Albert Einstein. Teoría de la Relatividad. ¿El tiempo transcurre de forma constante? Manolo García. Disco análogo. ¿Nunca el tiempo es perdido? Miro el reloj, mi eterno compañero. En los pasillos, se escuchan gritos. Agoto los últimos instantes en la sala de profesores. Dos de la tarde. Muchos nos hacemos los remolones con cierta frecuencia. Es la sexta y no me refiero a la televisión, sino a la última hora del día. Estamos cansados y no lo digo por los niños. Llevo en el Centro desde las ocho y media y mis fuerzas no dan para más. Afortunadamente, la última dura solo cincuenta y cinco minutos.
En mi Instituto, algunas horas son más cortas. Se trata de un vacío legal que alguien me explicó una vez, pero de cuyo motivo no me acuerdo. De las seis horas de clase, tres son de cincuenta y cinco minutos, cada una. Las otras tres, de sesenta. Hay quince minutos de margen que nos debe el dios Cronos y que nos cobramos así. Sin embargo, si esas clases duran cincuenta y cinco minutos y hay cinco más de descanso entre cada clase, nos quedamos en cincuenta. Diez minutos perdidos, sería. Pero no. Hay más. A última hora, se abren las puertas cinco minutos antes y es frecuente que los alumnos estén fuera antes de que toque la campana. Eso por no hablar de la compasiva clemencia que tiene la sirena: ¡casualmente la alarma está adelantada para que toque un poquito antes de que se cumpla la última hora! Un par de minutos, casi imperceptibles para el ojo humano, pero que se notan y se agradecen bastante. Nos quedamos en cuarenta y cinco, con todo ello. No es solo eso. De quinta a sexta, algunos cursos salen del Instituto. Los jefes están en otros menesteres. Los cambios de clase duran un poquito más, por ello. Cuarenta minutos. Sin embargo, con la clase tan ingobernable, es habitual finalizar la explicación un poco antes. En ese margen, los alumnos recogen el aula, ponen las sillas encima de las mesas, se colocan los abrigos. Treinta y cinco minutos. Antes bien, es cierto también que a veces, por estar ellos cansados, entre que comienzas y no, entre que los mandas a callar y se sientan, tras el cambio de clase, pasan unos instantes. Treinta minutos. ¡Ah, pero encima cuando se consiguen sentar, te entregan justificantes, te suplican que no se dé la clase, te instan a entender que están cansados! Veinticinco minutos.
A veces, las horas duran veinticinco minutos. Parece un milagro, un misterio, un vórtice espacio-temporal. Cosas mundanas. ¿Qué puede hacerse en tan poco tiempo? Contra pronóstico, esas son las clases más largas, las peores. Esos veinticinco minutos no avanzan, los alumnos no atienden, el runrún de los estómagos actúa de diapasón y todo gira de forma tortuosa. Cuando hace calor, el reloj avanza en su sentido inverso. No es infrecuente dar ciertos toquecitos por hora, a la esfera, para cerciorarte de que las agujas no se detuvieron. Sin embargo, poco o nada suele tenerse en cuenta la relatividad del tiempo. ¿Por qué no nos pagan el doble por estas agónicas últimas clases de la mañana? Hasta un chimpancé podría impartir clases a las ocho y media. El grado de sufrimiento nada tiene que ver entonces con el postrero, dado que los alumnos están dormidos, cuando recién empieza a clarear. En esos momentos, todo es fácil, aprovechas hasta el último instante y cualquier actividad o explicación te sale bien. Cualquier curso es bueno a primera. A primera, te luces. A última, te pones el traje de luces… ¡y a torear! Cualquier curso es malo a última hora.
Me hace gracia. Los inspectores se están poniendo más severos y están suprimiendo las clases de cincuenta y cinco minutos en muchos IES. Por ventura, los Inspectores jamás se enteran de nada. Ellos viven en los mundos de Yupi, o más allá; se quedaron anclados en pleno Romanticismo. Les parece poco serio que algunas clases sean más cortas cuando, en realidad, el tiempo efectivo de todas las demás jamás compensa tanta pulcritud. A mí, por descontado, me da igual. Si las horas regresan a sus convencionales sesenta minutos, propondré que los minutos se recorten a cuarenta y cinco segundos: ¿también en eso se meterán los Inspectores? Vale, de acuerdo. Si eso no resulta, prometo inventar algún otro método nuevo para perder aún más tiempo y contraerlas hasta el cuarto de hora que verdaderamente los eso-estudiantes asimilan. ¿Todos los funcionarios del mundo pueden tomarse su café, fumarse sus tres o cuatro cigarritos y leerse la prensa en Internet y yo he de trabajar las horas completas? ¡Pero si los niños no te echan cuenta más de veinte minutos! ¡Diablos! Los profesores somos funcionarios, no superhéroes. Y si debemos trabajar como superhéroes y no como funcionarios, que nos paguen lo que el Erario Público de Gotham destina a sus superhéroes.
Prof. Cuyami