 21 de febrero de 2008

La Puerta de Tannhäuser

¿Y qué carajo digo yo ahora? Tengo por delante una hoja en blanco y no doy pie con bola. Según mi querido inspector, veo demasiado la tele y, por desgracia, puede que lleve razón. Me faltan las palabras y me preocupa. Al fin y al cabo, he respondido a cuatrocientos millones de preguntas de mis alumnos, este curso, pero no sé cómo poner en pie esta columna. Sé dónde están los servicios y cuándo se puede o no ir a ellos. Sé que los exámenes se hacen con bolígrafos y no con lápiz. Los móviles se usan fuera del instituto y el precio por romper un sacapuntas es pedir disculpas y comprarle otro al compañero. Sé mucho de Biología: hay especies que se extinguen, algo sé de reproducción, la alimentación es necesaria, la fotosíntesis no tiene secretos para mí. Sé contestar a muchas dudas, sé darles respuesta a casi todo… pero me cuesta horrores saber qué clase va tras la muerte.

Vayamos por partes. Me han contado una historia. Un conocido que vive cerca de otro conocido me ha hecho llegar cierta información y me ha pedido que la cuente aquí. Me hablaron de una persona. Solamente tengo cuatro o cinco datos de ella, pero he prometido contarlos. El primero es que se llamaba Cristina. El segundo, que daba clases de Educación Física en un pueblo de la Costa. El tercero, que era muy querida por sus compañeros y alumnos. De hecho, quien me habló de ella, me contó maravillas. No era de aquí. Nació en Zaragoza (ese es el cuarto dato que tengo). El quinto es cómo murió. Murió dando su vida a los demás, murió por amar a los demás demasiado. A pesar de las reformas y de las contrarreformas, a pesar de las leyes y de las medidas de disciplina, siguen existiendo profesores que entregan su vida a los demás, que no protestan, que actúan, que dan hasta la última gota de su sudor: su pundonor; su voluntad es su vocación. Pidió un permiso. La Junta le concedió unos días de libertad (sin sueldo) para realizar una labor humanitaria. Marchó a Togo. Allí se rodeó de los más pobres de entre los pobres. Los cuidó y atendió. Tuvo que marcharse y que mancharse. ¿La necesitarían más sus alumnos o aquellos enfermos? Regresó al Instituto.

Como tantos otros profesores, vivía sola. Lejos de su casa, exiliada en parte; tomaba una bicicleta y recorría el camino que separaba su casa del Instituto. Jamás se quejaba si hacía mal tiempo, tampoco se quejó cuando su frente comenzó a arder. Era domingo por la noche. Tal vez tomara una pastilla, quizá sintiera que las cosas estaban llamadas a mejorar pronto. “No será nada”, se dijo. Cerró los ojos. Quizá pensara en su familia, a la que tanto quería, quizá se acordara, entonces, de sus alumnos. Tal vez, su última mirada se fuera hacia el mar. No llegó a clase. Aquel lunes, sus alumnos no la recibieron. Alguien la sustituyó, sin que se supiera aún qué le pasaba. No pudo llamar, no pidió un médico, estaba en coma. La descubrieron en coma. Sus vecinos se asustaron por no verla. Llevada al hospital, dejó la vida y se convirtió en mito. La mató la malaria.

No tengo claro por qué estoy escribiendo esta columna. Quizá el único motivo sea que un amigo me ha pedido que la escriba. Quizá el motivo mayor es… que esta historia me ha hecho pensar muchísimo o que deseo que ustedes también piensen un poco, pues necesito rendirle con ello un pequeño homenaje a Cristina. Una profesora andaluza ha muerto de malaria por hacer el bien. Ha muerto a causa de una de esas enfermedades que solo padecen los países que no sabemos situar en el mapa. No pondrán su nombre a ninguna calle, estas líneas pronto envolverán pescado en el mercado. Es solo un papel con tinta impresa: ¿qué perdura? ¿Qué parte de nosotros no se marcha? ¿De qué sirve darte por completo a los demás si, de buenas a primeras, te sobreviene la fiebre y se acaba “todo”?

¿Como lágrimas en la lluvia se perderán nuestras ganas de cambiar el mundo? Esta columna va dedicada a todos los profesores que nos dejaron, a todos aquellos que han entregado su vida a una vocación temeraria, estúpida… la luz del mundo. Porque quizá sí sembremos y nuestra semilla sí germine. Porque quizá la muerte de uno de los nuestros deba hacernos apreciar, aún más, lo que tenemos, la vida que nos queda por vivir, este pequeño y frágil milagro de despertar cada mañana, de poder entregarle lo mejor de ti a tus alumnos, a tu familia, a todas las personas que nos cruzamos por la calle. Al fin y al cabo, no cuesta tanto trabajo dar los buenos días, no cuesta dinero el cariño, no nos morimos si tratamos de ser mejores personas. ¡Que Dios esté contigo, Cristina…!


Prof. Cuyami

domingo, 17 de febrero de 2008

Asaltacunas, ranas y princesas

Es joven. Su nombre empezaba por… Su nombre empezó como empiezan todos los nombres: un padre tuvo la feliz idea de llamar así a un hijo y como ese primer padre era de origen godo, como los godos ganaron las batallas adecuadas, aquel nombre prosperó. A decir verdad, él no sabe qué significa su nombre, porque han pasado varios siglos ya desde que los godos saltaron desde la realidad hasta los libros de Historia. Yo sí sé lo que significa, pero no quiero dármelas de sabihondo, así que me guardo el secreto. Lo veo llorar. En el departamento, en un cambio de clase, mantiene las manos sobre sus ojos. No es frecuente ver llorar a un compañero. Cuando eso sucede tiende a ser, casi siempre, porque ha tenido un conflicto de los gordos con un alumno, tras una clase realmente tensa. No es el caso. Es temprano y no ha comenzado sus explicaciones todavía. Se ciñe a decirme que está triste porque esta semana es San Valentín. Ese día le pone muy triste por algo. “¿Un antiguo amor?”, le pregunto. “Una antigua alumna”, me responde.

-“No sé cómo explicártelo. Todos sabemos que está mal, pero mi pretexto es que comencé muy joven, con solo veintitrés años. Mi primer destino, mi primera clase, fue aquella. Inevitable, creo. Desde la primera explicación, como los insectos se inmolan contra la luz de un flexo, me fijé en ella. Dieciséis años tenia, ¿solo una niña? Si así era, lo disimulaba bien. Cruzaba miradas conmigo en el pasillo. En la sala de profesores, alguna que otra vez, vino a buscarme para entregarme algún que otro trabajo. Me sonreía. Me sonreía y recorría mi cuerpo un escalofrío descomunal, un fogonazo capaz de iluminar el trazado completo del AVE. Jamás le dije nada. De hecho, hice todo lo posible por evitar sentirme así. Por desgracia, tenía que tratarla cinco eternas horas por semana. Yo era su tutor. Cuanto más la miraba, más me gustaba. Sus facciones eran preciosas, sus manos, las más lindas que jamás vi. Sus ojos transmitían un color inmenso, descomunal.

¿Puedes imaginarte la cara de tonto que se me quedó al recibir aquella primera carta en San Valentín? Tenía un buen puñado de faltas de ortografía, era sencilla, me preguntaba en ella qué me gustaba hacer en mi tiempo libre y cuál era mi música favorita. Tenía dos corazones. Uno al principio y el otro al final del folio. Meses después me dijo que uno de los dos era el suyo y que el otro representaba el mío. Aquella explicación, de tan sencilla que era, de tan simple y trivial, me perforó los pulmones con las costillas. Eso sí, logré aguantar mi cabeza sobre los hombros, contra pronóstico. No hice nada de lo que arrepentirme, te lo prometo. A veces, eso sí, charlábamos en privado, en mi departamento, durante los recreos. Medio en broma, medio en serio, le conté un sueño que había tenido una noche. Cuando ella terminara Bachillerato, cuando tocara la campana y dejara de ser mi alumna, deseaba verla llegar a la sala de profesores. Le prometí que si iba a buscarme entonces, acabada la última clase, siendo ella ya mayor de edad, siendo mi ex-alumna, yo le daría el mayor beso que jamás nadie le hubiera dado. Y ella prometió hacerlo, prometió venirme a buscar, entonces. Dos años eran. Eran solo dos años. Dos años en los que me vi obligado a seguir viéndola crecer. Cada vez más guapa, cada vez su mirada era más intensa, más adictiva y peligrosa. Te lo prometo: cumplí, esperé. Nos seguíamos cruzando en los pasillos, se detenía el mundo. Los gritos de los demás estudiantes desaparecían, mis miradas se centraban en sus ojos, se clavaban dentro de ella. Las pulsaciones se me iban a la garganta. La perdía de vista a lo lejos, en el pasillo y la rutina me arrumbaba. Contaba los días, casi. Pronto cumpliría dieciocho. Nada le quedaba ya de niña. De alumna, todo: se acercaba Selectividad.

Sentado, mirando hacia aquella puerta, mataba el tiempo ojeando una revista. Junio refulgía (o como se diga). Aquella era la última clase, el último día. Yo aguardaba de guardia y en guardia. Aquella fue la hora más larga de toda mi vida. ¿Llegaría? ¿Cumpliría nuestra promesa, al fin? Desde luego, yo la había esperado y tenía la esperanza de que ella acudiera. En tiempos del cólera, Florentino Daza esperó cincuenta años a su amor. ¡Qué horror! ¡Qué calor! ¡Qué nervioso estaba! Solo habían sido dos cursos, pero habían sido dos cursos larguísimos. Enseguida, la campana empezó a estallar. Fue eterno. Jamás me pareció tan largo su sonido. Indeleble, gigantesca, densa y tosca. De golpe, prorrumpió todo el instituto en gritos y vítores. Las vacaciones habían comenzado y Julia dejaba de ser mi alumna. Me puse de pie y miré hacia la puerta…”

La Lola se va a los puertos

La veo con una inmensa maleta que pretende introducir en el maletero (tiene lógica) de su coche. La ayudo. Pese a ser profesor, me sigo sintiendo un caballero. Toma el GPS. Lo saca y lo conecta en el encendedor. Lo sitúa sobre el asiento del copiloto. Atornilla la antena del vehículo (¿quién se atreve a dejarla puesta en una calle como esa?), el GPS le da la bienvenida al coche y le dice con precisión dónde nos encontramos: el nombre del pueblo y la calle. Lola ya no es mi compañera. Tras batirnos en duelo durante unas cuantas semanas, terminó su tiempo. Caducó su nombramiento como un yogur. Lola suele decir que el GPS debería ser un regalo obligatorio de la Junta a todos los interinos. Ella ya lleva cuatro sustituciones en lo que va de curso. Esta ha sido la más larga. En cinco meses, ha conquistado todos los confines de nuestra Comunidad: Jaén, Sevilla, Córdoba y ahora Málaga. Turismo rural. En realidad, no ahorró nada. Perdió casi más dinero del que ganó, cambiando de alquiler y por culpa de los torrentes de gasolina que ha necesitado. Para colmo, no ha podido estudiar nada para sus oposiciones, que serán este junio y para las que casi no tendrá puntos extra. Lo peor de todo, según cuenta, es que tuvo que dormir tres semanas en una casa habitada por fantasmas. La vivienda tenía una habitación sellada y el arrendatario le exigió que no la abriera. Era un pueblo perdido en la sierra. Ahora no recuerdo su nombre. Cada noche miraba la puerta y pensaba: ¿qué hace una chica como yo en un lugar como este? Para empezar, aguantar a los cafres. Además de eso, pensar en qué puerto será el siguiente, hacia dónde la mandarán en su próxima aventura. James Bond. 007. Lola tiene lealtad a la Junta (aunque no le hayan dado todavía licencia para matar), las misiones no se protestan, los destinos se acatan. Gira de nuevo. Una pequeña ruleta. Hoy aquí, mañana allá. Cuatrocientos kilómetros lo determinan todo. “A quinientos metros, gire a la derecha”. Marta, la voz del GPS, se ha convertido en su mayor confidente.

Si te digo la verdad, lo peor que he vivido en estas semanas ha sido comprobar que las maravillosas explicaciones que recibo en el Máster cada fin de semana, no tienen nada que ver con la realidad. Nadie sabe cómo funciona un instituto hasta que no entra y trata de dar clases en él. También me sorprendió muchísimo el estado mental de muchos profesores. Existen dos opciones: están los que aprenden a marcar las distancias con los alumnos, los que los tratan con indiferencia, con amargura o incluso con violencia (sí, como Augusto. ¿Has escrito ya sobre él?); y hay otros que… se siguen esforzando por tratarlos con cariño. Y se pasa muy mal, haciéndolo así. Los que lo intentamos, tenemos días fantásticos en los que ellos son tus cómplices, en los que comparten contigo cosas que son preciosas. Recibes un trato humano que no te aporta ningún otro trabajo. Sin embargo, cuanto más les entregas, más daño pueden hacerte. Si confías en ellos, si les das cosas que te importan, todos los lances son personales, te destrozan. Cuando saltas de la tarima y das la clase desde abajo, cuando te desmitificas y te pones a su altura (y pueden insultarte, porque les haces saber que eso jamás tiene importancia), todo se convierte en algo personal y tu autoestima corre muchísimo peligro. Todo lo que te dicen son ataques y alabanzas personales. Y hay que tener mucha confianza y mucho valor para hacer eso. Supongo que al final todos terminamos por inmunizarnos. Ningún médico puede pasar su vida pensando en los pacientes que ha matado. No viviría y no podría trabajar si no aprendiera a pasar por alto lo que me dicen los alumnos.

Encima, cuando eres sustituto, cuando llegas sólo para unas semanas, los alumnos se rebelan contra ti porque tenían aprecio a la persona a la que estás sustituyendo. No te quieren. Saben que tus notas no sirven para casi nada. Imagínate: vosotros tenéis para mantener el control el recurso de las notas. Nosotros, en las sustituciones cortas, no. Y, para colmo, cuando ni siquiera tienes deshecha la maleta, has de irte. Hoy estoy en Málaga. ¿Y mañana? ¿A dónde me enviarán? El destino siempre cambia. Se supone que el Destino está escrito, pero el nuestro cambia cada dos por tres. ¡Y de nuevo toca escuchar al GPS!

No quiero ponerme metafísica, pero ¿no te resulta contradictorio que digan de nosotros que tenemos “un destino provisional”? Siempre he pensado que se trata de una profanación. “Destino” es una palabra demasiado bella como para ser utilizada en un papel burocrático.

La Oreja de Van Gogh

Ariane Dávila conoció en su juventud a Alejo Carpentier. Por aquel entonces, estaba liada con un artista cubano. Fue, en todo momento, una relación turbulenta, entre el amor y la guerra. Ella era una excelente artista también, pero agotó su universo vivencial demasiado rápido. Reflejaba siempre atmósferas prebélicas, decadentes, lugares sombríos, donde las primeras bombas hubieran hecho mella ya. Poco a poco se dio cuenta de que no era capaz de salir de ahí. No progresó y, por ello, optó por dejar la pintura y regresar a España. La historia de cómo terminó en un pueblo como este es un tanto tosca. Había más plazas en Andalucía que en Canarias. Preparó las oposiciones y… ¡zas! El resto es historia. Eso sí, una historia de letras minúsculas, nimias, muy diferentes a las letras mayúsculas que sus amigos y conocidos en Cuba escribieron.

-¿Sabes? El otro día una madre vino a buscarme. Estaba exaltada, profería todo tipo de insultos hacia mí. Según parece, le había dado por leer el diario de su hija. En él ponía que la profesora de Plástica “la había pegado toda”. Terrible, grotesco: afortunadamente, la niña vino y supuró el entuerto. ¡Yo le había pegado toda la cartulina! ¡Porque en la clase anterior se había roto! A punto estuvo la gracia de costarme una torta a mí. No estoy hecha para esto. Llevo demasiados años enseñando a los niños a dibujar. Estoy cansada. Me produce una pereza atroz explicar los colores pastel y contrariarme por sus bromas sobre ellos y la comida: he dejado de explicar esos colores, porque no tengo ganas de decir la palabra “pastel” en clase. Durante años he ayudado a decorar el Centro, pero también de eso estoy cansada: de ver bigotes pintados sobre cuadros de Dalí y jeringuillas entre los motivos de El Guernica. Todos los cuadros que flanquean los pasillos son obra mía (junto con mis alumnos, claro). Sin embargo, cada vez nos quitan más horas, cada vez veo pasar por mi clase a más grupos diferentes. Tengo trescientos alumnos. Vivo en otro mundo. No transito, prácticamente nunca, por la sala de profesores… porque aquí, en la última planta, he desarrollado mi propio universo. Los alumnos suben, como quien se reencuentra con las altas esferas, como quien transciende más allá del tiempo y del viento, como volaban las vacas del genial Chagall.

No comprendo qué hago aquí, la verdad. Estoy demasiado loca como para que me afecte la demoledora brutalidad de un instituto. Quizá, precisamente, terminé aquí porque en mi juventud dibujaba cuadros que trataban de plasmar esa misma decrepitud prebélica. Todos los días existe una guerra aquí. Encontré mi lugar en el mundo, quizá, por ende. De tan absurdo, es genial. El otro día les pedí a mis alumnos que dibujaran un triángulo y que realizaran una composición libre tomándolo como medida, como modelo, como eje de la composición. Uno de los alumnos me preguntó qué es un triángulo y otro se atrevió a contradecirme: “no existen los triángulos en la naturaleza. Aunque los veamos, no existen”. Empiezo a pensar que este pueblo se aniquilará pronto: todos los primos se casan entre sí, por eso hay tantos alumnos medio bobos; pronto nacerá el último bebé y Melquiades no podrá hacer ni descifrar nada.

No ha cambiado mucho. El dibujo técnico pasó a mejor vida (¡no se imparte como tal en la ESO!), pero el dibujo artístico… ahí sigue. Mientras ponen en duda su utilidad, mientras lo encasillan, mientras se debate si apartarlo de Cuarto (y de cuajo) o no, lo cierto es que Ariane sigue viva. No comprendo cómo su voluntad no se quiebra, cómo soporta este ambiente una persona con la sensibilidad que ella posee. Fútbol, drogas y sexo, esos son ahora los temas de los paisajes que sus alumnos trazan. ¿Y dicen los manuales que los grandes temas son atemporales?


Se cuenta en el Instituto que toma catorce pastillas al día para olvidar, para recordarse, para no perder el tino entre tanto cretino. Las perlas y los cerdos no se llevan bien. ¿Qué hace una persona que tanto ha vivido, que tanto talento atesora, que tanto arte tuvo (y retuvo), frente a chicos que no saldrán de su pueblo, que no han entrado jamás en un museo, que piensan que los artistas más consagrados de todos los tiempos son Faber-Castell y el Señor Carioca? Ariane oculta bajo una nómina estándar-media los retales y retazos de sus propios sueños. Renueva su espíritu. Algún día atará bandadas de gorriones a sus muñecas y escapará, rumbo a su planeta, como lo hizo El Principito.