Cuando repasé la lista por vez primera, supe que este no sería un curso cómodo. Pronto, la tuve frente a mí. Sentada en uno de los primeros asientos, inmersa en un grupo pulcrísimo. Parecía hecho a posta y, de hecho, así es: un grupo con los mejores alumnos de todo el Instituto para que las malas compañías no estén próximas en exceso. La hija del Director, ni más ni menos, estará en mi tutoría todo el año. No le alabo el gusto a él, más bien me parece una tortura. La mirarán con recelo todos los compañeros y nosotros, los profesores, soñaremos ensañarnos con ella, sin llegar a consumar nuestra venganza jamás (los anhelos retenidos, son los más nocivos). Pese a todo corporativismo baladí, el Director es mi Jefe. Él decide mi horario. Él me echa las broncas cuando llego tarde. Él me adjudica los permisos, aunque estos no estén contemplados en la ley. Él es mi jefe: reparte las aulas, asigna las guardias. Él es mi jefe y ahora tengo a su hija frente a mí. Todas las tardes, hablarán de mis clases, me someteré a un examen perpetuo. Si cuento un chiste verde en su presencia, el Director se enterará. Si un día llego a clase sin dormir, él tendrá conocimiento de eso. Si me ensaño con ese grupo, si digo algún taco… ¡esa pequeña mocosa va a chivarse de mí! Es natural, yo también me chivaría. Y después, pagaré las culpas. ¿Y qué le hago? ¿Cómo lo evito? ¿Cómo suspenderla y que parezca un accidente? ¡No tengo lo que hay que tener! No. No tengo valor. No tengo el valor suficiente como para echarle una bronca, siendo la hija de quien es. ¿Y si se pone a llorar y se refugia en los brazos de su Papá? Tal vez, en tal caso, el ajuste de cuentas sea para mí. ¡Yo también me vengaría si alguien “hace daño” a un hijo mío! No es extraño, es instinto.
Y cuando lleguen las reuniones de padres, cuando me vea sentado a mi Director frente a mí, me va a dar un tabardillo. Me mirará con esa mirada suya de mala persona y necesitaré un cambio de dodotis. Y si... ¿le da por pedirme una tutoría? No me veo, la verdad. Es muy raro. Nos conocemos demasiado. ¿Me pedirá la programación de aula si suspendo a su hija? Las programaciones de aula son como los unicornios azules de Silvio Rodríguez. Muchos hemos oído hablar de ellas… pero nadie las ha visto, en realidad. ¿Y si le da por pedírmela? ¿Le pido a él su ROF o el plan de autoprotección, para compensar? Un diálogo de besugos y de suburbios propio del mismísimo Budy Allen se barrunta: “¿Por qué has suspendido a mi hija? ¿Puedes enseñarme los criterios de evaluación que ella ha incumplido?”. Supongo que le respondería: “Todo es culpa de mi Director, que no ha habilitado salidas de emergencia. ¡Los niños no pueden concentrarse si los extintores están pintados en la pared, pero no son reales!”. Después de eso, nos daríamos bofetadas mutuas. ¡Miedo me da! ¡Él estuvo en el ejército, o eso creo! Y yo siempre he sido un poco nenaza.
Al menos, ha tenido la delicadeza de no darle clases él mismo a su propia hija. Cosa que suele hacerse, por cierto. Sin embargo, ¿cómo se evalúa a tu propio hijo? ¿Si ha de preguntarte una duda te llama “Papá” o “Profesor Cuyami”? ¿Cómo se abronca a tu propio hijo, delante de sus compañeros? ¿Y delante de tus compañeros? ¿Qué pensarán el resto de alumnos al ver sus calificaciones? Y si le pones un parte disciplinario para que lo firmen sus padres, ¿lo puedes firmar tú allí, sin necesidad de llevarlo a casa? Peor aún. Si le das clases a tu propio hijo y lo suspendes, ¿te concedes una entrevista a ti mismo? ¿Dialogas contigo mismo, como el protocolo ordena? ¿Has de presentarte a ti mismo una tarjeta para justificar sus faltas cuando él no pueda asistir a clase? ¿Te tratas a ti mismo de tú o de usted? ¡Diablos! ¡Esto es desquiciante! ¡Entraña un trastorno de doble personalidad y esquizofrenia, fijo! Porque yo siempre trato a los padres de usted, pero si soy yo mismo con quien estoy hablando, suelo tener menos miramientos.
Ficción. En mi caso, no sucederá. “Yo a mis hijos los llevaré a la privada”, como siempre digo en mis columnas (esta afirmación os juro que no es ficción, sino una verdad como una catedral… y un consejo para todos los padres de Andalucía). Lo que sí es cierto es que sí voy a tener que darle clases todo este curso a la hija de… Pedro. ¡Y eso es un marrón descomunal! El único lado bueno de todo esto es que si él escoge qué profesores le dan clases a cada grupo y me ha tocado a mí con su varita para que yo sea tutor de su hija, será que a día de hoy no tiene muy mal concepto de mí. Si yo fuera un vaina, jamás hubiera consentido que le diera clases a su hija. ¡Qué honor! ¡Me acaba de dar un subidón de autoestima al caer en la cuenta! Ahora bien, ¿seguirá pensando él de mí lo mismo cuando llegue septiembre y lo llame a su casa para comunicarle que su hija está avocada a repetir curso? Vale, lo reconozco. En esto último voy de farol…
Prof. Cuyami