El Inspector Gadget salva el mundo
Estoy en contra de la eutanasia. Sin embargo, si algún día me convierto en uno de ellos, mátenme. Se lo suplico, háganme ese favor. A las dos personas a las que más manía les tengo en todo el mundo son al padre de Lewis Hamilton, que aparece siempre tan sonriente y que tiene una pinta descomunal de meterse en todo… y al Inspector que frecuenta mi Instituto. Ahora que lo pienso, los motivos por los que les tengo tirria a ambos son los mismos. Mi Inspector también es demasiado sonriente y también tiene pinta de meterse en todo. Además, ambos ven los toros desde la barrera y le ponen pegas a lo que los demás hacen, sin hacer nada ellos. ¿Cómo opinas sobre las chicanes que otros trazan sobre la pista si tú solo coges el coche para hacer la compra? Lo mismo le pasa a muchos inspectores. Preguntan dónde está todo el mundo, pero se meten en las clases solo cinco minutos. ¡De ese modo se ve la educación tan fácil! ¿No son entrañables? Abren tu puerta y se te sube a la garganta una congoja incoherente e inconsciente. Te sonríen, te preguntan qué estás haciendo en esa hora y aparentan cierto interés que es impostado y que fastidia tela. “Mamarracho, en esta hora hago lo que hago en todas las demás. Hago, lo que tú no has tenido agallas de seguir haciendo: ¡enseñarle algo a estas bestias!”.
Pero claro, los que cambian el mundo son ellos, no tú. A pesar de que en muchos casos como docentes lo pasaban francamente mal, motivo que les llevó a prepararse otras oposiciones para promocionar dentro del cuerpo y escaparse de las aulas. A pesar de eso, obtuvieron la omnisciencia en el momento en el que transcendieron a un lugar mejor, a un despacho más grande. Ahora, lo saben todo. Son unos traidores (¿de ahí el paralelismo con la familia de Hamilton?) porque no nos defienden a pesar de que dicen ser de nuestra misma especie. Antes, eran como nosotros. Ya, no. Conocen nuestros secretos… pero los utilizan en nuestra contra. También tienen sus amigos, sus enemigos y sus cuentas pendientes. Pasan factura a antiguos directores y devuelven los mimos a sus compañeros de café, de vidas pasadas. Con cuánta frecuencia se escucha: “No pasa nada, el Inspector es íntimo amigo de nuestro Director”. O el caso contrario: “Tened listos y en orden todos los papeles porque el Inspector está muy enfadado con nosotros porque estamos expulsando a demasiados alumnos”. Están por encima del bien y del mal, porque ellos son el bien y el mal. Atesoran todo el saber universal y, sin embargo, están exentos de compartirlo con las futuras generaciones.
En la Universidad, los profesores pasan toda su vida formándose para ser catedráticos. Cuando lo consiguen, en muchos casos, parece que se les funden las neuronas y dejan de trabajar y de tomarse en serio su trabajo. Nuestros catedráticos son los ínclitos estos. De coherencia, la justa. Poseen una memoria tan limitada como la gracia de sus chistes. ¿No recuerdan lo que molesta la sonrisita de quien se introduce en tu clase cinco minutos y encima trata de parecer simpático? La experiencia me dice que, además de eso, se afanan en vivir bien, en todos los sentidos de la vida y de la expresión: rehúyen los problemas como rehúye el agua el gremlin Gizmo. ¡Son unos vagos! Si los dejas en paz, no te persiguen. Si les complicas la existencia, te atosigan. ¡Qué fraude de salvadores del mundo son, pues perdieron su alma… de docentes!
Llegó hasta mis oídos la leyenda urbana de que en cierto centro de la provincia de Cádiz los profesores, enfadados porque se hubiera puesto en la calle a una compañera por un motivo injusto, se pusieron en huelga durante una semana. Desde aquel entonces, las visitas de su alguacil fueron mucho mayores y más crueles. Las preguntas y requerimientos, mucho más fuertes. Ya nadie volvió a respirar a gusto: ya nadie volvió a ponerse en huelga. Pagaron con creces su denuncia. La justicia es así. Alguien ordena. Otros, obedecen.
Si algún inspector lee esto y piensa: “Eh, ¡yo soy una buena persona!”, le suplico que me perdone. Todo el mundo tiene sus antipatías y yo tengo las mías, también. De todas formas, sospecho que el perdón que ahora estoy suplicando no es sincero. Un inspector jamás recuerda sus experiencias en el aula, pero jamás olvida las palabras de escarnio de otras personas. Eso mi inconsciente lo sabe. En tal caso, me temo que estoy pidiendo perdón porque con la honestidad con la que funciona el cotarro, si mi Inspector lee esto y se enfada conmigo, me veo el próximo curso en Pulpí, que es un pueblo fantástico, pero que se ha convertido en todo un mito dentro del mundo de la docencia por estar francamente alejado de (casi) todo. Nada es casual. Todo tiene un por qué. Fortuito aquí, viene de fuerte. Siempre se rompe el coche que debe romperse…
Prof. Cuyami