miércoles, 4 de mayo de 2011

Insultos

A una compañera del gremio el otro día varios alumnos le gritaron reiteradamente “vieja” y “fea”. Se ve que los chicos estaban solos en el aula, seguramente porque los de guardia se saltaron el protocolo, y los zagales la vieron salir del IES, en dirección a su coche, por la ventana. Antes de que se acogiera a sagrado, de que arrancara el motor y se perdiera en su zumbido, consiguieron hacer diana en su ego, con toda suerte de improperios, lanzados como si fueran francotiradores, que la dejaron destrozada. No es la primera vez que escucho hablar de insultos, claro. De hecho, alguna que otra vez los he visto y lo he sufrido. Profesores poco respetados, y poco queridos, que son maltratados por sus alumnos a través del único arma que hace más daño que las espadas o que las pistolas, hay muchos. Pero a todos puede pasarnos, aisladamente. Y a todos nos pasa, de hecho. Más tarde o más temprano, todos habremos de enfrentarnos a una situación de este tipo.

Evidentemente es absurdo dedicar una columna a explicar que insultar a los profesores está mal y que mal va también una sociedad en la que esto ocurre a diario (sospecho que muchos alumnos repiten los comentarios que le escuchan, previamente, a sus padres… solo que los padres no tienen arrestos para decirte esas cosas a las caras, por aquello de los arrestos). En el trato directo, con alumnos disruptivos, todos hemos salido heridos alguna que otra vez y da la sensación de que la sociedad lo incluye como “gaje que hay que asumir dentro del sueldo”. Ahora bien, y en este matiz me centro, me pregunto por qué nos afecta tanto, en realidad. ¿Dónde está el problema? ¿Por qué fastidia tanto que te insulten? Si son solo palabras, que no llevan nada detrás, si solo son unas toscas injurias que poco habrían de incidir en nuestro (des)ánimo, ¿a qué vienen tantas lágrimas y tantas noches en vela, de tanta gente?

Lo malo de los trabajos vocacionales es que son vocacionales. Lo malo de tu vocación es que te importan las cosas relacionadas con ella. A veces, demasiado. Cuando tú das lo mejor de ti mismo, y te esfuerzas por los demás, resulta doloroso que alguien te premie con un ataque. Los usos sociales están centrados en símbolos, no en evidencias ni certezas. Poco sentido tiene que San Valentín se conmemore con la entrega masiva de ramos de órganos sexuales… y sin embargo la gente regala flores. Las flores suponen un premio, pues son algo que colectivamente se entiende como bello. Lo que duele del insulso es su injusticia, la pérdida del equilibrio, no su fondo; que la sociedad ha decidido que ha de hacernos daños y con tal fin se hace.

A todo esto se junta que los cabrones estos tienen la poca vergüenza, pero también el tino, de darte siempre en todos tus puntos débiles. Si tienes las muñecas muy gordas, y eso te acompleja, ten por seguro que ellos se darán cuenta de que eso te afecta… y te atacarán por ahí. La edad, por exceso o por defecto, o cualquier otro aspecto. Es lo mismo: ellos van a pegarte siempre donde más te duela. Por ese motivo, ni siquiera lo dudes, los insultos duelen porque siempre llevan algo de razón. Por eso es necesario estar emocionalmente pletóricos para entrar en un aula. Por eso duele. Porque nunca te llamarán “alta” si eres alta o “rubia” si eres “rubia”.

De todas formas, no ayuda demasiado que los profesores seamos personas, además de garantes de la correcta fruición de los saberes universales. O sea, que tenemos ánimo, vida, nos ponemos tristes y nos conduelen las críticas. Esto, a la hora de la verdad, hace que tengas que tener una confianza en ti mismo asombrosa para ponerte a diario frente a treinta “especialistas en selección de personal” pendientes de cada gesto y de cada manera. Autoestima. Eso falta. Y siempre he pensado que lo mejor para recuperarla habría de ser llenar la sala de profesores de piropos y de pancartas que nos recuerden que somos los mejores, que cambiamos la sociedad cada día o que somos la luz del mundo. Al fin y al cabo, y frente a lo que comúnmente se cree, somos nosotros la profesión más antigua del plantea, aunque a mis compañeras, demasiadas veces, traten de insultarlas acusándolas de ejercer la segunda.