Escúcheme bien, señora. ¡Lléveselo! Su hijo no tiene cabida en nuestro Centro. Ni yo, ni mis compañeros, podremos hacer con él un buen trabajo. No me malinterprete. No tengo ningún inconveniente en que se quede. Javier es fantástico. Lo aprecio mucho. Desde el día en que lo conocí, siento ganas de ser su tutor. Es un chico… ¡distinto! No sé si me entiende. Verdaderamente, lo miras a los ojos y sientes que es un buen chaval, que le interesa lo que se le explica, sin tener que convencerlo a cada instante. Tiene talento, tiene madera: es listo. Con un poco de suerte podría llegar a ser ingeniero, fiscal, presidente del Gobierno o astronauta. ¡Lo que él quiera! No lo malgaste… ¡lléveselo! Sé que es una inversión importante. Se dejará un buen dinero, pero vale la pena. Créame: me duele decírselo. Decírselo entraña reconocer que nuestro trabajo jamás ostentará la brillantez que me gustaría que tuviera. Pero es así. Figúrese: pasé siete años estudiando para esto. Yo, que tan bien hacía mis comentarios de texto, que obtuve un premio extraordinario en mi tesis doctoral… ¡para terminar aquí! Sé de lo que le hablo, en serio. En general, hay muy buenos especialistas, pero no podemos hacer nada más. En realidad, actuamos más como trabajadores sociales y, muchas veces, no tanto como profesores. Figúrese: ¿qué puede explicársele de Física a estos alumnos que no saben ni leer, casi? Por eso me da tanta lástima su hijo…
Sí, me habló de un Colegio. Es del Opus Dei. Se lo recomiendo. Me han hablado muy bien de él. ¡Sáquelo de aquí! ¡Lléveselo de aquí! Matricúlelo en ese Colegio. Podría decirle que lo llevara a otro centro público, pero yo no me arriesgaría, si fuera usted, porque su hijo es bueno. Podría recomendarle un instituto mejor, pero… ¿quiere que le sea franco? Yo trabajo en esto. Sé lo que hay dentro y jamás llevaría a un hijo mío a un centro público. Soy sincero. El dinero que se gaste ahora de más se lo ahorrará el día de mañana en consultas del psicoanalista. Porque… las cosas no son como cuando usted estudiaba. Entonces, la enseñanza pública tenía calidad. Ahora, los tiempos han cambiado. Existen muy pocos IES que, verdaderamente, puedan competir académicamente con un privado. Y, créame, este no es uno de ellos. ¡Ya me gustaría a mí!
Si quiere que le sea sincero, puedo darle varios motivos por los que un instituto público no puede compararse con otro del Opus Dei. En primer lugar, los medios. Ya lo ve usted: ¿ve el mobiliario con el que contamos? ¿Quiere que le muestre nuestra biblioteca? La sala de ordenadores no es mucho mejor que la biblioteca, a pesar de que somos centro TIC. ¿Algo más? ¡Ah, eso! La disciplina. La disciplina lo es todo. Aquí eso… se concibe a ratos, ya sabe. Es diferente. Los padres no colaboran y, por tanto, muchos grupos no funcionan. Si un alumno no deja en paz a los demás, los profesores nos lo tenemos que comer. Eso, en la privada, no sucede. Porque… los padres son de otra manera y porque si un alumno no se comporta, se va a la calle (y entonces, se lo come un instituto público). ¿A usted le gustaría ver a su hijo compartiendo cesto con hijos de delincuentes? Sí, el lado bueno es ese: al menos aprenderá antes lo que es la calle, lo que es la vida. Pero, ¿sabe el tiempo que tarda un alumno en conocer todos los tipos de droga que existen, estando aquí? Eso, en la privada, no es de ese modo. Algo hay, claro, pero no tiene nada que ver.
Supongo que en todos lados habrá indeseables, pero existe mucha gente sin educación en Educación. Hay profesores que no dan ningún ejemplo. Se reciben puñaladas desde todos los rincones. Usted alucinaría con las cosas que hace y dice mi Director. Es un auténtico impresentable. Al menos, si el director es un cura, la cosa cambia un poco. Al menos, la buena fe, se le presupone. Aquí se presupone el instinto de supervivencia, eso es lo único que vale. ¿De veras quiere que ese tipo de gente, sin educación, eduque a su hijo? Porque hay gente fantástica, gente que ama a sus alumnos… pero la mayoría pierden la fe, más pronto o más temprano. La gente buena, no dura mucho. O lo pasan muy mal y se vuelven malos. Y después, ¿qué queda? ¿El odio? Aquí, el que no mata, muere. Y la mayoría de las veces, los contenidos son un aditamento, un colorante. Un condimento regado, por muchos, con odio. No sea tonta: su hijo vale la pena. Lléveselo. Estoy seguro de que en el Opus Dei harán una obra excelente con él…