miércoles, 4 de mayo de 2011

Motivación

Álvaro no da problemas. Le quedaron tres asignaturas en la primera evaluación y ahora va por el mismo camino. Está en cuarto de la ESO y debería estar ilusionado porque pronto dejará el instituto. Sin embargo, tiene dieciséis años y le falta la alegría ya, como si fuera un vejestorio. Lo miro, durante las clases, y no está. Su cuerpo, permanece. Su espíritu, no. Es un cacho de carne. No tiene vida. Le falta la juventud. Tiene rota la voz y su ánimo está apagado o fuera de cobertura. Ha de tener las manos frías, sin pasión, sin entrañas. No es entrañable y es imposible amarlo u odiarlo. Álvaro, que tiene la sonrisa quebrada casi siempre, es un adolescente vacío, apático, áptero e indolente. Y no es una excepción.

¿Qué puede llevar a un ser humano a vaciarse tan pronto? Me recuerda a esos alumnos que tuve y que parecían destinados a la Cooperativa Agrícola, desde primero. Tenían marcado sobre la piel un destino tabernario. (Y ya han cumplido su profecía). Sin grandes conflictos familiares, sin un adulto que les pegue o que los abrace, pasarán por el mundo y por la vida, sin escuchar algo bueno ni malo. Sin épica. Como carne mechada, sin curtir.

El otro día hablé con el padre de Álvaro. Me dijo que su hijo lo tiene todo, que se preocupan por él, que lo han llevado al psicólogo. Me consta que es verdad. Me dijo que no sabe reprenderlo porque lo mira a los ojos y siempre recibe la misma respuesta: “¿qué quieres, Papá?”. El padre se siente ahogado, sabedor de que ha criado un desalmado. Y no sabe qué hizo mal, ni cómo castigarlo. A él le da igual que lo castiguen, y tampoco da motivos para recibir una reprimenda. Nadie puede reprenderte por ser gris, por ser poco humano, por haber perdido la esperanza y estar muerto. Nadie puede recriminarte que no sonrías, que te arrastres sobre las mesas y pasillos del instituto.

Sin ninguna confianza en mí mismo, lo mando llamar. Bromeo, de camino al departamento, sobre los resultados de la jornada de fútbol. Me siento viejo y no sé por qué. Me desmotiva su desidia y pienso, no sé bien por qué, por vez primera en mucho tiempo, que es posible que esto no valga la pena, después de todo. Me dejo contagiar de su pesimismo, mientras giro el picaporte, en pocos segundos. Me siento viejo y, cual dementor, me hace creer que no quiero dedicarme a esto toda la vida, que brillo un poco menos en la presencia de Álvaro, pues se me ha ido la juventud... por tener frente a mí a alguien que no ha llegado a estrenarla.

-Álvaro... Me recuerdas mucho a mí, cuando tenía tu edad. Yo siempre arrastraba el pantalón por el suelo, y jamás me sentía bien. Todo el mundo me preguntaba siempre qué me pasaba. ¡Y cuanto más me lo decían, más me agobiaba! ¡Y peor me sentía! Siempre, a cada rato, me preguntaba “para qué”, tras cada cosa que tenía que hacer. Y siempre sentía ganas de dejarlo todo, de dejar de estudiar, y de escapar. Incluso una vez... Bueno, no sé si contarte esto... Una vez, me subí a lo alto de un hotel... Fue durante mi viaje de estudios. Y desde la planta de arriba, tan alto, me pregunté qué sería del mundo si yo me tiraba. Estuve tan cerca de hacerlo... Por fortuna, ¿sabes qué me frenó? En ese momento, tras quitarme las gafas, mientras me desabrochaba los zapatos, comencé a llorar. Y me di cuenta de que hay gente que tiene problemas reales. Pensé en mi familia, en mis amigos... Y me di cuenta de que cuesta el mismo trabajo ser feliz que no serlo. Ese día cambió mi vida y me di cuenta de que quería ser profesor, de que quería hacer algo por los demás, de que el único motivo por el que me había planteado quitarme la vida era que no había descubierto verdaderamente que cada día estamos un paso más cerca de la muerte. Desde entonces jamás pierdo un solo minuto. Desde entonces... no he vuelto a sentirme como tú te sientes ahora.

Todo lo que le dije era mentira. Por supuesto y como siempre. Eso sí, confío en que funcione. En la siguiente hora, por vez primera en todo el curso, vi a Álvaro tomando apuntes. ¡Algo es algo!