Por aquello de ir cumpliendo años, me estoy replanteando mi escala de valores y los objetivos de mi vida. Una mujer que sea guapa y que vista bien. Una buena nómina con complemento de productividad. Un buen coche. Un buen colegio para nuestros hijos. Una casa grande que tenga una televisión con programación de pago para seguir los partidos del Madrid. ¡Qué difícil es ser feliz! Eso sí, casi todos los objetivos vitales pueden alcanzarse a través del dinero y eso me tranquiliza. Todo se puede comprar, incluso el amor. Lo único que el dinero no nos garantiza... es que nuestros hijos entren en buen colegio. Público o concertado.
Desistí de comprarme un piso cuando comprobé que los precios habían descendido mínimamente en los últimos años, a pesar de que la demanda sí se ha despeñado. Eso sí, durante el proceso de sondeo, aprendí muchas cosas. Me sorprendió especialmente que uno de los principales factores que explican el encarecimiento de una vivienda sea la proximidad de estas con diversos centros educativos. ¡Qué desfachatez! ¿A santo de qué van buscando los padres primerizos dicha cercanía? ¡Será posible! Con lo fácil que es irte a vivir a un barrio residencial, falsificar un contrato de alquiler, solicitar la plaza en función del domicilio de los abuelos, o fingiendo un divorcio Express, para que los zagales tengan la deliciosa experiencia de coger cuatro autobuses cada día para ir a clase... O, mejor aún, ¿quién quiere vivir realmente cerca, con lo caro que sale la hipoteca, pudiendo llevar cada día en coche a nuestro nene a los aledaños de la escuela, formando atascos y un armónico concierto de bocinas y frenazos? Todo el mundo sabe que los padres que no aparcan el coche a menos de cinco metros de la puerta del centro escolar no son buenos padres. De hecho, estoy convencido de que la bondad de los padres es proporcional a lo duchos que estos sean en el noble arte de aparcar. Cuanto más agobiados lleguen al trabajo por haber tenido que aguantar los atascos y los gritos ajenos, más cerca están del título de padres del año.
¿No se dan cuenta de que ellos, con sus mentiras, con las falsificaciones, por un mero capricho, como si sus hijos no fueran a probar los porros por ser educados en la concertada, provocan los atascos de los que tanto se quejan? ¿No se dan cuenta de lo verdaderamente cruel que resulta que aquellos niños que viven realmente en ciertos lugares tengan también que coger el coche porque alguien les ha robado la plaza que legítimamente les corresponde?
Sobran campañas sobre el respeto del medio ambiente y sobran también anormales capaces de cualquier cosas para presumir de estatus. Solo tendremos una educación de calidad cuando asumamos que los profesores y alumnos, que todos, construimos centros de calidad desde la sinceridad, de forma noble y sin dárnoslas de nada. Si los esfuerzos que muchos realizan para llevar cada mañana al nene a esa escuela en la que no les corresponde estar, los emplearan en echarle una mano a las asociaciones de madres y de madres del colegio del barrio, seguramente nuestra oferta educativa podría ser más eficaz, más solvente y más barata.
Prestigio era el nombre del petrolero ese que encalló y que mandó al pairo a varios millones de percebes. Prestigio es esa estúpida costumbre que tiene el ser humano de darle valor a modelos y a lugares que no han hecho nada por tener un reconocimiento superior al de otros. Y si los centros tienen prestigio es porque necesitamos un pretexto estúpido para tomar una decisión estúpida. Los docentes cambian y a tu hijo le puede tocar un buen profesional o un gilipollas lo apuntes donde lo apuntes. Hay maestros maravillosos en colegios que tienen una fama horrible y algunos centros afamados cuentan con una nómina mayúscula de carcamales arrogantes, hartos de todo. Ir a un lugar o a otro, mentir o no mentir, adulterar los procesos de admisión, solo te hará realizar más kilómetros de coche cada día. ¿Es responsable poner a tus hijos en carretera a diario? ¿Merece la pena mentir para eso?
sábado, 15 de octubre de 2011
miércoles, 14 de septiembre de 2011
Como a putas
Cuando era adolescente, me daba clase un hombre que, por aquel entonces, me parecía el mayor genocida del planeta. Don S me explicaba Literatura y yo, que ya por aquel entonces me sentía un poeta maldito, tenía que soportar cómo me exigía más que a los demás. No dudaba en ponerme en evidencia cuando tenía la menor oportunidad. No dudaba en tratarme de un modo brusco, aunque eso destrozara mi autoestima. En cierta ocasión me concedió un accésit en un certamen literario que él organizaba. La pega está en que el primer premio lo declaró desierto y me dio un “se acercó” para que me acercara a hablar con él, tras la clase. Cuando le solicité me dijera los motivos por los cuales no se me había otorgado la victoria tuve que escucharle decirme que no me lo merecía, que no era suficientemente bueno para ganar un concurso escolar. Por ello, en pleno cabreo, tomé su diploma y lo partí en muchos pedazos. Me acerqué a su despacho y lo introduje por debajo de su puerta. Pocas veces he disfrutado tanto como en aquel momento.
Recuerdo perfectamente mi resentimiento. Fantaseaba con la destrucción de don S. Disfrutaba cuando algo no le salía bien y también cuando faltaba a clase por alguna enfermedad. Me deleitaba en sus errores y me hacía fuerte su fragilidad. Supongo que forjé mi personalidad, al menos en parte, por oposición a la suya. Y si hubiera sido de esos alumnos que pintan cosas en las puertas de los servicios, sin duda le hubiera regalado algún que otro poema (de esos que no merecían un primer premio, sino un accésit). Uno de los elementos más importantes en nuestro crecimiento es la gestión del rencor, estoy seguro. Lo vamos controlando mejor, con el paso de los años. Llega un punto en el que, más o menos y si has hecho bien los deberes, somos capaces de equilibrar los conflictos con distancia. Apreciamos a nuestros amigos y los enemigos nos saben a café con leche templado. Buscamos estímulo en otro tipo de cosas, pero arrinconamos ciertas luchas que nacen perdidas. Nos volvemos conscientes de la dimensión real de nuestros actos y descubrimos que hacemos el ridículo cuando nos enfrentamos públicamente a enemigos que no buscan nuestro mal.
Muchas personas, sospecho, siguen en la misma fase que yo vivía con dieciséis años y que hace mucho tiempo que superé. Muchos no han vencido ciertos conflictos y disfrutan con el daño que la Administración nos infringe a los docentes. Sus propios labios les saben de rechupete cuando ven nuestra fragilidad, cuando nos bajan el sueldo, o cuando aumentan nuestras horas lectivas. Sospecho que ven en nuestro colectivo la cara de tantos don S, de tantos educadores que utilizaron contra ellos un arma tan útil y tan impopular como es la disciplina. Acostumbrados como estamos a insultar a los policías, a los jefes, a los que tienen autoridad, sin poner en tela de juicio el tapiz que construyen con tanto esfuerzo y dedicación, caemos en el absurdo de atacar a los que pretenden ayudarnos.
Por todo ello, por tanto odio, y ya no solo de los adolescentes, en la irrupción de un nuevo curso, no veo ilusión entre aquellos que tenemos la obligación de gestionarla. No estamos bien. Y no lo estamos porque la sociedad no nos apoya. Porque nuestras reivindicaciones suenan a pataleta boba y las instituciones no son capaces, ni siquiera para ganarse nuestros votos, de tratarnos con un poco de empatía. Todo el mundo educa mejor que nosotros. Las madres y padres conocen nuestro trabajo mejor que nosotros. Los pedagogos, los legisladores. Los inspectores y los libreros. Todo el mundo gestionaría mejor nuestros recursos y sabría trabajar mejor, más horas y por menos dinero. ¡Qué mala suerte que seamos nosotros los que tenemos la obligación de hacerlo! Si los padres y madres, si los pedagogos y libreros, si cualquier otra persona estuviera en nuestro lugar… ¡todo iría mejor! ¡Una lástima que seamos nosotros los que tenemos que educar a los niños de la crisis! A los pobres infelices que están apuntados al paro desde que usan patucos. Y como somos tan inútiles, genocidas en potencia, bastardos y sádicos, necesitamos ayuda. Para paliar nuestra necedad, mayormente, no estaría nada mal que se nos prestara un poco de atención y de apoyo. Porque a veces siento que hasta las putas gozan de más respeto de la sociedad que nosotros.
Recuerdo perfectamente mi resentimiento. Fantaseaba con la destrucción de don S. Disfrutaba cuando algo no le salía bien y también cuando faltaba a clase por alguna enfermedad. Me deleitaba en sus errores y me hacía fuerte su fragilidad. Supongo que forjé mi personalidad, al menos en parte, por oposición a la suya. Y si hubiera sido de esos alumnos que pintan cosas en las puertas de los servicios, sin duda le hubiera regalado algún que otro poema (de esos que no merecían un primer premio, sino un accésit). Uno de los elementos más importantes en nuestro crecimiento es la gestión del rencor, estoy seguro. Lo vamos controlando mejor, con el paso de los años. Llega un punto en el que, más o menos y si has hecho bien los deberes, somos capaces de equilibrar los conflictos con distancia. Apreciamos a nuestros amigos y los enemigos nos saben a café con leche templado. Buscamos estímulo en otro tipo de cosas, pero arrinconamos ciertas luchas que nacen perdidas. Nos volvemos conscientes de la dimensión real de nuestros actos y descubrimos que hacemos el ridículo cuando nos enfrentamos públicamente a enemigos que no buscan nuestro mal.
Muchas personas, sospecho, siguen en la misma fase que yo vivía con dieciséis años y que hace mucho tiempo que superé. Muchos no han vencido ciertos conflictos y disfrutan con el daño que la Administración nos infringe a los docentes. Sus propios labios les saben de rechupete cuando ven nuestra fragilidad, cuando nos bajan el sueldo, o cuando aumentan nuestras horas lectivas. Sospecho que ven en nuestro colectivo la cara de tantos don S, de tantos educadores que utilizaron contra ellos un arma tan útil y tan impopular como es la disciplina. Acostumbrados como estamos a insultar a los policías, a los jefes, a los que tienen autoridad, sin poner en tela de juicio el tapiz que construyen con tanto esfuerzo y dedicación, caemos en el absurdo de atacar a los que pretenden ayudarnos.
Por todo ello, por tanto odio, y ya no solo de los adolescentes, en la irrupción de un nuevo curso, no veo ilusión entre aquellos que tenemos la obligación de gestionarla. No estamos bien. Y no lo estamos porque la sociedad no nos apoya. Porque nuestras reivindicaciones suenan a pataleta boba y las instituciones no son capaces, ni siquiera para ganarse nuestros votos, de tratarnos con un poco de empatía. Todo el mundo educa mejor que nosotros. Las madres y padres conocen nuestro trabajo mejor que nosotros. Los pedagogos, los legisladores. Los inspectores y los libreros. Todo el mundo gestionaría mejor nuestros recursos y sabría trabajar mejor, más horas y por menos dinero. ¡Qué mala suerte que seamos nosotros los que tenemos la obligación de hacerlo! Si los padres y madres, si los pedagogos y libreros, si cualquier otra persona estuviera en nuestro lugar… ¡todo iría mejor! ¡Una lástima que seamos nosotros los que tenemos que educar a los niños de la crisis! A los pobres infelices que están apuntados al paro desde que usan patucos. Y como somos tan inútiles, genocidas en potencia, bastardos y sádicos, necesitamos ayuda. Para paliar nuestra necedad, mayormente, no estaría nada mal que se nos prestara un poco de atención y de apoyo. Porque a veces siento que hasta las putas gozan de más respeto de la sociedad que nosotros.
Dos horas más
De exámenes, mientras miramos las caras de los sufridores que regresan para volver a catear, nos saludamos y cada uno relata su verano. En general han sido austeros, pero el talante es diferente, en general. Reconozco que los docentes tenemos vacaciones muy superiores a la media y que en ellas te da tiempo para desconectar y para sentirte un ciudadano de a pie. Sin embargo, nadie que no entre en un aula con (cada vez más frecuentemente) treinta y cinco ciudadanos potencialmente inflamables, sabe el desgaste que asumimos y lo mucho que necesitamos desconectar.
Nos encontramos en un aula gigantesca. Su nombre oficial es “aula de exámenes”, pero los chicos han escrito debajo, con un rotulador permanente, el sobrenombre de “enculadero”. Reconozco que me gusta mucho más la segunda denominación, pues me resulta bastante más epatante y gráfica. Aquí dentro están todos los que llevaban mi asignatura pendiente. Hay cuatro o cinco que se han sentado muy detrás y que nos miran con mucha frecuencia, buscando nuestra posición. “Ayer escuché en las noticias a un padre decir que las vacaciones de los docentes tienen que ser más cortas porque a partir de un mes de vacaciones los chicos se empiezan a poner nerviosos… ¡No se dan cuenta de lo que es aguantar diez meses seguidos a sus hijos! ¡Y en camadas de treinta! ¡Ahí sí que se ponen nerviosos!”, me comenta una compañera que mira de reojo el estuche de una chica cuya ropa enseña más de lo que tapa.
Dos horas más. Son solo dos horas más. Se creen que somos gilipollas. Te bajan el sueldo un siete por ciento. Pocos meses después te obligan a dar dos horas más de clase y, en premio, te dicen que te van a subir un tres o un cuatro. O sea, que te hacen trabajar más y te bajan el sueldo. ¡Y encima te piden que des las gracias! Todo esto mola un rato, lo que les ha pasado a los profesores madrileños, porque somos el único colectivo al que jamás se le devuelven los privilegios. Cuando la crisis pase los empresarios recuperarán poder adquisitivo. Siempre que hay una genialidad de esta, cuando escampa y el aguacero se convierte en agua cero, nadie se acuerda de devolvernos aquello que nos han quitado. Esas dos horas jamás regresarán…
Esperanza Aguirre ha dicho que subir dos horas más nuestro cómputo lectivo no es gran cosa. ¿Qué ciudadano puede quejarse por trabajar veinte horas a la semana?, ha dicho. ¡Cielo santo! ¡Es la frase más estúpida que he escuchado en mi vida! ¡Y mira que doy clase en la ESO! ¿Computas las reuniones, las tutorías, la corrección de los exámenes y las excursiones? ¿Computas las horas que paso tratando de entender la puñetera normativa que vosotros redactáis desde vuestros sofás de scai? Si eres capaz de convertirte en profesora y trabajar solo veinte horas, significa que eres una súper heroína, capaz de escapar con vida tras cualquier accidente aéreo. Por desgracia, nosotros no somos así, somos simples normales. ¡Ser profesor es mucho más que dar veinte horas de clase! Y este trabajo acarrea toda suerte de labores invisibles. Si quieres ser un buen profesor tienes que trabajar muchísimo. Eso sí, si verdaderamente quieren que tiremos la toalla, que nos convirtamos en mercenarios que se arrastran, lo están haciendo de lujo. No recibimos ni un solo caramelito. ¡Todos son pedradas! A este paso, por supuesto, a vuestros hijos los va a educar un cura. O una monja. Porque a este paso la educación pública se va al garete.
“Irse al garete” es un arabismo que significa “navegar a la deriva”. Y así nos veo. Sin ningún criterio y sin ningún apoyo. A mí me da igual dar dos horas más, ¡claro que no me importa! ¡Ese no es el problema! Me encanta estar en clase. El problema no es ese… Yo todavía tengo ilusión. Y me olvido de la política y de tantos prejuicios cada vez que este cotarro comienza. Sin embargo, ¿cuánto duraré así? ¿Quién es capaz de soportar tanto rencor? Como siempre digo, cuando tengo la oportunidad, pido públicamente perdón por haber sacado las oposiciones. ¡No pretendía ofender a nadie! Y ahora sigo sin pretenderlo. Ahora solo quiero contribuir a que mi sociedad mejore algo. ¡Perdón por la osadía!
Nos encontramos en un aula gigantesca. Su nombre oficial es “aula de exámenes”, pero los chicos han escrito debajo, con un rotulador permanente, el sobrenombre de “enculadero”. Reconozco que me gusta mucho más la segunda denominación, pues me resulta bastante más epatante y gráfica. Aquí dentro están todos los que llevaban mi asignatura pendiente. Hay cuatro o cinco que se han sentado muy detrás y que nos miran con mucha frecuencia, buscando nuestra posición. “Ayer escuché en las noticias a un padre decir que las vacaciones de los docentes tienen que ser más cortas porque a partir de un mes de vacaciones los chicos se empiezan a poner nerviosos… ¡No se dan cuenta de lo que es aguantar diez meses seguidos a sus hijos! ¡Y en camadas de treinta! ¡Ahí sí que se ponen nerviosos!”, me comenta una compañera que mira de reojo el estuche de una chica cuya ropa enseña más de lo que tapa.
Dos horas más. Son solo dos horas más. Se creen que somos gilipollas. Te bajan el sueldo un siete por ciento. Pocos meses después te obligan a dar dos horas más de clase y, en premio, te dicen que te van a subir un tres o un cuatro. O sea, que te hacen trabajar más y te bajan el sueldo. ¡Y encima te piden que des las gracias! Todo esto mola un rato, lo que les ha pasado a los profesores madrileños, porque somos el único colectivo al que jamás se le devuelven los privilegios. Cuando la crisis pase los empresarios recuperarán poder adquisitivo. Siempre que hay una genialidad de esta, cuando escampa y el aguacero se convierte en agua cero, nadie se acuerda de devolvernos aquello que nos han quitado. Esas dos horas jamás regresarán…
Esperanza Aguirre ha dicho que subir dos horas más nuestro cómputo lectivo no es gran cosa. ¿Qué ciudadano puede quejarse por trabajar veinte horas a la semana?, ha dicho. ¡Cielo santo! ¡Es la frase más estúpida que he escuchado en mi vida! ¡Y mira que doy clase en la ESO! ¿Computas las reuniones, las tutorías, la corrección de los exámenes y las excursiones? ¿Computas las horas que paso tratando de entender la puñetera normativa que vosotros redactáis desde vuestros sofás de scai? Si eres capaz de convertirte en profesora y trabajar solo veinte horas, significa que eres una súper heroína, capaz de escapar con vida tras cualquier accidente aéreo. Por desgracia, nosotros no somos así, somos simples normales. ¡Ser profesor es mucho más que dar veinte horas de clase! Y este trabajo acarrea toda suerte de labores invisibles. Si quieres ser un buen profesor tienes que trabajar muchísimo. Eso sí, si verdaderamente quieren que tiremos la toalla, que nos convirtamos en mercenarios que se arrastran, lo están haciendo de lujo. No recibimos ni un solo caramelito. ¡Todos son pedradas! A este paso, por supuesto, a vuestros hijos los va a educar un cura. O una monja. Porque a este paso la educación pública se va al garete.
“Irse al garete” es un arabismo que significa “navegar a la deriva”. Y así nos veo. Sin ningún criterio y sin ningún apoyo. A mí me da igual dar dos horas más, ¡claro que no me importa! ¡Ese no es el problema! Me encanta estar en clase. El problema no es ese… Yo todavía tengo ilusión. Y me olvido de la política y de tantos prejuicios cada vez que este cotarro comienza. Sin embargo, ¿cuánto duraré así? ¿Quién es capaz de soportar tanto rencor? Como siempre digo, cuando tengo la oportunidad, pido públicamente perdón por haber sacado las oposiciones. ¡No pretendía ofender a nadie! Y ahora sigo sin pretenderlo. Ahora solo quiero contribuir a que mi sociedad mejore algo. ¡Perdón por la osadía!
Nuevo curso
Lamento pasar tanto tiempo desconectado de este blog. Como he indicado muchas veces, lo utilizo más como un "depósito" de textos, que como un verdadero vehículo de comunicación. En los últimos meses he estado liadísimo con la promoción de mi primera novela y eso me ha consumido bastantes energías. Pasado el verano, que a los docentes nos devuelve la vida, retomo mi quehacer como docente, pero también como columnista. Ya he publicado dos nuevas columnas (la última de ellas, esta misma mañana).
El Mundo-Andalucía seguirá publicando este año mis textos. Aproximadamente uno semanal. No contamos con día fijo, pues la idea es publicarlos cuando el diario contenga más noticias sobre educación. A veces me escribís y me preguntáis si sigo saliendo y que cuándo lo hago. No hay un día fijo, lo cual es una excusa fabulosa para comprar el periódico a diario. Eso sí, llevo dos columnas en dos semanas. Seguir, sigo. Y semanalmente.
Gracias a todos por vuestro seguimiento y valoración. A veces me olvido de esta doble vida mía. A veces no recuerdo todas las alegrías que me han dado estos cinco años de columnas. Y recibir el cariño (aunque también el odio, que siempre resulta tonificante) de tanta gente. Confío, un año más, en volver a estar a la altura. Y espero, asimismo, ser un poco más fiel con todos vosotros.
Un abrazo.
El Mundo-Andalucía seguirá publicando este año mis textos. Aproximadamente uno semanal. No contamos con día fijo, pues la idea es publicarlos cuando el diario contenga más noticias sobre educación. A veces me escribís y me preguntáis si sigo saliendo y que cuándo lo hago. No hay un día fijo, lo cual es una excusa fabulosa para comprar el periódico a diario. Eso sí, llevo dos columnas en dos semanas. Seguir, sigo. Y semanalmente.
Gracias a todos por vuestro seguimiento y valoración. A veces me olvido de esta doble vida mía. A veces no recuerdo todas las alegrías que me han dado estos cinco años de columnas. Y recibir el cariño (aunque también el odio, que siempre resulta tonificante) de tanta gente. Confío, un año más, en volver a estar a la altura. Y espero, asimismo, ser un poco más fiel con todos vosotros.
Un abrazo.
miércoles, 4 de mayo de 2011
SMS
¡Vamos a morir todos! El lenguaje que los jóvenes utilizan en los SMS hará que la ortografía se resienta. Pronto empezarán a utilizar esos códigos obscenamente deficientes en los exámenes y en documentos públicos. Paralelamente el nivel de tolerancia de la población irá creciendo y llegará un momento en el que la RAE no podrá controlar qué está bien y qué está mal, pues su cometido es “registrar” los usos de la gente y esa gente, precisamente, estará aquejada por el “espíritu LOGSE” y utilizará toda suerte de abreviaturas y apócopes. Los políticos. Las leyes. Pronto una constitución puede estar escrita con caracteres abreviados. Quizá las obras literarias también lo estén. Todo ello hará que las prisas y el ansia de concisión se extrapole a todo. Empezarán los saqueos, los atentados, las redadas de grupos reaccionarios marginales que defenderán una correcta ortografía a la antigua usanza. Habrá luchas entre bandas, guerras civiles, y puede que se llegue al punto de que muchos estén dispuestos a morir por alguno de los dos flancos. La guerra a escala. Ataques cada vez mayores. Y moriremos todos.
O tal vez no ocurra nada eso... y la situación no sea tan grave, después de todo.
En Pompeya, morir a manos de un volcán hace que no te dé tiempo de limpiar la mierda de debajo de tu alfombra, se encontraron miles de abreviaturas y de faltas de ortografía en las inscripciones que abarrotaban la localidad. Abreviaturas de la misma naturaleza que las que mi tía, que es secretaria y que tiene más de sesenta años, utilizaba para comunicarse con sus amigas en la escuela. Estudiaron taquigrafía. Arte muy útil y que se parece muy mucho al código restringido, a los usos ortográficos del TUENTI y del mésenyer. Y ahora que lo pienso llegué a ser filólogo a base de abreviaturas. Porque nadie, ni siquiera los más audaces, eran capaces de tomar nota de todo lo que los profesores indicaban.
Si siempre han estado, y si nunca ha pasado nada, ¿por qué nos asustamos de pronto? No sé si todos estamos de acuerdo en que el objetivo de los docentes es que nuestros estudiantes sepan utilizar la ortografía académica en aquellos contextos que la requieren. Pero... ¿es sano que nos metamos en todos los demás? ¿Qué secuelas reales pueda dejar la utilización prolongada de estas fórmulas? ¿Acaso el objetivo del lenguaje no es “comunicar”, “transmitir información”, siendo la ortografía un uso arbitrario apoyado solo en la tradición? ¿Acaso no ha de evolucionar el lenguaje y adaptarse a los tiempos nuevos... como siempre ha hecho? ¿Acaso no ha habido siempre abreviaturas... pero también un número muy superior al que ahora hay de analfabetos?
Mi intuición me dice que los hablantes se sienten amenazados por los nuevos usos siempre. Siempre sentimos que el eje normativo lo estipula nuestra generación y que las posteriores están “degradando” nuestros usos (correctos). Siempre pensamos que el modelo de infancia y de adolescencia más adecuado es el que nosotros llevamos y, por descontado, pasamos por alto que en nuestros tiempos, en los de cada generación precedente, también se consumían drogas y había embarazos precoces. Pero nos sentimos amenazados, supongo, y todo lo nuevo nos parece una degeneración, porque asumir el cambio nos exige entender que ya no estamos “en la onda”, que nuestro momento pasó. ¡Qué sé yo! Quizá tengan razón todos esos profesores carcas y estemos a punto de morir todos. Quizá que caiga la ortografía sea más peligroso que una caída de bursátil. Solo el tiempo podrá decirlo. Lo que está claro es que como pille algún texto adolescente de todos esos melones que tanto critican ahora el código de los SMS, quizá los publique en mi blog para dejar a más de uno en vergüenza... y administrar un poco de justicia, de paso.
O tal vez no ocurra nada eso... y la situación no sea tan grave, después de todo.
En Pompeya, morir a manos de un volcán hace que no te dé tiempo de limpiar la mierda de debajo de tu alfombra, se encontraron miles de abreviaturas y de faltas de ortografía en las inscripciones que abarrotaban la localidad. Abreviaturas de la misma naturaleza que las que mi tía, que es secretaria y que tiene más de sesenta años, utilizaba para comunicarse con sus amigas en la escuela. Estudiaron taquigrafía. Arte muy útil y que se parece muy mucho al código restringido, a los usos ortográficos del TUENTI y del mésenyer. Y ahora que lo pienso llegué a ser filólogo a base de abreviaturas. Porque nadie, ni siquiera los más audaces, eran capaces de tomar nota de todo lo que los profesores indicaban.
Si siempre han estado, y si nunca ha pasado nada, ¿por qué nos asustamos de pronto? No sé si todos estamos de acuerdo en que el objetivo de los docentes es que nuestros estudiantes sepan utilizar la ortografía académica en aquellos contextos que la requieren. Pero... ¿es sano que nos metamos en todos los demás? ¿Qué secuelas reales pueda dejar la utilización prolongada de estas fórmulas? ¿Acaso el objetivo del lenguaje no es “comunicar”, “transmitir información”, siendo la ortografía un uso arbitrario apoyado solo en la tradición? ¿Acaso no ha de evolucionar el lenguaje y adaptarse a los tiempos nuevos... como siempre ha hecho? ¿Acaso no ha habido siempre abreviaturas... pero también un número muy superior al que ahora hay de analfabetos?
Mi intuición me dice que los hablantes se sienten amenazados por los nuevos usos siempre. Siempre sentimos que el eje normativo lo estipula nuestra generación y que las posteriores están “degradando” nuestros usos (correctos). Siempre pensamos que el modelo de infancia y de adolescencia más adecuado es el que nosotros llevamos y, por descontado, pasamos por alto que en nuestros tiempos, en los de cada generación precedente, también se consumían drogas y había embarazos precoces. Pero nos sentimos amenazados, supongo, y todo lo nuevo nos parece una degeneración, porque asumir el cambio nos exige entender que ya no estamos “en la onda”, que nuestro momento pasó. ¡Qué sé yo! Quizá tengan razón todos esos profesores carcas y estemos a punto de morir todos. Quizá que caiga la ortografía sea más peligroso que una caída de bursátil. Solo el tiempo podrá decirlo. Lo que está claro es que como pille algún texto adolescente de todos esos melones que tanto critican ahora el código de los SMS, quizá los publique en mi blog para dejar a más de uno en vergüenza... y administrar un poco de justicia, de paso.
Despertar
El otro día, en uno de los viajes del “turno de coches”, nos dio por hablar de “estrategias para despertar a un grupo dormido”. Estas conclusiones no son solo mías, que conste, pero creo que (aunque obvias) pueden ser interesantes para todos los profesores que estén empezando. Paso a destacar diez formas fáciles y sencillas de mendigar atención. Las ordenaré por orden de eficacia, de menos a más, aunque parece obvio que su eficiencia dependerá del grupo y del momento del día y del año en que nos encontremos. Además, no se puede abusar de ninguna de ellas, pues se desgastan. Como todo en la vida.
UNO. Subir las persianas. Parecerá una estupidez, pero no son pocos los que dan clases a primera hora con las persianas bajadas. Los seres humanos tenemos la estúpida costumbre de activarnos cuando la luz natural nos llega. Por lo tanto, la luz es nuestra aliada y hay que aptovecharla. DOS. Las amenazas son un recurso muy habitual y clásico. Asegurar que pedirás las actividades o que al final de la clase les vas a preguntar lo que se ha visto... siempre funciona. El truco está en jugar con la adrenalina de los estudiantes, con su instinto de supervivencia. TRES. Hablar de otros compañeros. Siempre con respeto y sobre personas con las que tengamos mucha confianza. Ayuda hacer cameos en las clases de otros y citar sucesos concretos que nos han ocurrido con otros docentes que ellos también conozcan (en la sala de profesores, en nuestra vida diaria...). Les encandila saber que somos humanos y que tenemos relación entre nosotros. CUATRO. Jugar con los tonos de voz hace milagros. Al igual que una cadencia monotimbre adormece a cualquiera, hemos de ser un poco “actores” y jugar un poco con el ritmo de lo que decimos, con los decibelios y con el tono que empleamos. CINCO. Poner ejemplos en los que ellos sean los protagonistas. Porque el egocentrismo mueve a todo adolescente y siempre es más interesante que hablen de uno, o del vecino, a que los ejemplos que se escojan no aludan a personas concretas. SEIS. Hay ciertas palabras que concitan una atención inmediata. “Examen” es una. “Selectividad” es otra. Estoy seguro de que hay muchas más... pero yo no las conozco todavía. SIETE. Los Simpson no pasan de moda. Poner ejemplos de los Simpson es una garantía de éxito. Además, no está de más demostrar que se es un poco friki. Algunos docentes se esfuerzan por parecer alinígenas. ¿Acaso ellos no ven series de televisión y no van al cine? ¿Acaso no conocen las pizzas de Telepizza o montones de modelos de coches? OCHO. Hablar de uno mismo. Los alumnos son unos cotillas redomados. Por alguna razón que desconozco, pocas cosas le llaman más la atención que las vivencias que nos “auto-asignamos”, aunque sea de forma ficticia, o sucesos “que le pasaron a un familiar nuestro” o a “un amigo”. Conjeturan sobre nuestras vidas. Hemos de aprovechar que somos seres mediáticos para canalizar ese interés despertado en favor de nuestras asignaturas. NUEVE. El sexo. Porque todos los seres humanos, no nos sorprendamos a estas alturas, aumentan su concentración cuando aparece una cuña publicitaria donde se ve una teta o donde se muestra a un hombre metiéndose un espárrago en la boca. Siendo sutiles, y con un poco de tacto, un comentario bien tirado puede hacer que despertemos su atención para hablarles con algo de más interés de otras cuatro o cinco cosas. DIEZ y ganador. El fútbol. Es uno de los pocos temas capaces de destruir la paz de un grupo controlado. Despierta para lo bueno, pero también para lo malo. Sobre todo en aquellas provincias donde existe una rivalidad enconada entre dos equipos (Jerez-Cádiz, Betis-Sevilla...), elogiar a uno de ellos o menospreciar al adversario hace que un millón de neuronas se activen de cuajo. La contraindicación es que esta táctica no suele despertar por igual a todos los miembros del grupo y que, no pocas veces, aquellos que se despiertan son los que estarían mejor dormidos.
Concluyo, en esta línea, con una reflexión que engendró mi primer jefe de departamento. A veces el objetivo, sobre todo en ciertos grupos que son muy malos, es hacer todo lo contrario de lo que aquí se relata. Él llegaba y pasaba lista con parsimonia. Se inspiraba en el modo de sacar de portería de los porteros argentinos. Perdía tiempo. Se movía despacio. Fingía una cojera. Cuando el dragón es más poderoso que tú... no está de más pillarlo dormido. Por eso no siempre conviene hacer uso de los mecanismos que se describen en esta columna.
UNO. Subir las persianas. Parecerá una estupidez, pero no son pocos los que dan clases a primera hora con las persianas bajadas. Los seres humanos tenemos la estúpida costumbre de activarnos cuando la luz natural nos llega. Por lo tanto, la luz es nuestra aliada y hay que aptovecharla. DOS. Las amenazas son un recurso muy habitual y clásico. Asegurar que pedirás las actividades o que al final de la clase les vas a preguntar lo que se ha visto... siempre funciona. El truco está en jugar con la adrenalina de los estudiantes, con su instinto de supervivencia. TRES. Hablar de otros compañeros. Siempre con respeto y sobre personas con las que tengamos mucha confianza. Ayuda hacer cameos en las clases de otros y citar sucesos concretos que nos han ocurrido con otros docentes que ellos también conozcan (en la sala de profesores, en nuestra vida diaria...). Les encandila saber que somos humanos y que tenemos relación entre nosotros. CUATRO. Jugar con los tonos de voz hace milagros. Al igual que una cadencia monotimbre adormece a cualquiera, hemos de ser un poco “actores” y jugar un poco con el ritmo de lo que decimos, con los decibelios y con el tono que empleamos. CINCO. Poner ejemplos en los que ellos sean los protagonistas. Porque el egocentrismo mueve a todo adolescente y siempre es más interesante que hablen de uno, o del vecino, a que los ejemplos que se escojan no aludan a personas concretas. SEIS. Hay ciertas palabras que concitan una atención inmediata. “Examen” es una. “Selectividad” es otra. Estoy seguro de que hay muchas más... pero yo no las conozco todavía. SIETE. Los Simpson no pasan de moda. Poner ejemplos de los Simpson es una garantía de éxito. Además, no está de más demostrar que se es un poco friki. Algunos docentes se esfuerzan por parecer alinígenas. ¿Acaso ellos no ven series de televisión y no van al cine? ¿Acaso no conocen las pizzas de Telepizza o montones de modelos de coches? OCHO. Hablar de uno mismo. Los alumnos son unos cotillas redomados. Por alguna razón que desconozco, pocas cosas le llaman más la atención que las vivencias que nos “auto-asignamos”, aunque sea de forma ficticia, o sucesos “que le pasaron a un familiar nuestro” o a “un amigo”. Conjeturan sobre nuestras vidas. Hemos de aprovechar que somos seres mediáticos para canalizar ese interés despertado en favor de nuestras asignaturas. NUEVE. El sexo. Porque todos los seres humanos, no nos sorprendamos a estas alturas, aumentan su concentración cuando aparece una cuña publicitaria donde se ve una teta o donde se muestra a un hombre metiéndose un espárrago en la boca. Siendo sutiles, y con un poco de tacto, un comentario bien tirado puede hacer que despertemos su atención para hablarles con algo de más interés de otras cuatro o cinco cosas. DIEZ y ganador. El fútbol. Es uno de los pocos temas capaces de destruir la paz de un grupo controlado. Despierta para lo bueno, pero también para lo malo. Sobre todo en aquellas provincias donde existe una rivalidad enconada entre dos equipos (Jerez-Cádiz, Betis-Sevilla...), elogiar a uno de ellos o menospreciar al adversario hace que un millón de neuronas se activen de cuajo. La contraindicación es que esta táctica no suele despertar por igual a todos los miembros del grupo y que, no pocas veces, aquellos que se despiertan son los que estarían mejor dormidos.
Concluyo, en esta línea, con una reflexión que engendró mi primer jefe de departamento. A veces el objetivo, sobre todo en ciertos grupos que son muy malos, es hacer todo lo contrario de lo que aquí se relata. Él llegaba y pasaba lista con parsimonia. Se inspiraba en el modo de sacar de portería de los porteros argentinos. Perdía tiempo. Se movía despacio. Fingía una cojera. Cuando el dragón es más poderoso que tú... no está de más pillarlo dormido. Por eso no siempre conviene hacer uso de los mecanismos que se describen en esta columna.
100 motivos para seguir enseñando
1.Te pagan. 2. Las vacaciones. 3. Alguien tiene que hacerlo. 4. Tu sociedad te necesita. 5. Dejas algo de ti para la posteridad. 6. Estás agradecido porque otros te enseñaron a ti. 7. Te gusta tu asignatura. 8. Las tardes libres. 9. Un examen bien hecho. 10. Ayudas a otros a conseguir sus sueños. 11. A veces guardan silencio y te escuchan. 12. A veces alguien te admira. 13. Algunos padres te muestran afecto. 14. Te ayuda a olvidar otros problemas que tienes fuera del aula. 15.Una sonrisa cómplice. 16. Te sientes poderoso. 17. Ego. 18. Formas a los médicos que algún día te curarán. 19. Inviertes en tus pensiones del mañana. 20. MUFACE. 21. Mi madre habla de mí a sus vecinas. 22. Te es más fácil conseguir una hipoteca. 23. No te pueden despedir. 24. No tengo jefe. 25. Viajas gratis.
26. Nos regalan periódicos gratis. 27. Me gusta mancharme las manos de tiza. 28. Me ríen las gracias. 29. A veces algunas profesoras están buenas. 30. Conoces a gente interesante. 31. El turno de coches. 32. Cuando toca la sirena los viernes, soy feliz. 33. Todos los lunes me pongo nervioso a primera. 34. El calor de folios recién impresos. 35. A veces robo folios. 36. Me gusta enseñar cosas. 37. Casi siempre me enseñan más de lo que enseño. 38. Cuando se mandan a callar para escucharte, mola. 39. Suspender a un alumno que se lo merece. 40. Aprobar a un alumno que se lo merece. 41. Abrazar a un síndrome de Down. 42. No envejeces. 43. Al subir las persianas se despiertan y sientes que están vivos. 44. Algunos quieren aprender. 45. La mirada de los conserjes. 46. Los nervios de selectividad te hacen sentir vivo. 47. Los actos de jubilación son muy emotivos. 49. Muchas veces llegas a casa con ganas de llorar... y eso significa que estás vivo. 50. Ningún día es igual al anterior.
51.Haces turismo. 52. Coges experiencia para tratar a tus hijos. 53. Tienes más amigos en TUENTI y en FACEBOOK. 54. Te invitan en algunos bares, cuando te cruzas con antiguos alumnos. 55. Eres importante para otras personas. 56. Un par de veces he escuchado la palabra “gracias”. 57. Cuando patrullas en una guardia, te sientes policía. 58. Aprendes a llamar la atención a los chicos que no te dejan ver una película en el cine. 59. Aprendes nombres de futbolistas, juegos de cartas y series de televisión. 60. Es precioso ver que dos personas a las que conoces se han enamorado. 61. Nunca te sientes solo. 62. Siempre te dicen la verdad, aunque duela. 63. Te enseñan a descubrir mentiras. 64. Aprendes a escuchar. 65. Ganas capacidad para hablar en público. 66. Te vuelves más sin vergüenza. 67. A veces robo bolígrafos. 68. Me gusta escuchar “ya lo entendí”. 69. La campana, al final de curso, cuando todo terminó, te hace sonreír de un modo muy raro. 70. Te hace ser más humilde. 71. Ganas confianza en ti mismo. 72. Te relacionas con gente con la que, en condiciones normales, jamás te relacionarías. 73. Expandes tu mundo y te conviertes en la mejor versión de ti mismo. 74. Aprendes a mentir. 75. Cuentas cuentos y chistes con algo de más gracia.
76. Nunca te faltan anécdotas para contar cuando sales de fiesta. 77. Te quedas un montón de clip y si eres un poco metódico no vuelves a comprar carpetillas de plástico. 78. Formas a una generación y, si lo haces bien, cambias el mundo. 79. Jamás se acaban los retos. 80. Te enfrentas a las nuevas tecnologías. 81. Aprendes a rellenar libros de actas. 82. Redactas informes como quien sirve cafés. 83. Las risas que echamos cuando alguien llama a las cosas por su nombre. 84. Les brilla la mirada como si tuvieran quince años. 85. Los gitanillos cantan flamenco y es imposible no sonreír. 86. Si quieres comprar droga, te hacen descuento. 87. A veces te preguntan por qué estás triste y dejas de estarlo. 88. Aprendes a ser paciente. 89. Tu sistema inmunitario se vuelve más fuerte. 90. Piensas deprisa. 91. Consigues la capacidad para decir la palabra exacta. 92. En casi todas las clases hay calefacción. 93. Despedir una promoción es emocionante. 94. Verlos reír. 95. Escuchar que los motes de otros son más crueles que los tuyos. 96. Verlos pegarse el día de la paz. 97. Copian lo que dices como si fuera importante. 98. Saberte portador de estrellas y de sueños. 99. Tener un trabajo que es mucho más que un trabajo. 100. Porque es mi vocación.
26. Nos regalan periódicos gratis. 27. Me gusta mancharme las manos de tiza. 28. Me ríen las gracias. 29. A veces algunas profesoras están buenas. 30. Conoces a gente interesante. 31. El turno de coches. 32. Cuando toca la sirena los viernes, soy feliz. 33. Todos los lunes me pongo nervioso a primera. 34. El calor de folios recién impresos. 35. A veces robo folios. 36. Me gusta enseñar cosas. 37. Casi siempre me enseñan más de lo que enseño. 38. Cuando se mandan a callar para escucharte, mola. 39. Suspender a un alumno que se lo merece. 40. Aprobar a un alumno que se lo merece. 41. Abrazar a un síndrome de Down. 42. No envejeces. 43. Al subir las persianas se despiertan y sientes que están vivos. 44. Algunos quieren aprender. 45. La mirada de los conserjes. 46. Los nervios de selectividad te hacen sentir vivo. 47. Los actos de jubilación son muy emotivos. 49. Muchas veces llegas a casa con ganas de llorar... y eso significa que estás vivo. 50. Ningún día es igual al anterior.
51.Haces turismo. 52. Coges experiencia para tratar a tus hijos. 53. Tienes más amigos en TUENTI y en FACEBOOK. 54. Te invitan en algunos bares, cuando te cruzas con antiguos alumnos. 55. Eres importante para otras personas. 56. Un par de veces he escuchado la palabra “gracias”. 57. Cuando patrullas en una guardia, te sientes policía. 58. Aprendes a llamar la atención a los chicos que no te dejan ver una película en el cine. 59. Aprendes nombres de futbolistas, juegos de cartas y series de televisión. 60. Es precioso ver que dos personas a las que conoces se han enamorado. 61. Nunca te sientes solo. 62. Siempre te dicen la verdad, aunque duela. 63. Te enseñan a descubrir mentiras. 64. Aprendes a escuchar. 65. Ganas capacidad para hablar en público. 66. Te vuelves más sin vergüenza. 67. A veces robo bolígrafos. 68. Me gusta escuchar “ya lo entendí”. 69. La campana, al final de curso, cuando todo terminó, te hace sonreír de un modo muy raro. 70. Te hace ser más humilde. 71. Ganas confianza en ti mismo. 72. Te relacionas con gente con la que, en condiciones normales, jamás te relacionarías. 73. Expandes tu mundo y te conviertes en la mejor versión de ti mismo. 74. Aprendes a mentir. 75. Cuentas cuentos y chistes con algo de más gracia.
76. Nunca te faltan anécdotas para contar cuando sales de fiesta. 77. Te quedas un montón de clip y si eres un poco metódico no vuelves a comprar carpetillas de plástico. 78. Formas a una generación y, si lo haces bien, cambias el mundo. 79. Jamás se acaban los retos. 80. Te enfrentas a las nuevas tecnologías. 81. Aprendes a rellenar libros de actas. 82. Redactas informes como quien sirve cafés. 83. Las risas que echamos cuando alguien llama a las cosas por su nombre. 84. Les brilla la mirada como si tuvieran quince años. 85. Los gitanillos cantan flamenco y es imposible no sonreír. 86. Si quieres comprar droga, te hacen descuento. 87. A veces te preguntan por qué estás triste y dejas de estarlo. 88. Aprendes a ser paciente. 89. Tu sistema inmunitario se vuelve más fuerte. 90. Piensas deprisa. 91. Consigues la capacidad para decir la palabra exacta. 92. En casi todas las clases hay calefacción. 93. Despedir una promoción es emocionante. 94. Verlos reír. 95. Escuchar que los motes de otros son más crueles que los tuyos. 96. Verlos pegarse el día de la paz. 97. Copian lo que dices como si fuera importante. 98. Saberte portador de estrellas y de sueños. 99. Tener un trabajo que es mucho más que un trabajo. 100. Porque es mi vocación.
Insultos
A una compañera del gremio el otro día varios alumnos le gritaron reiteradamente “vieja” y “fea”. Se ve que los chicos estaban solos en el aula, seguramente porque los de guardia se saltaron el protocolo, y los zagales la vieron salir del IES, en dirección a su coche, por la ventana. Antes de que se acogiera a sagrado, de que arrancara el motor y se perdiera en su zumbido, consiguieron hacer diana en su ego, con toda suerte de improperios, lanzados como si fueran francotiradores, que la dejaron destrozada. No es la primera vez que escucho hablar de insultos, claro. De hecho, alguna que otra vez los he visto y lo he sufrido. Profesores poco respetados, y poco queridos, que son maltratados por sus alumnos a través del único arma que hace más daño que las espadas o que las pistolas, hay muchos. Pero a todos puede pasarnos, aisladamente. Y a todos nos pasa, de hecho. Más tarde o más temprano, todos habremos de enfrentarnos a una situación de este tipo.
Evidentemente es absurdo dedicar una columna a explicar que insultar a los profesores está mal y que mal va también una sociedad en la que esto ocurre a diario (sospecho que muchos alumnos repiten los comentarios que le escuchan, previamente, a sus padres… solo que los padres no tienen arrestos para decirte esas cosas a las caras, por aquello de los arrestos). En el trato directo, con alumnos disruptivos, todos hemos salido heridos alguna que otra vez y da la sensación de que la sociedad lo incluye como “gaje que hay que asumir dentro del sueldo”. Ahora bien, y en este matiz me centro, me pregunto por qué nos afecta tanto, en realidad. ¿Dónde está el problema? ¿Por qué fastidia tanto que te insulten? Si son solo palabras, que no llevan nada detrás, si solo son unas toscas injurias que poco habrían de incidir en nuestro (des)ánimo, ¿a qué vienen tantas lágrimas y tantas noches en vela, de tanta gente?
Lo malo de los trabajos vocacionales es que son vocacionales. Lo malo de tu vocación es que te importan las cosas relacionadas con ella. A veces, demasiado. Cuando tú das lo mejor de ti mismo, y te esfuerzas por los demás, resulta doloroso que alguien te premie con un ataque. Los usos sociales están centrados en símbolos, no en evidencias ni certezas. Poco sentido tiene que San Valentín se conmemore con la entrega masiva de ramos de órganos sexuales… y sin embargo la gente regala flores. Las flores suponen un premio, pues son algo que colectivamente se entiende como bello. Lo que duele del insulso es su injusticia, la pérdida del equilibrio, no su fondo; que la sociedad ha decidido que ha de hacernos daños y con tal fin se hace.
A todo esto se junta que los cabrones estos tienen la poca vergüenza, pero también el tino, de darte siempre en todos tus puntos débiles. Si tienes las muñecas muy gordas, y eso te acompleja, ten por seguro que ellos se darán cuenta de que eso te afecta… y te atacarán por ahí. La edad, por exceso o por defecto, o cualquier otro aspecto. Es lo mismo: ellos van a pegarte siempre donde más te duela. Por ese motivo, ni siquiera lo dudes, los insultos duelen porque siempre llevan algo de razón. Por eso es necesario estar emocionalmente pletóricos para entrar en un aula. Por eso duele. Porque nunca te llamarán “alta” si eres alta o “rubia” si eres “rubia”.
De todas formas, no ayuda demasiado que los profesores seamos personas, además de garantes de la correcta fruición de los saberes universales. O sea, que tenemos ánimo, vida, nos ponemos tristes y nos conduelen las críticas. Esto, a la hora de la verdad, hace que tengas que tener una confianza en ti mismo asombrosa para ponerte a diario frente a treinta “especialistas en selección de personal” pendientes de cada gesto y de cada manera. Autoestima. Eso falta. Y siempre he pensado que lo mejor para recuperarla habría de ser llenar la sala de profesores de piropos y de pancartas que nos recuerden que somos los mejores, que cambiamos la sociedad cada día o que somos la luz del mundo. Al fin y al cabo, y frente a lo que comúnmente se cree, somos nosotros la profesión más antigua del plantea, aunque a mis compañeras, demasiadas veces, traten de insultarlas acusándolas de ejercer la segunda.
Evidentemente es absurdo dedicar una columna a explicar que insultar a los profesores está mal y que mal va también una sociedad en la que esto ocurre a diario (sospecho que muchos alumnos repiten los comentarios que le escuchan, previamente, a sus padres… solo que los padres no tienen arrestos para decirte esas cosas a las caras, por aquello de los arrestos). En el trato directo, con alumnos disruptivos, todos hemos salido heridos alguna que otra vez y da la sensación de que la sociedad lo incluye como “gaje que hay que asumir dentro del sueldo”. Ahora bien, y en este matiz me centro, me pregunto por qué nos afecta tanto, en realidad. ¿Dónde está el problema? ¿Por qué fastidia tanto que te insulten? Si son solo palabras, que no llevan nada detrás, si solo son unas toscas injurias que poco habrían de incidir en nuestro (des)ánimo, ¿a qué vienen tantas lágrimas y tantas noches en vela, de tanta gente?
Lo malo de los trabajos vocacionales es que son vocacionales. Lo malo de tu vocación es que te importan las cosas relacionadas con ella. A veces, demasiado. Cuando tú das lo mejor de ti mismo, y te esfuerzas por los demás, resulta doloroso que alguien te premie con un ataque. Los usos sociales están centrados en símbolos, no en evidencias ni certezas. Poco sentido tiene que San Valentín se conmemore con la entrega masiva de ramos de órganos sexuales… y sin embargo la gente regala flores. Las flores suponen un premio, pues son algo que colectivamente se entiende como bello. Lo que duele del insulso es su injusticia, la pérdida del equilibrio, no su fondo; que la sociedad ha decidido que ha de hacernos daños y con tal fin se hace.
A todo esto se junta que los cabrones estos tienen la poca vergüenza, pero también el tino, de darte siempre en todos tus puntos débiles. Si tienes las muñecas muy gordas, y eso te acompleja, ten por seguro que ellos se darán cuenta de que eso te afecta… y te atacarán por ahí. La edad, por exceso o por defecto, o cualquier otro aspecto. Es lo mismo: ellos van a pegarte siempre donde más te duela. Por ese motivo, ni siquiera lo dudes, los insultos duelen porque siempre llevan algo de razón. Por eso es necesario estar emocionalmente pletóricos para entrar en un aula. Por eso duele. Porque nunca te llamarán “alta” si eres alta o “rubia” si eres “rubia”.
De todas formas, no ayuda demasiado que los profesores seamos personas, además de garantes de la correcta fruición de los saberes universales. O sea, que tenemos ánimo, vida, nos ponemos tristes y nos conduelen las críticas. Esto, a la hora de la verdad, hace que tengas que tener una confianza en ti mismo asombrosa para ponerte a diario frente a treinta “especialistas en selección de personal” pendientes de cada gesto y de cada manera. Autoestima. Eso falta. Y siempre he pensado que lo mejor para recuperarla habría de ser llenar la sala de profesores de piropos y de pancartas que nos recuerden que somos los mejores, que cambiamos la sociedad cada día o que somos la luz del mundo. Al fin y al cabo, y frente a lo que comúnmente se cree, somos nosotros la profesión más antigua del plantea, aunque a mis compañeras, demasiadas veces, traten de insultarlas acusándolas de ejercer la segunda.
Motivación
Álvaro no da problemas. Le quedaron tres asignaturas en la primera evaluación y ahora va por el mismo camino. Está en cuarto de la ESO y debería estar ilusionado porque pronto dejará el instituto. Sin embargo, tiene dieciséis años y le falta la alegría ya, como si fuera un vejestorio. Lo miro, durante las clases, y no está. Su cuerpo, permanece. Su espíritu, no. Es un cacho de carne. No tiene vida. Le falta la juventud. Tiene rota la voz y su ánimo está apagado o fuera de cobertura. Ha de tener las manos frías, sin pasión, sin entrañas. No es entrañable y es imposible amarlo u odiarlo. Álvaro, que tiene la sonrisa quebrada casi siempre, es un adolescente vacío, apático, áptero e indolente. Y no es una excepción.
¿Qué puede llevar a un ser humano a vaciarse tan pronto? Me recuerda a esos alumnos que tuve y que parecían destinados a la Cooperativa Agrícola, desde primero. Tenían marcado sobre la piel un destino tabernario. (Y ya han cumplido su profecía). Sin grandes conflictos familiares, sin un adulto que les pegue o que los abrace, pasarán por el mundo y por la vida, sin escuchar algo bueno ni malo. Sin épica. Como carne mechada, sin curtir.
El otro día hablé con el padre de Álvaro. Me dijo que su hijo lo tiene todo, que se preocupan por él, que lo han llevado al psicólogo. Me consta que es verdad. Me dijo que no sabe reprenderlo porque lo mira a los ojos y siempre recibe la misma respuesta: “¿qué quieres, Papá?”. El padre se siente ahogado, sabedor de que ha criado un desalmado. Y no sabe qué hizo mal, ni cómo castigarlo. A él le da igual que lo castiguen, y tampoco da motivos para recibir una reprimenda. Nadie puede reprenderte por ser gris, por ser poco humano, por haber perdido la esperanza y estar muerto. Nadie puede recriminarte que no sonrías, que te arrastres sobre las mesas y pasillos del instituto.
Sin ninguna confianza en mí mismo, lo mando llamar. Bromeo, de camino al departamento, sobre los resultados de la jornada de fútbol. Me siento viejo y no sé por qué. Me desmotiva su desidia y pienso, no sé bien por qué, por vez primera en mucho tiempo, que es posible que esto no valga la pena, después de todo. Me dejo contagiar de su pesimismo, mientras giro el picaporte, en pocos segundos. Me siento viejo y, cual dementor, me hace creer que no quiero dedicarme a esto toda la vida, que brillo un poco menos en la presencia de Álvaro, pues se me ha ido la juventud... por tener frente a mí a alguien que no ha llegado a estrenarla.
-Álvaro... Me recuerdas mucho a mí, cuando tenía tu edad. Yo siempre arrastraba el pantalón por el suelo, y jamás me sentía bien. Todo el mundo me preguntaba siempre qué me pasaba. ¡Y cuanto más me lo decían, más me agobiaba! ¡Y peor me sentía! Siempre, a cada rato, me preguntaba “para qué”, tras cada cosa que tenía que hacer. Y siempre sentía ganas de dejarlo todo, de dejar de estudiar, y de escapar. Incluso una vez... Bueno, no sé si contarte esto... Una vez, me subí a lo alto de un hotel... Fue durante mi viaje de estudios. Y desde la planta de arriba, tan alto, me pregunté qué sería del mundo si yo me tiraba. Estuve tan cerca de hacerlo... Por fortuna, ¿sabes qué me frenó? En ese momento, tras quitarme las gafas, mientras me desabrochaba los zapatos, comencé a llorar. Y me di cuenta de que hay gente que tiene problemas reales. Pensé en mi familia, en mis amigos... Y me di cuenta de que cuesta el mismo trabajo ser feliz que no serlo. Ese día cambió mi vida y me di cuenta de que quería ser profesor, de que quería hacer algo por los demás, de que el único motivo por el que me había planteado quitarme la vida era que no había descubierto verdaderamente que cada día estamos un paso más cerca de la muerte. Desde entonces jamás pierdo un solo minuto. Desde entonces... no he vuelto a sentirme como tú te sientes ahora.
Todo lo que le dije era mentira. Por supuesto y como siempre. Eso sí, confío en que funcione. En la siguiente hora, por vez primera en todo el curso, vi a Álvaro tomando apuntes. ¡Algo es algo!
¿Qué puede llevar a un ser humano a vaciarse tan pronto? Me recuerda a esos alumnos que tuve y que parecían destinados a la Cooperativa Agrícola, desde primero. Tenían marcado sobre la piel un destino tabernario. (Y ya han cumplido su profecía). Sin grandes conflictos familiares, sin un adulto que les pegue o que los abrace, pasarán por el mundo y por la vida, sin escuchar algo bueno ni malo. Sin épica. Como carne mechada, sin curtir.
El otro día hablé con el padre de Álvaro. Me dijo que su hijo lo tiene todo, que se preocupan por él, que lo han llevado al psicólogo. Me consta que es verdad. Me dijo que no sabe reprenderlo porque lo mira a los ojos y siempre recibe la misma respuesta: “¿qué quieres, Papá?”. El padre se siente ahogado, sabedor de que ha criado un desalmado. Y no sabe qué hizo mal, ni cómo castigarlo. A él le da igual que lo castiguen, y tampoco da motivos para recibir una reprimenda. Nadie puede reprenderte por ser gris, por ser poco humano, por haber perdido la esperanza y estar muerto. Nadie puede recriminarte que no sonrías, que te arrastres sobre las mesas y pasillos del instituto.
Sin ninguna confianza en mí mismo, lo mando llamar. Bromeo, de camino al departamento, sobre los resultados de la jornada de fútbol. Me siento viejo y no sé por qué. Me desmotiva su desidia y pienso, no sé bien por qué, por vez primera en mucho tiempo, que es posible que esto no valga la pena, después de todo. Me dejo contagiar de su pesimismo, mientras giro el picaporte, en pocos segundos. Me siento viejo y, cual dementor, me hace creer que no quiero dedicarme a esto toda la vida, que brillo un poco menos en la presencia de Álvaro, pues se me ha ido la juventud... por tener frente a mí a alguien que no ha llegado a estrenarla.
-Álvaro... Me recuerdas mucho a mí, cuando tenía tu edad. Yo siempre arrastraba el pantalón por el suelo, y jamás me sentía bien. Todo el mundo me preguntaba siempre qué me pasaba. ¡Y cuanto más me lo decían, más me agobiaba! ¡Y peor me sentía! Siempre, a cada rato, me preguntaba “para qué”, tras cada cosa que tenía que hacer. Y siempre sentía ganas de dejarlo todo, de dejar de estudiar, y de escapar. Incluso una vez... Bueno, no sé si contarte esto... Una vez, me subí a lo alto de un hotel... Fue durante mi viaje de estudios. Y desde la planta de arriba, tan alto, me pregunté qué sería del mundo si yo me tiraba. Estuve tan cerca de hacerlo... Por fortuna, ¿sabes qué me frenó? En ese momento, tras quitarme las gafas, mientras me desabrochaba los zapatos, comencé a llorar. Y me di cuenta de que hay gente que tiene problemas reales. Pensé en mi familia, en mis amigos... Y me di cuenta de que cuesta el mismo trabajo ser feliz que no serlo. Ese día cambió mi vida y me di cuenta de que quería ser profesor, de que quería hacer algo por los demás, de que el único motivo por el que me había planteado quitarme la vida era que no había descubierto verdaderamente que cada día estamos un paso más cerca de la muerte. Desde entonces jamás pierdo un solo minuto. Desde entonces... no he vuelto a sentirme como tú te sientes ahora.
Todo lo que le dije era mentira. Por supuesto y como siempre. Eso sí, confío en que funcione. En la siguiente hora, por vez primera en todo el curso, vi a Álvaro tomando apuntes. ¡Algo es algo!
domingo, 6 de marzo de 2011
Zodiac
Trabajé dos años en un instituto de la costa de Cádiz. Recuerdo con pasión una mañana, estando en una clase tempranera, en que se formó un revuelo descomunal entorno a la ventana. Los alumnos, que estaban medio dormidos, muchos de ellos con el chaquetón puesto, se despertaron como si hubiera tocado una corneta militar. Aquel era un grupo malo, de alumnos de primero de la ESO. De mal comportamiento, aunque de buen oído. El centro se encontraba lejos de la playa, pero a veces se escuchaban ciertos rumores procedentes del litoral. Una embarcación, a gran velocidad, había perturbado mi(s) dictado(s). “¿Por qué os levantáis?, ¡volved a vuestros sitios!”. Ninguno me obedeció a la primera. Y pocos a la segunda. Por aquel entonces, me costaba la propia vida tener a los nenes sentados y en silencio.
-Maestro… Es que… Eso era una zodiac de los narcos. Y detrás van los civiles seguro, porque están muy cerca de la costa. ¡Mola!
Varios celebraron la noticia y yo seguí indagando, pues no comprendía demasiado bien por qué eso era una buena noticia. Podía comprender que aquella fuera una situación “estimulante” y también que, en su imaginario colectivo, los narcos son los buenos de la película. Los civiles eran una suerte de aguafiestas que, con frecuencia, entraban en el recinto del instituto armando gresca, revolviendo mochilas, y llevándose a unos cuantos al cuartelillo. Aquellos, cómo no, entraban siendo adolescentes y salían, en mitad de la mañana, convertidos en mito. Por todo ello, los civiles eran los malos y huir de los malos es motivo de júbilo. Ahora bien, no me quedaba claro en qué les beneficiaba a ellos esa huida acuática.
-¿No te das cuenta? Si las patrulleras los persiguen, tendrán que tirar los fardos por la borda. En un par de días, las bolsas llegarán a la orilla. Basta con estar ahí y… ¡zas! ¿No ves a Miguel? Miguel encontró algo hace tiempo. Lo vendió y ahora tiene dinero. Ahora compra ropa de dinero y tiene moto. Porque… Maestro, ¿qué harías tú si encontraras un fardo? ¡Dámelo! ¡Dámelo, por favor! ¡Y yo te lo vendo y te doy la mitad!
Algo así como la lotería de Navidad, en pleno mes de febrero. Un mecanismo de promoción social, en plena crisis. El pueblo lo acepta como un hecho discutible y puntual, que merece una penitencia diminuta. Ese dinero alimenta los comercios locales, la cafetería del instituto y los bares de copas. Es bueno para todos que la zodiac suelte su maná en nuestro pueblo y no en el de al lado. Además, cambiar unas zapatillas de mercadillo por unas NIKE demuestra que hemos medrado, ganando categoría, como todo el mundo hace, cuando puede. ¿Cómo criticarlo? Cada uno hace lo que puede, no lo que debe. Tal vez, no lo niego, yo me quedara una maleta repleta de euros. Perdón, retiro la cortesía: lo haría seguro. ¿Quién va a devolverlo? ¿Quién, si viene del mar, no se apoderaría de la joya de la vieja del TITANIC para subastarla por eBAY? Asumo que un colgante no mata y que la droga sí. Sin embargo, en los ojos expectantes de mis alumnos, mis reproches de entonces, no dejaban de ser matices.
Dos días más tarde, para echar para abajo la comida, me puse un chándal y salí a pasear por la playa. Muchos jugaban al fútbol, haciendo tiempo quizá, y otros habían salido a correr. Medio instituto estaba en la orilla, como nunca, practicando deporte, contemplando la belleza de un ocaso invernal, tan débil y tan puro, como un recién nacido. ¡Bendito narcotráfico que hace que los nenes hagan deporte!, pensé. Todo tiene su lado bueno, en suma. Y me sonreí, tímidamente, al descubrir algo sobresaliente en una de las dunas. ¿Y si aquello fuera…? Reconozco que me acerqué. Se trataba de un bote de pintura y tuve que seguir usando los mismos zapatos una buena temporada.
-Maestro… Es que… Eso era una zodiac de los narcos. Y detrás van los civiles seguro, porque están muy cerca de la costa. ¡Mola!
Varios celebraron la noticia y yo seguí indagando, pues no comprendía demasiado bien por qué eso era una buena noticia. Podía comprender que aquella fuera una situación “estimulante” y también que, en su imaginario colectivo, los narcos son los buenos de la película. Los civiles eran una suerte de aguafiestas que, con frecuencia, entraban en el recinto del instituto armando gresca, revolviendo mochilas, y llevándose a unos cuantos al cuartelillo. Aquellos, cómo no, entraban siendo adolescentes y salían, en mitad de la mañana, convertidos en mito. Por todo ello, los civiles eran los malos y huir de los malos es motivo de júbilo. Ahora bien, no me quedaba claro en qué les beneficiaba a ellos esa huida acuática.
-¿No te das cuenta? Si las patrulleras los persiguen, tendrán que tirar los fardos por la borda. En un par de días, las bolsas llegarán a la orilla. Basta con estar ahí y… ¡zas! ¿No ves a Miguel? Miguel encontró algo hace tiempo. Lo vendió y ahora tiene dinero. Ahora compra ropa de dinero y tiene moto. Porque… Maestro, ¿qué harías tú si encontraras un fardo? ¡Dámelo! ¡Dámelo, por favor! ¡Y yo te lo vendo y te doy la mitad!
Algo así como la lotería de Navidad, en pleno mes de febrero. Un mecanismo de promoción social, en plena crisis. El pueblo lo acepta como un hecho discutible y puntual, que merece una penitencia diminuta. Ese dinero alimenta los comercios locales, la cafetería del instituto y los bares de copas. Es bueno para todos que la zodiac suelte su maná en nuestro pueblo y no en el de al lado. Además, cambiar unas zapatillas de mercadillo por unas NIKE demuestra que hemos medrado, ganando categoría, como todo el mundo hace, cuando puede. ¿Cómo criticarlo? Cada uno hace lo que puede, no lo que debe. Tal vez, no lo niego, yo me quedara una maleta repleta de euros. Perdón, retiro la cortesía: lo haría seguro. ¿Quién va a devolverlo? ¿Quién, si viene del mar, no se apoderaría de la joya de la vieja del TITANIC para subastarla por eBAY? Asumo que un colgante no mata y que la droga sí. Sin embargo, en los ojos expectantes de mis alumnos, mis reproches de entonces, no dejaban de ser matices.
Dos días más tarde, para echar para abajo la comida, me puse un chándal y salí a pasear por la playa. Muchos jugaban al fútbol, haciendo tiempo quizá, y otros habían salido a correr. Medio instituto estaba en la orilla, como nunca, practicando deporte, contemplando la belleza de un ocaso invernal, tan débil y tan puro, como un recién nacido. ¡Bendito narcotráfico que hace que los nenes hagan deporte!, pensé. Todo tiene su lado bueno, en suma. Y me sonreí, tímidamente, al descubrir algo sobresaliente en una de las dunas. ¿Y si aquello fuera…? Reconozco que me acerqué. Se trataba de un bote de pintura y tuve que seguir usando los mismos zapatos una buena temporada.
Pizarras digitales
Este año se han implantado las pizarras digitales. Sin embargo, os reconozco que yo jamás he utilizado ninguna. Cuando la Junta dice “se han implantado”, generalmente lo querría haber dicho es “se ha comenzado a” o, en su defecto, “algunos centros ya cuentan con”. Yo, por el momento, pertenezco a un instituto des-dotado, áptero para estas vicisitudes. Eso sí, sigo un concienzudo calendario de trabajo y uno de mis propósitos para este 2011 era escribir una columna sobre el tema, así que me fingiré ducho en la materia. (No os dejéis engañar, ni siquiera por mí, no sé de lo que hablo). Mi comodín de “propósito no cumplido” lo reservo para “ir más al gimnasio”, como todos los años.
Me he metido en Youtube y he buscado “pizarra digital”. He visualizado, visionado y visto unos quince o veinte vídeos. En todos, sin excepción, había un profesional del arte de la prestidigitación haciendo malabares digitales para demostrar que el producto es -además de caro- útil y fácil de manejar. Conste en acta que su utilidad me parece innegable: reemplazamos las aburridas pizarras de toda la vida por un proyector que nos permite acceder a Internet en cualquier momento. No tiene sentido pintar un mapa en la pizarra, pudiendo sacarlo de un banco de recursos. O, por ejemplo, si queremos leer el famoso soneto de Lope, sobre los efectos del amor, podemos introducir un fragmento de la película y obsequiarles, de paso, con la canción final de Jorge Drexler. ¡Aburrirse será mucho más difícil con este cachivache! Dejo a un lado la importancia real del aburrimiento y cómo en las colas del paro habremos de instalar pronto animadores socio-culturales porque estamos olvidando que el aburrimiento forma parte de la vida, que también para ese estado han de estar preparados nuestros zagales. Dejo a un lado que tanto “hipervinculismo” hipertrofia la mollera, que está demostrado que un exceso de interactividad vuelve a los nenes más lerdos, y me centro en una coletilla presente en casi todos los vídeos.
“Ayudará a sacar el mayor partido posible a la preparación de las clases”. ¡Tate! ¡Que hay que preparar las clases! ¡Esto…! ¿Y si el problema es que no nos las preparamos? Mentiría si dijera que me preparo las clases de la ESO. Yo, y no me siento mal por decirlo, cojo el libro, lo abro, y les explico, con más o menos acierto en función de cuántas horas durmiera la noche previa. Desayunando, en todo caso, me miro lo que luego voy a contar, y pienso los ejemplos. Me siento como un actor que tiene dieciocho funciones a la semana. Mimas un par de ellas, generalmente las de bachillerato, pero… ¿Podemos configurar y seleccionar material interactivo para dieciocho horas semanales? ¿De dónde sacamos veinte o treinta horas de preparación, a la semana? Aunque la gente llana piensa que los profesores somos profesionales del rascamiento genital, lo cierto es que adaptar materiales, aprender a usar la pizarra digital, tiene mucho trabajo, y no nos sobra tanto tiempo, en nuestro ocioso jornal funcionarial. ¡Y además no es tan fácil! Tiene mérito encontrar cosas adecuadas para mí, que no estoy peleado con las [ya no tan] nuevas tecnologías, así que no quiero ni imaginarme a los pobres maestrillos cuyo librillo ha sido reemplazado ásperamente por un eBOOK, y que teclean con dos dedos. ¿Quién les va a enseñar a ellos a volverse internautas, de pronto? ¿En qué momento del día aprenderán a cazar mariposas en la Red? ¿De dónde van a sacar tiempo para dejarse seducir por esta hermosa revolución?
En conclusión [este es un marcador discursivo de tipo conclusivo, lo digo como pista para los alumnos por si los ponentes escogen este texto para Selectividad, lo cual parece improbable, puesto que he empezado metiéndome con la Junta], considero que la pizarra digital es un gran invento, pero creo que tal inversión debería llevar aparejada una cuantiosa dotación horaria para que algunos aprendan a usarlas y para que otros aprendamos a usarlas bien. Me da miedo pensar que tanto dinero, en época de crisis, no va a redundar en una mejoría en los rendimientos educativos. ¿Alguien se atreve a asegurarlo, pues? ¿Es verdaderamente eficaz todo esto? ¿Es, en esencia, lo que necesitábamos? Por el contrario, sí sé es que no ha venido nadie a preguntarnos. Nadie nos ha preguntado, al menos que yo sepa, qué necesitamos para dar clases. Y, sobre todo, no conozco a nadie que haya demandado como urgencia prioritaria, este tipo de pizarras. Por mi experiencia sé, y mi intuición lo corrobora, que solo empleamos aquellos materiales que hemos solicitado. Por tanto…
Me he metido en Youtube y he buscado “pizarra digital”. He visualizado, visionado y visto unos quince o veinte vídeos. En todos, sin excepción, había un profesional del arte de la prestidigitación haciendo malabares digitales para demostrar que el producto es -además de caro- útil y fácil de manejar. Conste en acta que su utilidad me parece innegable: reemplazamos las aburridas pizarras de toda la vida por un proyector que nos permite acceder a Internet en cualquier momento. No tiene sentido pintar un mapa en la pizarra, pudiendo sacarlo de un banco de recursos. O, por ejemplo, si queremos leer el famoso soneto de Lope, sobre los efectos del amor, podemos introducir un fragmento de la película y obsequiarles, de paso, con la canción final de Jorge Drexler. ¡Aburrirse será mucho más difícil con este cachivache! Dejo a un lado la importancia real del aburrimiento y cómo en las colas del paro habremos de instalar pronto animadores socio-culturales porque estamos olvidando que el aburrimiento forma parte de la vida, que también para ese estado han de estar preparados nuestros zagales. Dejo a un lado que tanto “hipervinculismo” hipertrofia la mollera, que está demostrado que un exceso de interactividad vuelve a los nenes más lerdos, y me centro en una coletilla presente en casi todos los vídeos.
“Ayudará a sacar el mayor partido posible a la preparación de las clases”. ¡Tate! ¡Que hay que preparar las clases! ¡Esto…! ¿Y si el problema es que no nos las preparamos? Mentiría si dijera que me preparo las clases de la ESO. Yo, y no me siento mal por decirlo, cojo el libro, lo abro, y les explico, con más o menos acierto en función de cuántas horas durmiera la noche previa. Desayunando, en todo caso, me miro lo que luego voy a contar, y pienso los ejemplos. Me siento como un actor que tiene dieciocho funciones a la semana. Mimas un par de ellas, generalmente las de bachillerato, pero… ¿Podemos configurar y seleccionar material interactivo para dieciocho horas semanales? ¿De dónde sacamos veinte o treinta horas de preparación, a la semana? Aunque la gente llana piensa que los profesores somos profesionales del rascamiento genital, lo cierto es que adaptar materiales, aprender a usar la pizarra digital, tiene mucho trabajo, y no nos sobra tanto tiempo, en nuestro ocioso jornal funcionarial. ¡Y además no es tan fácil! Tiene mérito encontrar cosas adecuadas para mí, que no estoy peleado con las [ya no tan] nuevas tecnologías, así que no quiero ni imaginarme a los pobres maestrillos cuyo librillo ha sido reemplazado ásperamente por un eBOOK, y que teclean con dos dedos. ¿Quién les va a enseñar a ellos a volverse internautas, de pronto? ¿En qué momento del día aprenderán a cazar mariposas en la Red? ¿De dónde van a sacar tiempo para dejarse seducir por esta hermosa revolución?
En conclusión [este es un marcador discursivo de tipo conclusivo, lo digo como pista para los alumnos por si los ponentes escogen este texto para Selectividad, lo cual parece improbable, puesto que he empezado metiéndome con la Junta], considero que la pizarra digital es un gran invento, pero creo que tal inversión debería llevar aparejada una cuantiosa dotación horaria para que algunos aprendan a usarlas y para que otros aprendamos a usarlas bien. Me da miedo pensar que tanto dinero, en época de crisis, no va a redundar en una mejoría en los rendimientos educativos. ¿Alguien se atreve a asegurarlo, pues? ¿Es verdaderamente eficaz todo esto? ¿Es, en esencia, lo que necesitábamos? Por el contrario, sí sé es que no ha venido nadie a preguntarnos. Nadie nos ha preguntado, al menos que yo sepa, qué necesitamos para dar clases. Y, sobre todo, no conozco a nadie que haya demandado como urgencia prioritaria, este tipo de pizarras. Por mi experiencia sé, y mi intuición lo corrobora, que solo empleamos aquellos materiales que hemos solicitado. Por tanto…
Para Selectividad
A mi madre le haría muchísima ilusión que pongan un texto mío en Selectividad. Llevo cinco años escribiendo artículos de opinión y, puesto que es frecuente que se escojan textos que hablan sobre educación, he pensado que quizá este pueda valerle a los ponentes. Escribo en el segundo diario general con más lectores en España y, por supuesto, también lo hago en Andalucía. En caso de que este texto lo seleccionen para selectividad, aviso a los futuros estudiantes de que “Cuyami” es un seudónimo basado en el nombre de un futbolista que destacó en el Polideportivo Almería y en el Recreativo de Huelva. Estaría bonito que hagáis una reflexión sobre por qué para hablar sobre educación un profesor ha de usar un seudónimo. (Si alguno quiere desvariar más de la cuenta sobre la relación entre fútbol y literatura, le doy permiso). Os reconozco que es un poco frustrante que tu seudónimo tenga más entradas en Google que tu nombre real. Sin embargo, si algunas de las cuestiones que escribo se recogieran bajo un nombre real, ese hecho imputaría a mis superiores y compañeros. En tal caso, me acarrearía alguna que otra querella. Y no me apetece.
En la prueba de lengua, en la última década, casi siempre entra, al menos, un texto periodístico. Si va firmado es un artículo de opinión. En caso contrario, una editorial. En tales casos, va aparejada una pregunta llamada “géneros periodísticos”. Estudiándote esa pregunta, más que probablemente, te ahorras saberte toda la literatura. Otros seis puntos podría hacerlos cualquier adulto sin haber estudiado nada (resumir el texto, indicar cuál es la idea principal y realizar un comentario crítico que ha de hablar sobre el contenido del texto y jamás sobre su forma). Solo ofrece algo de más dificultad la pregunta restante de lengua, que en una de las opciones suele estar relacionada con sintaxis, pero que podría ser definir alguna palabra rara o explicar el significado de alguna oración, que es lo que yo escogería para este texto.
Antaño, los adultos que lean estas líneas lo recordarán, había tres asignaturas diferentes: lengua, literatura y comentario de texto. Se ha hecho “ahora”, en la línea del desarrollo de las competencias, un refrito raro, que a nadie convence. Es un poco triste que la literatura, tanto en grupos de letras como de ciencias, se reduzca a dos puntos, como mucho. Lo que más cuenta es que sepáis escribir con cierto sentido. También ayuda que, como mis alumnos harán, llevéis de casa unos cuantos truquillos para aparentar, tales como usar siempre las mismas estructuras de enlace, memorizar citas genéricas para poder incluirlas casi en cualquier tema, y trampitas así. Los más osados citarán libros que no existen y nadie podrá demostrar que “Sin más asuntos que tratar” no es el título de mi autobiografía, pues el corrector tendrá una pila de más de ciento cuarenta cuadernitos, y no cuenta con el apoyo de Internet.
Selectividad es muy fácil. Siempre lo digo. Y si este texto os lo ponen en el que ha de ser el primero de los exámenes, os doy un único consejo para estos días: no tengáis miedo. El noventa por ciento de los que estáis leyendo este texto vais a aprobar selectividad. El diez por ciento restante tendrá septiembre. Ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano. Si estáis agobiados por la nota, sabed que ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano, también. Ya no depende de vosotros. Será el factor suerte el que va a determinar si entráis o no en la carrera de vuestros sueños. Será la indulgencia del corrector, que entre un tema que vuestro profesor explicó mejor, que no se os vaya la cabeza pensando en el novio que os dejó, no pillar un virus de 24 horas y hacer el examen con fiebre... Hay tantos factores, que no está en vuestra mano controlar, que no merece la pena amargarse estudiando dos o tres horas más esta tarde. Lo peor ya ha pasado, por tanto. Lo peor es sin duda el momento de entrar en el aula, de enseñar el DNI, de leer el texto... Después, pasado ese mal trago, descubres que entiendes lo que pone, que sabes hacer las preguntas. Ahora, justo ahora, te toca ponerte a escribir. Y eso lo llevas haciendo toda tu vida, ¿cómo vas a tenerle miedo a hacer un examen… si llevas toda la vida haciendo exámenes como este?
En la prueba de lengua, en la última década, casi siempre entra, al menos, un texto periodístico. Si va firmado es un artículo de opinión. En caso contrario, una editorial. En tales casos, va aparejada una pregunta llamada “géneros periodísticos”. Estudiándote esa pregunta, más que probablemente, te ahorras saberte toda la literatura. Otros seis puntos podría hacerlos cualquier adulto sin haber estudiado nada (resumir el texto, indicar cuál es la idea principal y realizar un comentario crítico que ha de hablar sobre el contenido del texto y jamás sobre su forma). Solo ofrece algo de más dificultad la pregunta restante de lengua, que en una de las opciones suele estar relacionada con sintaxis, pero que podría ser definir alguna palabra rara o explicar el significado de alguna oración, que es lo que yo escogería para este texto.
Antaño, los adultos que lean estas líneas lo recordarán, había tres asignaturas diferentes: lengua, literatura y comentario de texto. Se ha hecho “ahora”, en la línea del desarrollo de las competencias, un refrito raro, que a nadie convence. Es un poco triste que la literatura, tanto en grupos de letras como de ciencias, se reduzca a dos puntos, como mucho. Lo que más cuenta es que sepáis escribir con cierto sentido. También ayuda que, como mis alumnos harán, llevéis de casa unos cuantos truquillos para aparentar, tales como usar siempre las mismas estructuras de enlace, memorizar citas genéricas para poder incluirlas casi en cualquier tema, y trampitas así. Los más osados citarán libros que no existen y nadie podrá demostrar que “Sin más asuntos que tratar” no es el título de mi autobiografía, pues el corrector tendrá una pila de más de ciento cuarenta cuadernitos, y no cuenta con el apoyo de Internet.
Selectividad es muy fácil. Siempre lo digo. Y si este texto os lo ponen en el que ha de ser el primero de los exámenes, os doy un único consejo para estos días: no tengáis miedo. El noventa por ciento de los que estáis leyendo este texto vais a aprobar selectividad. El diez por ciento restante tendrá septiembre. Ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano. Si estáis agobiados por la nota, sabed que ya habéis hecho todo lo que estaba en vuestra mano, también. Ya no depende de vosotros. Será el factor suerte el que va a determinar si entráis o no en la carrera de vuestros sueños. Será la indulgencia del corrector, que entre un tema que vuestro profesor explicó mejor, que no se os vaya la cabeza pensando en el novio que os dejó, no pillar un virus de 24 horas y hacer el examen con fiebre... Hay tantos factores, que no está en vuestra mano controlar, que no merece la pena amargarse estudiando dos o tres horas más esta tarde. Lo peor ya ha pasado, por tanto. Lo peor es sin duda el momento de entrar en el aula, de enseñar el DNI, de leer el texto... Después, pasado ese mal trago, descubres que entiendes lo que pone, que sabes hacer las preguntas. Ahora, justo ahora, te toca ponerte a escribir. Y eso lo llevas haciendo toda tu vida, ¿cómo vas a tenerle miedo a hacer un examen… si llevas toda la vida haciendo exámenes como este?
Orientación
He pasado el puente con un grupo de segundo de bachillerato. Hemos vivido unos días fantásticos, pero ahora me encuentro en la cama por culpa de la fiebre, por haberme abrigado poco. Me vienen, por ese motivo, y a la mente, un montón de recuerdos y de vivencias con ellos. Son sus últimos meses antes de entrar en la universidad y están repletos de dudas y de miedos. Muchos vienen a ti buscando una pista sobre la profesión que más les conviene. Te piden apoyo, pues no se atreven a escoger la carrera que desean. Y son capaces de meterse en Económicas con tal de no afrontar el desafío de llegar a ser lo que verdaderamente desean llegar a ser.
En un brindis sosegado, alguien entonó la palabra “futuro”. Y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su futuro es un páramo sombrío. El propio de una generación que, por vez primera en demasiado tiempo, tiene peores expectativas que la de sus padres. A ellos les aguarda el vicio de acumular años cotizados, sin ninguna promesa. Y les hablan de carreras que llevan al paro, y que han de evitar, como si alguna pudiera librarles de la certeza de más de cuatro millones de desprecios. ¿Acaso hay alguna orientación válida para salvarse? ¿Pueden hacer algo para escapar del futuro que les aguarda? ¿Hay para ellos, en tal caso, un porvenir habitable? ¿Qué carrera tiene salidas para este laberinto en que hemos convertido el panorama laboral? Muy irónico eso de “tener o no tener salida”. Esa es la cuestión.
La universidad se llenará pronto con los sueños de siempre, pero entran tristes, con las esperanzas mermadas y sobrias, pues todo el mundo les dice que les auguran tiempos difíciles, que habrán de venir para ellos días sin vino ni rosas. Vienen al mundo (laboral) con la desoladora aspiración de cambiar las cosas, pero nadie apuesta un duro por ellos. Como si los anteriores lo hubiéramos hecho mucho mejor. Son una generación condenada a priori, pues se dice de ellos que tienen una cultura estrepitosa, que no saben hacer oficio alguno, que no sirven, ni cuentan, que no pintarán nada.
Estos jóvenes tienen miedo, porque les recibe una sociedad con la mirada sucia, que les vaticina fracaso. Nadie les habla de victoria, ni de pasión. Nadie les enseña a ambicionar, a ganar, a darlo todo para conseguir lo que sueñan. Nadie les enseña a competir. Nadie les pide que luchen por sus sueños, que peleen, que le pinten a cara a los gilipollas conformistas que hemos construido esta sociedad moribunda. En tal caso, si volviera a ser joven, me bañaría de luz para pedirle a todos los viejunos, que habitamos el planeta, que nos dejen un hueco, que nos dejen crecer, sin tantos prejuicios, diciéndole “no” a los jóvenes, sin escuchar antes, ni siquiera, la pregunta.
Los jóvenes, los que este año mandaremos a la universidad, tienen miedo. Porque les hemos enseñado a tener miedo. Nadie les pide que confíen y jamás escuchan un “confío en ti” de entrada, tampoco. La empresa no da trabajo. Hay demasiados abogados. Ya no se necesitan periodistas. Sobran enfermeros y se ha cubierto el cupo de fontaneros y de electricistas. Hay paro en la construcción y los ingenieros y arquitectos han de emigrar. ¿Acaso las humanidades sirven para algo, si no dan de comer? Ni el arte, o la música, tampoco el teatro, o la política, repleta de dinosaurios con el culo pesado. ¿Qué lugar queda para ellos, por tanto? ¿Qué orientación se le da a alguien que te pide un consejo laboral?
En un brindis sosegado, alguien entonó la palabra “futuro”. Y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Su futuro es un páramo sombrío. El propio de una generación que, por vez primera en demasiado tiempo, tiene peores expectativas que la de sus padres. A ellos les aguarda el vicio de acumular años cotizados, sin ninguna promesa. Y les hablan de carreras que llevan al paro, y que han de evitar, como si alguna pudiera librarles de la certeza de más de cuatro millones de desprecios. ¿Acaso hay alguna orientación válida para salvarse? ¿Pueden hacer algo para escapar del futuro que les aguarda? ¿Hay para ellos, en tal caso, un porvenir habitable? ¿Qué carrera tiene salidas para este laberinto en que hemos convertido el panorama laboral? Muy irónico eso de “tener o no tener salida”. Esa es la cuestión.
La universidad se llenará pronto con los sueños de siempre, pero entran tristes, con las esperanzas mermadas y sobrias, pues todo el mundo les dice que les auguran tiempos difíciles, que habrán de venir para ellos días sin vino ni rosas. Vienen al mundo (laboral) con la desoladora aspiración de cambiar las cosas, pero nadie apuesta un duro por ellos. Como si los anteriores lo hubiéramos hecho mucho mejor. Son una generación condenada a priori, pues se dice de ellos que tienen una cultura estrepitosa, que no saben hacer oficio alguno, que no sirven, ni cuentan, que no pintarán nada.
Estos jóvenes tienen miedo, porque les recibe una sociedad con la mirada sucia, que les vaticina fracaso. Nadie les habla de victoria, ni de pasión. Nadie les enseña a ambicionar, a ganar, a darlo todo para conseguir lo que sueñan. Nadie les enseña a competir. Nadie les pide que luchen por sus sueños, que peleen, que le pinten a cara a los gilipollas conformistas que hemos construido esta sociedad moribunda. En tal caso, si volviera a ser joven, me bañaría de luz para pedirle a todos los viejunos, que habitamos el planeta, que nos dejen un hueco, que nos dejen crecer, sin tantos prejuicios, diciéndole “no” a los jóvenes, sin escuchar antes, ni siquiera, la pregunta.
Los jóvenes, los que este año mandaremos a la universidad, tienen miedo. Porque les hemos enseñado a tener miedo. Nadie les pide que confíen y jamás escuchan un “confío en ti” de entrada, tampoco. La empresa no da trabajo. Hay demasiados abogados. Ya no se necesitan periodistas. Sobran enfermeros y se ha cubierto el cupo de fontaneros y de electricistas. Hay paro en la construcción y los ingenieros y arquitectos han de emigrar. ¿Acaso las humanidades sirven para algo, si no dan de comer? Ni el arte, o la música, tampoco el teatro, o la política, repleta de dinosaurios con el culo pesado. ¿Qué lugar queda para ellos, por tanto? ¿Qué orientación se le da a alguien que te pide un consejo laboral?
Fahrenheit 451
El otro día, en un claustro, el coordinador TIC (que viene a ser el gran chamán de los ordenadores) nos sugirió que nos diéramos de alta en la página web de una editorial nueva que ofrece, de forma gratuita, la probatura de libros digitales para el aula. Nos habló de sus ventajas y, acto seguido, nos explicó que en Cataluña se ha bajado a los centros la partida presupuestaria destinada a libros para que necesariamente hayan de encargar libros digitales para los estudiantes. Las licencias vienen a costar unos treinta euros por grupo, mucho menos que el papel.
De pronto, imaginé una sociedad sin libros, donde los alumnos basen todo su aprendizaje en el contenido de sus portátiles. Se reduciría el peso de las mochilas, a menos de la mitad, y muchos arbolitos mantendrían su vida. Yo siempre fui un niño disperso. (Ahora soy un adulto algo disperso, también). Si se puede acceder a los manuales desde cualquier ordenador, se acabó el contratiempo de dejarte el libro en clase. Desde cualquier ordenador del mundo puedes ver tus actividades y preparar los exámenes, sin necesidad de tener a mano la mochila. Además, resulta más estimulante tener un libro interactivo, a lo Harry Potter, pues estos hacen parecer del cretácico a mis libros de Matemáticas, esos tan feos por los que algunos editores purgarían su tacañería visual… si el purgatorio siguiera existiendo.
Los adultos del hoy lo somos todo por los libros. Llego tarde a la era digital, me temo. Me gusta tocar el papel de lo que leo y pasar página resulta tan proverbial que me aturulla que el grosor de lo leído sea siempre lo mismo, no sentir que avanza en nuestra mano el temblor de cada capítulo. Mi profesión delata que me gustan los libros. A pesar de lo cual, ¿acaso no es la escuela el paso lógico que puede llevar a que estos formatos se impongan? Si los libros de texto en formato digital machacan a los de toda la vida, esos mismos estudiantes no comprarán las novelas de Ruiz Zafón o de Pérez Reverte en papel. ¿Para qué? Si el papel pesa y pasa (de moda). Y no te habla. Ni puede cambiarse el tamaño de las letras en función de si la escena leída es erótica o no.
Fahrenheit 451 habla de una sociedad en la que los libros pasan a estar prohibidos y se encarga a los bomberos que, en caso de encontrarse con alguno, le prendan fuego. Leer te hace plantearte la vida de otro modo y, por ende, te hace más infeliz. No hay infelicidad para quien no escoge. La facultad de poder elegir te hace desgraciado porque, en caso de escoger, en caso de equivocarte, te pones triste y te entran ganas de llorar. Y todas esas cosas. De hecho, muchas veces siento que privar a nuestros alumnos de la educación sería una deferencia repleta de magnificencia, de cara al futuro que les espera. Los haríamos borregos felices, apegados al brillo turbio de la tele, de la pantalla del móvil, de los portátiles y de cualquier otro dispositivo electrónico que se pueda concebir y manipular.
No sé qué pienso. Me da miedo este paso. Me aterra que se imponga el libro digital en las aulas. Será un avance y ya mismo lo veremos, pero no sé si me gusta. Más nos vale acostumbrarnos, pues tiene más ventajas que inconveniencias, pero no sé si me gusta. Solo se me ocurren detallitos en contra. En lo esencial reconozco que está bastante bien. ¡Qué sé yo! Mis recelos, como los de todos, se basan en una cuestión de melancolía y de miedo a envejecer. Supongo que todos, en el fondo, entendemos que los valores rectos son aquellos que se corresponden con nuestra infancia. ¡Y me parece tan lejana de pronto! ¡Me parecen tan lejanas aquellas aulas repletas de gomas de borrar y de sacapuntas! Sin pantallas de ordenador, ni cañones, ni pizarras digitales…
De pronto, imaginé una sociedad sin libros, donde los alumnos basen todo su aprendizaje en el contenido de sus portátiles. Se reduciría el peso de las mochilas, a menos de la mitad, y muchos arbolitos mantendrían su vida. Yo siempre fui un niño disperso. (Ahora soy un adulto algo disperso, también). Si se puede acceder a los manuales desde cualquier ordenador, se acabó el contratiempo de dejarte el libro en clase. Desde cualquier ordenador del mundo puedes ver tus actividades y preparar los exámenes, sin necesidad de tener a mano la mochila. Además, resulta más estimulante tener un libro interactivo, a lo Harry Potter, pues estos hacen parecer del cretácico a mis libros de Matemáticas, esos tan feos por los que algunos editores purgarían su tacañería visual… si el purgatorio siguiera existiendo.
Los adultos del hoy lo somos todo por los libros. Llego tarde a la era digital, me temo. Me gusta tocar el papel de lo que leo y pasar página resulta tan proverbial que me aturulla que el grosor de lo leído sea siempre lo mismo, no sentir que avanza en nuestra mano el temblor de cada capítulo. Mi profesión delata que me gustan los libros. A pesar de lo cual, ¿acaso no es la escuela el paso lógico que puede llevar a que estos formatos se impongan? Si los libros de texto en formato digital machacan a los de toda la vida, esos mismos estudiantes no comprarán las novelas de Ruiz Zafón o de Pérez Reverte en papel. ¿Para qué? Si el papel pesa y pasa (de moda). Y no te habla. Ni puede cambiarse el tamaño de las letras en función de si la escena leída es erótica o no.
Fahrenheit 451 habla de una sociedad en la que los libros pasan a estar prohibidos y se encarga a los bomberos que, en caso de encontrarse con alguno, le prendan fuego. Leer te hace plantearte la vida de otro modo y, por ende, te hace más infeliz. No hay infelicidad para quien no escoge. La facultad de poder elegir te hace desgraciado porque, en caso de escoger, en caso de equivocarte, te pones triste y te entran ganas de llorar. Y todas esas cosas. De hecho, muchas veces siento que privar a nuestros alumnos de la educación sería una deferencia repleta de magnificencia, de cara al futuro que les espera. Los haríamos borregos felices, apegados al brillo turbio de la tele, de la pantalla del móvil, de los portátiles y de cualquier otro dispositivo electrónico que se pueda concebir y manipular.
No sé qué pienso. Me da miedo este paso. Me aterra que se imponga el libro digital en las aulas. Será un avance y ya mismo lo veremos, pero no sé si me gusta. Más nos vale acostumbrarnos, pues tiene más ventajas que inconveniencias, pero no sé si me gusta. Solo se me ocurren detallitos en contra. En lo esencial reconozco que está bastante bien. ¡Qué sé yo! Mis recelos, como los de todos, se basan en una cuestión de melancolía y de miedo a envejecer. Supongo que todos, en el fondo, entendemos que los valores rectos son aquellos que se corresponden con nuestra infancia. ¡Y me parece tan lejana de pronto! ¡Me parecen tan lejanas aquellas aulas repletas de gomas de borrar y de sacapuntas! Sin pantallas de ordenador, ni cañones, ni pizarras digitales…
El campo
Profesora: Hombre, Manuel... ¡Tú por aquí! ¿Qué ha pasado? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: La última vez que hablamos me dijiste que intentarías que no volviéramos a vernos. ¿Te acuerdas de eso? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: ¿Qué ha pasado? Alumno: [Gruñido de desaprobación]. Profesora: Por favor... Si no me dices qué ha pasado... No podré ayudarte. Alumno: Es que el gilipollas ese... Profesora: Manuel, ya sabes que delante de mí no puedes insultar a otro profesor. Al que tú llamas “gilipollas”, es mi compañero. Venga, cuéntame qué ha pasado. Alumno: Es que el gilipollas ese me ha echado... ¡Y yo no he hecho ni ostia! Yo estaba tan tranquilo, se ha rallado, y me ha empezado a decir cosas. Yo le he dicho que me dejara y me ha echado. ¡Es que es es gilipollas! ¡Es gilipollas! Profesora: El profesor trata de enseñarte a comportarte, por tu bien. Alumno: [Gruñuido de desaprobación, mientras trocea un cuaderno].
P: Tú has pensado... que algún día... Todo esto acabará. Saldrás del instituto y tendrás que dedicarte a algo. ¿Sabes qué será de ti sin el graduado? A: ¿Para qué quiero yo el graduado ese? Ya se lo pueden meter por el culo los maestros. Yo voy al campo, con mi viejo, y en una mañana gano dinero para salir un mes. Y si no, trapicheando un poco, gano más en un semana que tú en un mes. P: Ya, pero tú sabes que la gente que trapichea acaba en la cárcel. Y el campo... ¿Quieres pasar toda tu vida en el campo? A: ¡Claro! El campo... En el campo no tengo que aguantar a los maestros todo el día dando por culo. Cuando voy al campo me pongo mi flamenquito to guapo y me fumo algo. Y no tengo que estar como los tontos esos, haciendo lo que dice el maestro todo el día. Solo les falta chuparle el culo. P: Si lo dices por tus compañeros... Algún día ellos ganarán más dinero que tú y quizá pienses diferente entonces, ¿no te parece? A: Estudiar no sirve para nada. ¿Para qué si tengo el campo? A mí no me gusta estudiar. Y leer y todas esas mierdas, ¿para qué sirve? Con lo bien que estoy yo en el campo, con los litros, escuchando flamenquito [y se pone a cantar]. P: Por favor, Manuel. Aquí no puedes cantar. Se supone que estás castigado. A: ¿Y quién eres tú para castigarme? A mí solo me castiga mi vieja, pero ella nunca me castiga porque sabe que no sirve para nada. [Y sigue cantando]. ¿A ti no te gusta cantar? A los maestros nunca les gusta cantar. P: A mí me gusta mucho cantar. Pero para todo hay un momento. Hay un momento para cantar y hay momentos para trabajar. Y al instituto no se viene a cantar. A: ¿Y por qué no? P: Pues porque si todos viniéramos al instituto a cantar, como tú, ¿cómo iría el país? A: ¿Y eso qué importa? P: A ti no te importa todavía, pero algún día te importará. Seguro que querrás tener una familia, comprar una casa... A: Maestra, ¿tú tienes moto? P: No. A: ¿Qué moto tienes? P: Te he dicho que no tengo moto. A: Ah, es verdad. Los maestros nunca tenéis moto.
P: Manuel, yo tenía un amigo que era como tú, cuando tenía tu edad. A: ¿Y se la calzó? P: ¿A qué te refieres? A: Maestra, ya sabes, que si tú y él... [y hace un gesto aclaratorio]. P: No, claro que no. Porque a mi amigo no le preocupaba su futuro y a mí no me gustaban los chicos que no estudian. A: ¿Entonces no se la calzó? P: No, Manuel. Te he dicho que no. A: ¿Tu amigo era marica? P: ¿Y eso qué tiene que ver? A: Seguro que era marica. P: No, no lo era... De todas formas, no deberías llamar a los homosexuales “marica”, porque eso es ofensivo. A: Maestra, ¿te puedo preguntar una cosa? P: Escúchame primero. Quiero hablarte de mi amigo. Él tampoco estudiaba, pasaba de todo y ahora... ¿Sabes lo que ha sido de él? A: ¡No me ralles! P: Manuel, tienes que saber lo que va a pasarte si no te tomas las cosas un poco más en serio. A: ¡Que no me ralles, coño! P: No te estoy rallando, solo trato de ayudarte. A: ¿Ayudarme? ¡Vete al carajo! Tú solo quieres comerme la cabeza, como los otros maestros, para que te haga caso. Pero... ¿sabes qué? Yo no le hago caso a nadie. Yo nunca hago caso. Y menos cuando alguien me quiere comer la cabeza, ¿sabes? [Se levanta y tira la mesa de un empujón]. P: Manuel... En ningún momento te he hablado mal. ¿Te parece justo que tú me trates así a mí? A: Ira... Ahora ve a mis viejos y les dirás que me he portado mal y todo eso. Anda y vete a cagar, que si tu novio no te hace lo que te tiene que hacer, yo no tengo la culpa. ¡Será mierda la tía!
P: Tú has pensado... que algún día... Todo esto acabará. Saldrás del instituto y tendrás que dedicarte a algo. ¿Sabes qué será de ti sin el graduado? A: ¿Para qué quiero yo el graduado ese? Ya se lo pueden meter por el culo los maestros. Yo voy al campo, con mi viejo, y en una mañana gano dinero para salir un mes. Y si no, trapicheando un poco, gano más en un semana que tú en un mes. P: Ya, pero tú sabes que la gente que trapichea acaba en la cárcel. Y el campo... ¿Quieres pasar toda tu vida en el campo? A: ¡Claro! El campo... En el campo no tengo que aguantar a los maestros todo el día dando por culo. Cuando voy al campo me pongo mi flamenquito to guapo y me fumo algo. Y no tengo que estar como los tontos esos, haciendo lo que dice el maestro todo el día. Solo les falta chuparle el culo. P: Si lo dices por tus compañeros... Algún día ellos ganarán más dinero que tú y quizá pienses diferente entonces, ¿no te parece? A: Estudiar no sirve para nada. ¿Para qué si tengo el campo? A mí no me gusta estudiar. Y leer y todas esas mierdas, ¿para qué sirve? Con lo bien que estoy yo en el campo, con los litros, escuchando flamenquito [y se pone a cantar]. P: Por favor, Manuel. Aquí no puedes cantar. Se supone que estás castigado. A: ¿Y quién eres tú para castigarme? A mí solo me castiga mi vieja, pero ella nunca me castiga porque sabe que no sirve para nada. [Y sigue cantando]. ¿A ti no te gusta cantar? A los maestros nunca les gusta cantar. P: A mí me gusta mucho cantar. Pero para todo hay un momento. Hay un momento para cantar y hay momentos para trabajar. Y al instituto no se viene a cantar. A: ¿Y por qué no? P: Pues porque si todos viniéramos al instituto a cantar, como tú, ¿cómo iría el país? A: ¿Y eso qué importa? P: A ti no te importa todavía, pero algún día te importará. Seguro que querrás tener una familia, comprar una casa... A: Maestra, ¿tú tienes moto? P: No. A: ¿Qué moto tienes? P: Te he dicho que no tengo moto. A: Ah, es verdad. Los maestros nunca tenéis moto.
P: Manuel, yo tenía un amigo que era como tú, cuando tenía tu edad. A: ¿Y se la calzó? P: ¿A qué te refieres? A: Maestra, ya sabes, que si tú y él... [y hace un gesto aclaratorio]. P: No, claro que no. Porque a mi amigo no le preocupaba su futuro y a mí no me gustaban los chicos que no estudian. A: ¿Entonces no se la calzó? P: No, Manuel. Te he dicho que no. A: ¿Tu amigo era marica? P: ¿Y eso qué tiene que ver? A: Seguro que era marica. P: No, no lo era... De todas formas, no deberías llamar a los homosexuales “marica”, porque eso es ofensivo. A: Maestra, ¿te puedo preguntar una cosa? P: Escúchame primero. Quiero hablarte de mi amigo. Él tampoco estudiaba, pasaba de todo y ahora... ¿Sabes lo que ha sido de él? A: ¡No me ralles! P: Manuel, tienes que saber lo que va a pasarte si no te tomas las cosas un poco más en serio. A: ¡Que no me ralles, coño! P: No te estoy rallando, solo trato de ayudarte. A: ¿Ayudarme? ¡Vete al carajo! Tú solo quieres comerme la cabeza, como los otros maestros, para que te haga caso. Pero... ¿sabes qué? Yo no le hago caso a nadie. Yo nunca hago caso. Y menos cuando alguien me quiere comer la cabeza, ¿sabes? [Se levanta y tira la mesa de un empujón]. P: Manuel... En ningún momento te he hablado mal. ¿Te parece justo que tú me trates así a mí? A: Ira... Ahora ve a mis viejos y les dirás que me he portado mal y todo eso. Anda y vete a cagar, que si tu novio no te hace lo que te tiene que hacer, yo no tengo la culpa. ¡Será mierda la tía!
Competitividad
Lo cuento precisamente porque jamás me había pasado. Eso sí, estoy seguro de que esta columna va a herir la sensibilidad de muchos docentes andaluces. A mí, en otro tiempo, esta anécdota me hubiera resultado increíble e insultante. Sin embargo, tengo la dicha de ser el tutor del mejor cuarto de ESO de todos los tiempos. No tengo ninguna duda de que mi grupo conseguirá el pleno en junio, lo cual es milagroso en estos tiempos que corren, y además una parte importante de mis pupilos se van a llevar el sobresaliente de media. Me siento orgulloso de capitanear un grupo de alumnos que, frente a lo que suelo ver por ahí, tienen raza. Quieren ganar. Compiten.
El viernes estaba en mi tradicional guardia de biblioteca cuando acudieron en mi busca cinco o seis de mis estudiantes más ilustres. En cabeza una chica que cosecha dieces como un apicultor picotazos. “Maestro, ha pasado algo terrible... Alguien de nuestra clase le ha dado el examen a los de la otra clase. ¡Y están preparando las preguntas en el recreo!” Reconozco que al principio no entendí muy bien el problema, pero luego me lo explicaron entre todos. “La profesora nunca cambia los exámenes y van a sacar mejores notas que nosotros. ¡Y no es justo! ¡Nosotros somos mejores que ellos y hemos estudiado más!”. Me sorprendió la rabia con la que hablaban. Su insolencia me sobrecogió. Jamás se me había dado una situación parecida y no sabía cómo resolverla.
¿Qué debía hacer? Podía decirles que hay que alegrarse por la suerte ajena y que ellos no necesitan ganar a los demás para sentirse bien (lo segundo no es cierto y lo primero no es imprescindible). Podría haberles dicho que son el mejor cuarto de la historia y que no pasa nada por compartir promoción con otros alumnos de sobresaliente, con o sin trampas. Pero les dije lo que pienso: que me encanta su actitud y que entiendo el enfado, aunque esta vez la situación no tuviera arreglo. Mi tutoría siempre quiere ganar. Si se organiza un concurso de la disciplina que sea, ellos se plantearán ser los mejores, pasar por encima de los demás, demostrar que son los más inteligentes y los que más se esfuerzan. Los más fuertes y los más guapos. No le tienen miedo a nadie (tengo músicos, superdotados y hasta una deportista de élite).
Les recomendé que le contaran a la profesora la situación, a toro pasado. Pero el otro curso va a enfadarse mucho. ¿Por qué está tan mal visto reconocer que para ti es importante quedar por encima de otro, máxime si estos han hecho trampas? ¿Por qué es preciso ocultar que encuentras tu gloria en la victoria sobre otros? Me imagino a dos atletas a punto de cruzar la meta diciéndose, como enamorados que tratan de colgar el teléfono, “no, gana tú. ¡Tú primero!”. ¡Ridículo! Yo soy funcionario porque le gané a muchos otros. Y no me gané a mí mismo. Le gané a otros doscientos aspirantes que, de buena gana, me hubieran partido la cara, como si estuviera afiliado al PP murciano, para quitarme la plaza.
Sin embargo, lo que más me ha sorprendido no es la actitud de mis nenes. Lo más surrealista de todo es que todo el mundo al que le cuento el suceso opina que soy un hijo de puta por fomentar la competitividad, por decirle a mi tutoría que espero de ellos que sean los mejores y que si para ellos es un estímulo superar a sus homólogos, veo bien que traten de hacerlo. Todo el mundo me dice que tengo que enseñarles un montón de moñeces en las que yo no creo. Esa moñeces, me temo, son las que explican el paro, una parte de la crisis, el PER, y la falta de eficacia de nuestro sector privado. Fabricamos borregos a los que estamos enseñando que es malo pelear contra el que está al lado. Y encima los hacemos sentir mal, como si mis chicos no hubieran pasado la noche anterior estudiando hasta las tantas, sin hacer trampas, con la mayor honradez del mundo. ¿Por qué casi todo el mundo tiende a ponerse del lado del mediocre? ¿Qué tienen los ganadores que los hace parecer tan antipáticos? ¿Cuándo inculcaremos más competitividad y menos ciudadanía? ¿Acaso pensamos que el comercio chino que han abierto en el pueblo tendrá compasión del ultramarinos que tiene a su lado? Lo va a destrozar. Y destrozarán a nuestros jóvenes si no les enseñamos que, de vez en cuándo, no es tan malo sacar los dientes y morder con todas nuestras fuerzas.
El viernes estaba en mi tradicional guardia de biblioteca cuando acudieron en mi busca cinco o seis de mis estudiantes más ilustres. En cabeza una chica que cosecha dieces como un apicultor picotazos. “Maestro, ha pasado algo terrible... Alguien de nuestra clase le ha dado el examen a los de la otra clase. ¡Y están preparando las preguntas en el recreo!” Reconozco que al principio no entendí muy bien el problema, pero luego me lo explicaron entre todos. “La profesora nunca cambia los exámenes y van a sacar mejores notas que nosotros. ¡Y no es justo! ¡Nosotros somos mejores que ellos y hemos estudiado más!”. Me sorprendió la rabia con la que hablaban. Su insolencia me sobrecogió. Jamás se me había dado una situación parecida y no sabía cómo resolverla.
¿Qué debía hacer? Podía decirles que hay que alegrarse por la suerte ajena y que ellos no necesitan ganar a los demás para sentirse bien (lo segundo no es cierto y lo primero no es imprescindible). Podría haberles dicho que son el mejor cuarto de la historia y que no pasa nada por compartir promoción con otros alumnos de sobresaliente, con o sin trampas. Pero les dije lo que pienso: que me encanta su actitud y que entiendo el enfado, aunque esta vez la situación no tuviera arreglo. Mi tutoría siempre quiere ganar. Si se organiza un concurso de la disciplina que sea, ellos se plantearán ser los mejores, pasar por encima de los demás, demostrar que son los más inteligentes y los que más se esfuerzan. Los más fuertes y los más guapos. No le tienen miedo a nadie (tengo músicos, superdotados y hasta una deportista de élite).
Les recomendé que le contaran a la profesora la situación, a toro pasado. Pero el otro curso va a enfadarse mucho. ¿Por qué está tan mal visto reconocer que para ti es importante quedar por encima de otro, máxime si estos han hecho trampas? ¿Por qué es preciso ocultar que encuentras tu gloria en la victoria sobre otros? Me imagino a dos atletas a punto de cruzar la meta diciéndose, como enamorados que tratan de colgar el teléfono, “no, gana tú. ¡Tú primero!”. ¡Ridículo! Yo soy funcionario porque le gané a muchos otros. Y no me gané a mí mismo. Le gané a otros doscientos aspirantes que, de buena gana, me hubieran partido la cara, como si estuviera afiliado al PP murciano, para quitarme la plaza.
Sin embargo, lo que más me ha sorprendido no es la actitud de mis nenes. Lo más surrealista de todo es que todo el mundo al que le cuento el suceso opina que soy un hijo de puta por fomentar la competitividad, por decirle a mi tutoría que espero de ellos que sean los mejores y que si para ellos es un estímulo superar a sus homólogos, veo bien que traten de hacerlo. Todo el mundo me dice que tengo que enseñarles un montón de moñeces en las que yo no creo. Esa moñeces, me temo, son las que explican el paro, una parte de la crisis, el PER, y la falta de eficacia de nuestro sector privado. Fabricamos borregos a los que estamos enseñando que es malo pelear contra el que está al lado. Y encima los hacemos sentir mal, como si mis chicos no hubieran pasado la noche anterior estudiando hasta las tantas, sin hacer trampas, con la mayor honradez del mundo. ¿Por qué casi todo el mundo tiende a ponerse del lado del mediocre? ¿Qué tienen los ganadores que los hace parecer tan antipáticos? ¿Cuándo inculcaremos más competitividad y menos ciudadanía? ¿Acaso pensamos que el comercio chino que han abierto en el pueblo tendrá compasión del ultramarinos que tiene a su lado? Lo va a destrozar. Y destrozarán a nuestros jóvenes si no les enseñamos que, de vez en cuándo, no es tan malo sacar los dientes y morder con todas nuestras fuerzas.
Bi
Ser bi es tener dos. Dos de lo que sea. Bimembre es que tiene dos miembros. Bicéfalo es que tiene dos cabezas. Bilingüe es, o debiera ser, el que tiene dos lenguas. Pienso yo que el bilingüismo perfecto es una utopía, sin embargo. Siempre pensé, y por desgracia ese siempre no ha caducado, que los alumnos que estudian en el extranjero volvían un poco alelados. Volvían, como poco, con ciertas palabras de más en una lengua que no les era propia. ¿Eso es ser bilingüe? Pocas cosas me dan tanta pena como ver a un nativo que pregunta “cómo se dice esto en español”. Asumo que hablar bien dos lenguas es bueno, que ser bi suele ser mejor que ser mono, pues los que son bi tienen, por ejemplo, el doble de opciones de ligar (que aquellos que solo hablan una lengua). Por desgracia, lo que me ha llevado a escribir esta columna es que estoy cansado de que se le llame bilingüe a cualquier cosa o persona.
Los centros bilingües son, en Andalucía, institutos normales en los que algún profesor se ha movido más de la cuenta para conseguir una reducción horaria y una subvención. Son institutos normales en los que se dan clases normales. Eso sí, se suele contar con una línea de alumnos, un curso por nivel, donde se agrupa a los niños más buenecitos para recibir unas clases especiales. ¿En inglés? ¿En francésl? ¡Estamos locos! En español, como toda la vida. Son clases normales impartidas por profesores normales, como tú y como yo, que se han habilitado mediante la entrega de papeleo y de algún que otro examen guarrindongo, pero que tampoco son bilingües, ni especialistas en la lengua en la que pretenden impartir su materia (¿matemáticas en inglés? ¿En un instituto público?). Son gente, los profesores habilitados, que si bien pueden hablar bien inglés o francés, no poseen tampoco, en líneas generales, el nivel necesario para impartir de forma fluida en otra lengua que no sea la suya una clase. Que yo supere los exámenes del instituto de idioma no me convierte por arte de magia en profesor capaz en dos lenguas.
Está bonito, nos viste a todos, presumir de que nuestros estudiantes salen del bachillerato con un dominio fastuoso de dos lenguas, al igual que dominan ya la informática de tal manera que todos, sin excepción, saben utilizar los ordenadores para aprender a aprender, para interactuar con el medio, y no solo para ver porno y descargarse series (?). Por desgracia, a efectos prácticos, a duras penas salen dominando el español. ¿Cómo vamos a pretender, en muchos centros, llamar al churro que les estamos aportando “educación bilingüe”? Cuando los informes revelan, y rebelan, que nuestros alumnos son excretados con demasiadas carencias para expresarse y para comprender textos, no ya en inglés, sino también en españo, sacamos pecho y rellenamos prospectos de propaganda. ¿Estamos locos?
Me acuerdo de Dora La Exploradora. Vi el otro día un episodio y me quedé consternado. Surge, de entre las sombras dictatoriales de nuestra lengua, un muchacho vestido de mago que mezcla español e inglés. No habla ni lo uno ni lo otro. Se supone, eso dirá algún pedagogo progre, que es fabuloso que los niños aprendan a mezclar palabras, que alternen ambos códigos como dominan la fusión de ron y coca-cola. Fue ver al Mago de Dora y me acordé de nuestro bilingüismo de actividades sueltas, de aclaraciones entre paréntesis, de no sé hablar inglés y pretendo enseñar a hablar inglés.
Vi en un episodio de los Simpsons que Marge pretendía ser profesora de piano sin saber tocar el piano. “Bastará con sacarle siempre una lección de ventaja al alumno”, dijo. Y algo parecido ocurre con los centros bilingües. Los políticos se hacen la foto y ocultan que profesores que no dominan dos lenguas tratan de enseñar a alumnos que no llegarán ni siquiera a dominar la propia. Eso sí, ¿saben la de pasta que se gastan en el experimento? Y la de votos que pretenden ganar. Además, por todos es sabido que es esta una forma preciosa para que muchos enchufados encuentren plaza, para que muchos patricios encuentren centros mejores, para que algunos vivan como reyes, mientras que otros nos quedamos con los despojos, con el resto de grupos que reclutan a los no escogidos.
Los centros bilingües son, en Andalucía, institutos normales en los que algún profesor se ha movido más de la cuenta para conseguir una reducción horaria y una subvención. Son institutos normales en los que se dan clases normales. Eso sí, se suele contar con una línea de alumnos, un curso por nivel, donde se agrupa a los niños más buenecitos para recibir unas clases especiales. ¿En inglés? ¿En francésl? ¡Estamos locos! En español, como toda la vida. Son clases normales impartidas por profesores normales, como tú y como yo, que se han habilitado mediante la entrega de papeleo y de algún que otro examen guarrindongo, pero que tampoco son bilingües, ni especialistas en la lengua en la que pretenden impartir su materia (¿matemáticas en inglés? ¿En un instituto público?). Son gente, los profesores habilitados, que si bien pueden hablar bien inglés o francés, no poseen tampoco, en líneas generales, el nivel necesario para impartir de forma fluida en otra lengua que no sea la suya una clase. Que yo supere los exámenes del instituto de idioma no me convierte por arte de magia en profesor capaz en dos lenguas.
Está bonito, nos viste a todos, presumir de que nuestros estudiantes salen del bachillerato con un dominio fastuoso de dos lenguas, al igual que dominan ya la informática de tal manera que todos, sin excepción, saben utilizar los ordenadores para aprender a aprender, para interactuar con el medio, y no solo para ver porno y descargarse series (?). Por desgracia, a efectos prácticos, a duras penas salen dominando el español. ¿Cómo vamos a pretender, en muchos centros, llamar al churro que les estamos aportando “educación bilingüe”? Cuando los informes revelan, y rebelan, que nuestros alumnos son excretados con demasiadas carencias para expresarse y para comprender textos, no ya en inglés, sino también en españo, sacamos pecho y rellenamos prospectos de propaganda. ¿Estamos locos?
Me acuerdo de Dora La Exploradora. Vi el otro día un episodio y me quedé consternado. Surge, de entre las sombras dictatoriales de nuestra lengua, un muchacho vestido de mago que mezcla español e inglés. No habla ni lo uno ni lo otro. Se supone, eso dirá algún pedagogo progre, que es fabuloso que los niños aprendan a mezclar palabras, que alternen ambos códigos como dominan la fusión de ron y coca-cola. Fue ver al Mago de Dora y me acordé de nuestro bilingüismo de actividades sueltas, de aclaraciones entre paréntesis, de no sé hablar inglés y pretendo enseñar a hablar inglés.
Vi en un episodio de los Simpsons que Marge pretendía ser profesora de piano sin saber tocar el piano. “Bastará con sacarle siempre una lección de ventaja al alumno”, dijo. Y algo parecido ocurre con los centros bilingües. Los políticos se hacen la foto y ocultan que profesores que no dominan dos lenguas tratan de enseñar a alumnos que no llegarán ni siquiera a dominar la propia. Eso sí, ¿saben la de pasta que se gastan en el experimento? Y la de votos que pretenden ganar. Además, por todos es sabido que es esta una forma preciosa para que muchos enchufados encuentren plaza, para que muchos patricios encuentren centros mejores, para que algunos vivan como reyes, mientras que otros nos quedamos con los despojos, con el resto de grupos que reclutan a los no escogidos.
domingo, 19 de diciembre de 2010
PISA
Me prometí a mí mismo no escribir esta columna, pero me han vencido. El informe PISA ha dejado de tener interés comunicativo, pero la gente es muy pesada. Me aburre que el Madrid y el Barcelona siempre ganen (en gran parte por eso soy del Betis) y ya jamás me fijo en los datos sobre siniestralidad de las carreteras. En verano hace calor y en invierno frío. Inundaciones, cotas de nieve… Hay noticias que no son noticia. Como el estado de la cuestión de nuestra educación, por ejemplo. No tengo nada nuevo que decir, nadie se sorprende ya. (Aunque, tal vez, sí convenga hacer memoria, como todos los años). Los indicadores no indican nada. Más aún cuando algunos medios de comunicación destacan, encima, que hemos mejorado algo en comprensión lectora. Seguimos yendo como el culo (de los países de la OCDE) y debería estar prohibido por ley hacer una valoración positiva de lo que es evidente: nuestros resultados son un mojón. Un mojón en nuestro camino, que evidencia que vamos mal, que hemos de darnos la vuelta, pues estamos cada vez más lejos del destino, no más cerca.
Los primero alumnos de la ESO están llegando al mundo laboral. Se demuestra en los pequeños detalles, en cuestiones de forma: ortografía, falta de ingenio y mediocridad productiva. La cultura no está de moda. El esfuerzo no se valora. La competitividad está mal vista y nuestros objetivos son que los nenes sepan leer y hacer cuentas. Y echando cuentas, con calculadoras o sin ellas, echo en cara al modelo que hay que apostar a lo máximo para conseguir el mínimo. Los fracasados de hace un par de décadas, ahora serían estudiantes decentes, los que marcan el listón y el punto medio. Ahora bien, los humanos somos un poco anormalitos: vamos por camadas. Ahora pintan bastos, nótese el juego de palabras, y en otro tiempo éramos más finos. No corren buenos tiempos para la lírica, ni para la narrativa, aunque nuestros jóvenes sean unos artistas echándole teatro y cuento. Son rachas. Son rachas y modas. Y esta racha no es buena, por eso toca volver atrás y rescatar del modelo precedente los elementos que sí eran válidos, cambiando de ese modo la generación (perdida). Y todo el mundo sabe las causas de esta pérdida: la aplicación, a destiempo, de leyes que no eran necesarias. La falta de una alternativa eficaz para los alumnos que no superan ESO. La escasez de estabilidad en las plantillas. La ratio. El despilfarro que se hace de los medios y la paradójica carestía de otros. Profesores sin vocación por las vacaciones, o fritos a rellenar papeleo, en centros donde no se les permite hacer lo que deben. La pérdida del respeto. La desazón que produce en los progres la existencia de una ley universal del báculo: el docente manda, el alumno obedece. La pérdida de la tarima. Los padres y su permisividad. Los prejuicios hacia nuestro colectivo de una sociedad profundamente estúpida, que no sabe que las reivindicaciones del profesorado siempre repercuten en el bien común.
El diagnóstico está claro. Todo el mundo conoce el problema. Todo el mundo conoce las soluciones. (Los sindicatos viven de exponerlas, de hecho). Y las mesas sectoriales, y los anteproyectos de LEY, y todas esas cosas feas, me hacen temer que el único problema aquí es de pasta. Si todos sabemos lo que pasa y estamos hartos de aparecer entre los últimos puestos del Informe, año a año, solo veo dos opciones: o las personas que tomas las decisiones son incompetentes o no se invierte suficiente dinero para revertir las tendencias, para implementar las ideas que todos tenemos y que siempre promulgamos con juicioso orden en las charlas del café. Descarto que los mandatarios sean ineptos, pues es un sacrilegio asumir que la democracia eleva a gente poco cualificada hasta ciertos cargos, y solo se me ocurre ver que los países más productivos se dejan mucho más dinero que nosotros en todo lo referente a educación.
No sé si quiero ser padre. El otro día me di cuenta de que me da una pereza atroz transmitir una cierta cultura a mis hijos. Pienso en el modelo educativo en el que trabajo… y sospecho que los padres que consiguen que sus hijos entiendan algo del mundo, duermen poco, y se esfuerzan demasiado. Sin ellos estaríamos aún más abajo en PISA.
Los primero alumnos de la ESO están llegando al mundo laboral. Se demuestra en los pequeños detalles, en cuestiones de forma: ortografía, falta de ingenio y mediocridad productiva. La cultura no está de moda. El esfuerzo no se valora. La competitividad está mal vista y nuestros objetivos son que los nenes sepan leer y hacer cuentas. Y echando cuentas, con calculadoras o sin ellas, echo en cara al modelo que hay que apostar a lo máximo para conseguir el mínimo. Los fracasados de hace un par de décadas, ahora serían estudiantes decentes, los que marcan el listón y el punto medio. Ahora bien, los humanos somos un poco anormalitos: vamos por camadas. Ahora pintan bastos, nótese el juego de palabras, y en otro tiempo éramos más finos. No corren buenos tiempos para la lírica, ni para la narrativa, aunque nuestros jóvenes sean unos artistas echándole teatro y cuento. Son rachas. Son rachas y modas. Y esta racha no es buena, por eso toca volver atrás y rescatar del modelo precedente los elementos que sí eran válidos, cambiando de ese modo la generación (perdida). Y todo el mundo sabe las causas de esta pérdida: la aplicación, a destiempo, de leyes que no eran necesarias. La falta de una alternativa eficaz para los alumnos que no superan ESO. La escasez de estabilidad en las plantillas. La ratio. El despilfarro que se hace de los medios y la paradójica carestía de otros. Profesores sin vocación por las vacaciones, o fritos a rellenar papeleo, en centros donde no se les permite hacer lo que deben. La pérdida del respeto. La desazón que produce en los progres la existencia de una ley universal del báculo: el docente manda, el alumno obedece. La pérdida de la tarima. Los padres y su permisividad. Los prejuicios hacia nuestro colectivo de una sociedad profundamente estúpida, que no sabe que las reivindicaciones del profesorado siempre repercuten en el bien común.
El diagnóstico está claro. Todo el mundo conoce el problema. Todo el mundo conoce las soluciones. (Los sindicatos viven de exponerlas, de hecho). Y las mesas sectoriales, y los anteproyectos de LEY, y todas esas cosas feas, me hacen temer que el único problema aquí es de pasta. Si todos sabemos lo que pasa y estamos hartos de aparecer entre los últimos puestos del Informe, año a año, solo veo dos opciones: o las personas que tomas las decisiones son incompetentes o no se invierte suficiente dinero para revertir las tendencias, para implementar las ideas que todos tenemos y que siempre promulgamos con juicioso orden en las charlas del café. Descarto que los mandatarios sean ineptos, pues es un sacrilegio asumir que la democracia eleva a gente poco cualificada hasta ciertos cargos, y solo se me ocurre ver que los países más productivos se dejan mucho más dinero que nosotros en todo lo referente a educación.
No sé si quiero ser padre. El otro día me di cuenta de que me da una pereza atroz transmitir una cierta cultura a mis hijos. Pienso en el modelo educativo en el que trabajo… y sospecho que los padres que consiguen que sus hijos entiendan algo del mundo, duermen poco, y se esfuerzan demasiado. Sin ellos estaríamos aún más abajo en PISA.
Índigo
Victoria, la chica de los ojos azules, la estudiante de la camiseta de “Me llamo Earl”, que siempre se sienta a mi derecha, y que tiene los cabellos rubios, me ha dicho que tiene depresión. Un amigo de su padre, un afamado psicólogo, ha estado charlando con ella. Sobre la vida y sobre el mundo. Tiene dieciséis años. Después de esa conversación ambos han llegado al acuerdo de que los sentimientos de Victoria no son muy normales (y, por tanto, ¿son nocivos?). Por ese motivo, porque lo anormal es peor que lo normal, ha venido a contarme que tiene un problema. Poco antes la he visto entrar en la biblioteca, apesadumbrada, con los puños apretados, y con ganas de llorar. No estoy seguro, pero creo que ha estado buscando en el diccionario qué significa tener depresión (aunque yo le hubiera recomendado que buscara mejor el significado del adjetivo “raro”).
La tengo delante (o es como si la tuviera delante) y quiere saber lo que pienso. Todos los años reparto una hoja en blanco a mis alumnos y les pido que apunten, en quince minutos, todas las palabras que conozcan con la letra P. Es una forma sencilla de cuantificar su capacidad de expresión. Ella dio unos resultados muy anómalos: superó ampliamente a los demás compañeros y utilizó una serie de palabras que casi ningún adulto emplearía. Recuerdo uno de sus exámenes: estaba repleto de ilustraciones sobre nazarenos ensangrentados, a modo de ejemplificación. Me hizo gracia porque el sentido del humor es una marca evidente de inteligencia. La mayoría de la gente estúpida que conozco trata de enmascarar su propia estupidez aparentando que las cosas no les hacen gracia (en realidad, su problema es que no saben captar la ironía). Pero Victoria es audaz y decidida, y tiene una cautivadora forma de encarar la vida, aunque eso la lleva a regodearse en el dolor, a exagerar lo que siente, a llevar su autocrítica hasta niveles desaforados.
No, Victoria. Tú no tienes depresión. Tu única enfermedad se cura sin medicación, pero es muchísimo más grave: se llama adolescencia. Y la adolescencia es así, es lo que tiene y lo que tienes. Odias el mundo y el mundo te odia. Y te agobian problemas que no existen, o que existen a ratos, y generas otros con la esperanza de sentirte más viva. Pasas al día seis horas sentada escuchándome a mí (y a otros adultos), ¿cómo no vas a estar loca por padecer anorexia, ansiedad, manía persecutoria o conductas disruptivas? Algo tendrás que inventarte en lo que pensar mientras nosotros te hablamos. Algo tendrás que hacer para desengrasar tus neuronas, que juegan al ajedrez y que planifican de más. Has de amargarte, amarte, amar y desnutrirte, porque estás aprendiendo a vivir, y en ese proceso hemos de probarlo todo: hacernos daño, infringir daños, destruir todo lo que nos fue impuesto y desnaturalizar nuestra propia existencia. Correr todos los riesgos y saltarnos todas las normas es bueno, porque te llevará a construir otras reglas, constituyentes de un nuevo orden, más justo. Has de llorar cuando te pillen. Hacerlo mal, dejando cabos sueltos, para tener una excusa para volver al lugar del crimen, para borrar las huellas, para mirar la cara del asesino, sintiendo que todo encaja, aunque no deje de ser, en suma, un mero proyecto de caos aparente. (Seguro que tu habitación está desordenada. Eso también denota creatividad y un fuerte mundo interior).
No tienes depresión. Ni estás loca. Eres inteligente. Probablemente ese sea el problema. Todos los años tengo delante a chicos que no controlan su propia creatividad, que afrontan problemas que les superan porque están muy por delante de lo que deberían estar sintiendo. No te engañes, esos son los elegidos, los que únicamente tienen la llave para cambiar el mundo, para reventar y reinventar los verdaderos cimientos de nuestras ciudades. Victoria, no todos somos iguales. Eso es tan obvio como que tú no tienes depresión. Eso sí, ¿has oído hablar de los niños índigo?
La tengo delante (o es como si la tuviera delante) y quiere saber lo que pienso. Todos los años reparto una hoja en blanco a mis alumnos y les pido que apunten, en quince minutos, todas las palabras que conozcan con la letra P. Es una forma sencilla de cuantificar su capacidad de expresión. Ella dio unos resultados muy anómalos: superó ampliamente a los demás compañeros y utilizó una serie de palabras que casi ningún adulto emplearía. Recuerdo uno de sus exámenes: estaba repleto de ilustraciones sobre nazarenos ensangrentados, a modo de ejemplificación. Me hizo gracia porque el sentido del humor es una marca evidente de inteligencia. La mayoría de la gente estúpida que conozco trata de enmascarar su propia estupidez aparentando que las cosas no les hacen gracia (en realidad, su problema es que no saben captar la ironía). Pero Victoria es audaz y decidida, y tiene una cautivadora forma de encarar la vida, aunque eso la lleva a regodearse en el dolor, a exagerar lo que siente, a llevar su autocrítica hasta niveles desaforados.
No, Victoria. Tú no tienes depresión. Tu única enfermedad se cura sin medicación, pero es muchísimo más grave: se llama adolescencia. Y la adolescencia es así, es lo que tiene y lo que tienes. Odias el mundo y el mundo te odia. Y te agobian problemas que no existen, o que existen a ratos, y generas otros con la esperanza de sentirte más viva. Pasas al día seis horas sentada escuchándome a mí (y a otros adultos), ¿cómo no vas a estar loca por padecer anorexia, ansiedad, manía persecutoria o conductas disruptivas? Algo tendrás que inventarte en lo que pensar mientras nosotros te hablamos. Algo tendrás que hacer para desengrasar tus neuronas, que juegan al ajedrez y que planifican de más. Has de amargarte, amarte, amar y desnutrirte, porque estás aprendiendo a vivir, y en ese proceso hemos de probarlo todo: hacernos daño, infringir daños, destruir todo lo que nos fue impuesto y desnaturalizar nuestra propia existencia. Correr todos los riesgos y saltarnos todas las normas es bueno, porque te llevará a construir otras reglas, constituyentes de un nuevo orden, más justo. Has de llorar cuando te pillen. Hacerlo mal, dejando cabos sueltos, para tener una excusa para volver al lugar del crimen, para borrar las huellas, para mirar la cara del asesino, sintiendo que todo encaja, aunque no deje de ser, en suma, un mero proyecto de caos aparente. (Seguro que tu habitación está desordenada. Eso también denota creatividad y un fuerte mundo interior).
No tienes depresión. Ni estás loca. Eres inteligente. Probablemente ese sea el problema. Todos los años tengo delante a chicos que no controlan su propia creatividad, que afrontan problemas que les superan porque están muy por delante de lo que deberían estar sintiendo. No te engañes, esos son los elegidos, los que únicamente tienen la llave para cambiar el mundo, para reventar y reinventar los verdaderos cimientos de nuestras ciudades. Victoria, no todos somos iguales. Eso es tan obvio como que tú no tienes depresión. Eso sí, ¿has oído hablar de los niños índigo?
El túnel
Recuerdo aquella columna con mucho orgullo. Conté la historia de un chico del Centro cuyo padre tenía el síndrome de Diógenes. Unos días antes llegaron los civiles y se lo llevaron. Me tocó explicarle a aquel señor, cuyo olor corporal horrorizaba a nuestra orientadora, que estaba embarazada, que no volvería a ver a su hijo. Se lo habían llevado y no me permitían decirle a dónde. (A decir verdad, yo tampoco lo sabía con mucha precisión). Recuerdo cómo lloró, cómo gritó, cómo maldijo al cielo y cómo yo estaba convencido de que me pegaría. A mí o a mi director. O a ambos. Creo que es lo que yo hubiera hecho de estar en su situación. No. Se vino abajo. Lloró como solo lloran las personas que no sabrán recuperarse jamás del golpe. Aquel hombre, al fin y al cabo, estaba enfermo y no volvería a ver jamás a su hijo.
Aquel hombre, el padre de Juan, del niño que hablaba con las gaviotas, murió pocos meses después. Me dio la noticia un antiguo alumno, que se metió en mi coche. Abrió la puerta del copiloto y me lo soltó a quemarropa con la puerta cerrada, porque no quería que se enterara nadie de la calle, no sé bien por qué. A decir verdad, desde mi ingenuidad, todo aquello me resultaba muy emocionante. Como el narrador que soy, aunque últimamente ejerza poco de ello en mis columnas, sabía que aquella era una historia preciosa. Sin muchos escrúpulos la conté. Y me sentí bien cuando varios lectores me felicitaron por lo bien que había plasmado el drama humano, la dureza de ciertas vivencias que siempre se ceban con los bajos fondos. (Me sentí un escritor comprometido, pensé que Larra se sentiría orgulloso de mí). Más aún, sentí que ser profesor te permite ayudar a los más necesitados y llegué a la conclusión de que somos todos muy santos y muy divinos.
Han pasado cinco años y creo que no volvería a contar aquella historia. Juan, el niño que jugaba con las gaviotas, ha cumplido los dieciocho y le han devuelto las riendas de su vida. El problema es que es ahora un juguete roto. Se crió sin familia y era frágil y puro. Verlo entre los otros me hacía imaginar a El Principito sentado en las rodillas de una prostituta. Aquel niño fue insultado y escupido, porque jamás se sociabilizó, pues era de otra especie. Jamás nadie supo decirle lo que necesitaba saber: nadie lo enseñó a defenderse. Para sobrevivir los adolescentes atacan a los que son más débiles. Juan era más débil que todos los demás niños y, por ese motivo, recibió tantos golpes. Todos lo utilizaron como bidón de fuel emergido entre los restos del naufragio. Arramplaron con su luz para apoderarse de un poco de autoestima. Se creían fuertes porque no eran tan débiles como Juan.
He vuelto a verlo. Me sorprendió y mucho. Estaba en un descampado y poco o nada queda de la luz del niño que jugaba con las gaviotas. En solo cinco años se ha convertido en un delincuente precoz. Su irrupción en mi barrio puede que guarde relación con el cristal del coche que el otro día me destrozaron. Me cagué en los cabrones que lo habrían hecho, obviando que esa persona puede que fuera mi Juan. Obvié que hace unos años pasé más tiempo pensando en cómo contar su historia que en buscar la fórmula más adecuada para socorrerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y si él la ha lanzado contra mi coche tiene derecho, pues está libre de culpa. Juan, ni más ni menos, es el resultado de la tardanza de Asuntos Sociales, de las trabas mentales de sus padres, de mi propio pasotismo, y de todo aquello que habrá vivido en estos años, sin familia y sin cobijo, en un centro de menores, rodeado por otros juanes como él. O peores.
Soy un hipócrita. Y me siento, y declaro, culpable.
Aquel hombre, el padre de Juan, del niño que hablaba con las gaviotas, murió pocos meses después. Me dio la noticia un antiguo alumno, que se metió en mi coche. Abrió la puerta del copiloto y me lo soltó a quemarropa con la puerta cerrada, porque no quería que se enterara nadie de la calle, no sé bien por qué. A decir verdad, desde mi ingenuidad, todo aquello me resultaba muy emocionante. Como el narrador que soy, aunque últimamente ejerza poco de ello en mis columnas, sabía que aquella era una historia preciosa. Sin muchos escrúpulos la conté. Y me sentí bien cuando varios lectores me felicitaron por lo bien que había plasmado el drama humano, la dureza de ciertas vivencias que siempre se ceban con los bajos fondos. (Me sentí un escritor comprometido, pensé que Larra se sentiría orgulloso de mí). Más aún, sentí que ser profesor te permite ayudar a los más necesitados y llegué a la conclusión de que somos todos muy santos y muy divinos.
Han pasado cinco años y creo que no volvería a contar aquella historia. Juan, el niño que jugaba con las gaviotas, ha cumplido los dieciocho y le han devuelto las riendas de su vida. El problema es que es ahora un juguete roto. Se crió sin familia y era frágil y puro. Verlo entre los otros me hacía imaginar a El Principito sentado en las rodillas de una prostituta. Aquel niño fue insultado y escupido, porque jamás se sociabilizó, pues era de otra especie. Jamás nadie supo decirle lo que necesitaba saber: nadie lo enseñó a defenderse. Para sobrevivir los adolescentes atacan a los que son más débiles. Juan era más débil que todos los demás niños y, por ese motivo, recibió tantos golpes. Todos lo utilizaron como bidón de fuel emergido entre los restos del naufragio. Arramplaron con su luz para apoderarse de un poco de autoestima. Se creían fuertes porque no eran tan débiles como Juan.
He vuelto a verlo. Me sorprendió y mucho. Estaba en un descampado y poco o nada queda de la luz del niño que jugaba con las gaviotas. En solo cinco años se ha convertido en un delincuente precoz. Su irrupción en mi barrio puede que guarde relación con el cristal del coche que el otro día me destrozaron. Me cagué en los cabrones que lo habrían hecho, obviando que esa persona puede que fuera mi Juan. Obvié que hace unos años pasé más tiempo pensando en cómo contar su historia que en buscar la fórmula más adecuada para socorrerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y si él la ha lanzado contra mi coche tiene derecho, pues está libre de culpa. Juan, ni más ni menos, es el resultado de la tardanza de Asuntos Sociales, de las trabas mentales de sus padres, de mi propio pasotismo, y de todo aquello que habrá vivido en estos años, sin familia y sin cobijo, en un centro de menores, rodeado por otros juanes como él. O peores.
Soy un hipócrita. Y me siento, y declaro, culpable.
Autoridad del profesorado
El otro día vi una noticia interesante. Un alumno había insultado a un profesor y había sido condenado a no poder acercarse al perímetro del que había sido su centro educativo. Recibió un castigo de adulto, aunque era todavía menor de edad. La noticia reabría el debate social sobre la idoneidad de concedernos a los profesores el rango de autoridad y sobre cómo se capearían los dislates de la Ley del Menor, desde dicha condición. Un castigo semejante se impondría por la ofensa hecha a un civil o contra un policía, ¿por qué a nosotros, por sistema, no se nos protege igual?
No comprendo las manifestaciones sobre cuestiones maniqueas (del tipo “no a la guerra”, “el paro es malo” o “las patatas fritas son sabrosas, aunque engordan demasiado”). Eso sí, lo que aún entiendo menos son aquellas reivindicaciones sobre las que hay consenso, pero que no se conceden. De sobra es conocido por todos que hay un serio problema de disciplina en las aulas. Sería hipócrita si no digo que ahora mismo estoy en un centro donde los alumnos, en líneas generales, dan asco de lo buenos que son. No obstante, no por ello olvido lo que he vivido en otros centros y en otros años. En este gremio mío la gente ve su película, pero olvida que hay muchas otras. Hace varios años que no tengo problemas serios dentro de clase, pero eso no hace que entienda menos necesario pelear por aquellos que han de estar en institutos más complicados. Hay profesores para los que dar clase supone arriesgar su integridad física. Solo el que lo probó lo sabe.
Para todos ellos, para los alumnos de esos centros, para los padres de todos esos alumnos, para los comerciantes de la zona, para los conserjes y jardineros, que nosotros recibamos el rango de autoridad es positivo y urgente. Pondría fin a la desprotección con la que muchos trabajan. Sería un sustento legal idóneo de cara a llevar a cabo nuestra labor a diario y con decoro. Nos devolvería a la posición, por encima de la tarima, que jamás debimos perder. Y no niego que habrá quien se aprovechará de forma insidiosa de ese rango, pero como siempre será una asquerosa minoría. Solo eso. La mayoría de los profesionales con los que he trabajado buscan lo mejor para los alumnos siempre. Y con autoridad lo seguirían buscando. La mayoría de los profesores a los que conozco desean hacer mejor su trabajo y piensan, pensamos, que nuestra figura ha de tener el reconocimiento social que merece... porque ello hará que la sociedad se vea beneficiada. Y no hablo de dinero, esta vez. Hablo de respeto. Hablo de que todos los políticos dicen que la educación es muy importante, que la formación es la clave para salir de cualquier crisis, y a la hora de la verdad nos vemos solos y pisoteados.
He leído un millón de panfletos, de todos nuestros sindicatos, reivindicando que se nos conceda el rango de autoridad. Sin embargo, todavía no he escuchado a nadie que no esté de acuerdo con esta petición. Nosotros lo pedimos, pero no sé quién está diciendo que no. Los padres dicen que quieren profesores que se impongan. ¡Hasta los alumnos se quejan si no les impones autoridad! Comprendo que mi formación, y rango, no ha de llevarme a ser un pacificador del mundo. No quiero poder sacar una placa, estando de paisano, y gritar “alto, soy profesor”. Pero en mi centro, y en sus alrededores, parece justo que estemos tan protegidos como un portero de fútbol en el área pequeña. ¡Pobre del que nos toque! Porque llueve sobre mojado y nos han tocado mucho. Todos los meses hay agresiones, aunque solo unas pocas salgan a la luz. Todos los días recibimos ciberacoso, ya hablaré otra semana del tema, y mi sola palabra ya debería bastar para zanjar ciertas investigaciones.
Si por casualidades de la vida este artículo cae en manos de algún político, trato de persuadirlo recordándole que se apuntará un tanto, si nos dan lo que pedimos. Creo que todos los medios le reirán la gracia, pues esa gracia es justa y legítima. Además de populista (que no solo “popular”), es consensuada, pues toda la sociedad la demanda. Sé que legislar conforme a lo que la gente pide y necesita es poco divertido, pero tiene también sus ventajas: tienes a tus trabajadores más contentos y les es un poco menos duro digerir que les vas a quitar media paga de Navidad. No pido ordenadores, ni despachos para todos, pues todo eso es caro. A veces las cosas inmateriales son las que más ilusión nos hacen (ese es, al menos, el espíritu de “la Navidad sin regalos”, a la que nos están avocando este año). Con más máquinas de café y con un poco de más autoridad, el mundo será un entorno más próspero y habitable. Brindo por ello.
No comprendo las manifestaciones sobre cuestiones maniqueas (del tipo “no a la guerra”, “el paro es malo” o “las patatas fritas son sabrosas, aunque engordan demasiado”). Eso sí, lo que aún entiendo menos son aquellas reivindicaciones sobre las que hay consenso, pero que no se conceden. De sobra es conocido por todos que hay un serio problema de disciplina en las aulas. Sería hipócrita si no digo que ahora mismo estoy en un centro donde los alumnos, en líneas generales, dan asco de lo buenos que son. No obstante, no por ello olvido lo que he vivido en otros centros y en otros años. En este gremio mío la gente ve su película, pero olvida que hay muchas otras. Hace varios años que no tengo problemas serios dentro de clase, pero eso no hace que entienda menos necesario pelear por aquellos que han de estar en institutos más complicados. Hay profesores para los que dar clase supone arriesgar su integridad física. Solo el que lo probó lo sabe.
Para todos ellos, para los alumnos de esos centros, para los padres de todos esos alumnos, para los comerciantes de la zona, para los conserjes y jardineros, que nosotros recibamos el rango de autoridad es positivo y urgente. Pondría fin a la desprotección con la que muchos trabajan. Sería un sustento legal idóneo de cara a llevar a cabo nuestra labor a diario y con decoro. Nos devolvería a la posición, por encima de la tarima, que jamás debimos perder. Y no niego que habrá quien se aprovechará de forma insidiosa de ese rango, pero como siempre será una asquerosa minoría. Solo eso. La mayoría de los profesionales con los que he trabajado buscan lo mejor para los alumnos siempre. Y con autoridad lo seguirían buscando. La mayoría de los profesores a los que conozco desean hacer mejor su trabajo y piensan, pensamos, que nuestra figura ha de tener el reconocimiento social que merece... porque ello hará que la sociedad se vea beneficiada. Y no hablo de dinero, esta vez. Hablo de respeto. Hablo de que todos los políticos dicen que la educación es muy importante, que la formación es la clave para salir de cualquier crisis, y a la hora de la verdad nos vemos solos y pisoteados.
He leído un millón de panfletos, de todos nuestros sindicatos, reivindicando que se nos conceda el rango de autoridad. Sin embargo, todavía no he escuchado a nadie que no esté de acuerdo con esta petición. Nosotros lo pedimos, pero no sé quién está diciendo que no. Los padres dicen que quieren profesores que se impongan. ¡Hasta los alumnos se quejan si no les impones autoridad! Comprendo que mi formación, y rango, no ha de llevarme a ser un pacificador del mundo. No quiero poder sacar una placa, estando de paisano, y gritar “alto, soy profesor”. Pero en mi centro, y en sus alrededores, parece justo que estemos tan protegidos como un portero de fútbol en el área pequeña. ¡Pobre del que nos toque! Porque llueve sobre mojado y nos han tocado mucho. Todos los meses hay agresiones, aunque solo unas pocas salgan a la luz. Todos los días recibimos ciberacoso, ya hablaré otra semana del tema, y mi sola palabra ya debería bastar para zanjar ciertas investigaciones.
Si por casualidades de la vida este artículo cae en manos de algún político, trato de persuadirlo recordándole que se apuntará un tanto, si nos dan lo que pedimos. Creo que todos los medios le reirán la gracia, pues esa gracia es justa y legítima. Además de populista (que no solo “popular”), es consensuada, pues toda la sociedad la demanda. Sé que legislar conforme a lo que la gente pide y necesita es poco divertido, pero tiene también sus ventajas: tienes a tus trabajadores más contentos y les es un poco menos duro digerir que les vas a quitar media paga de Navidad. No pido ordenadores, ni despachos para todos, pues todo eso es caro. A veces las cosas inmateriales son las que más ilusión nos hacen (ese es, al menos, el espíritu de “la Navidad sin regalos”, a la que nos están avocando este año). Con más máquinas de café y con un poco de más autoridad, el mundo será un entorno más próspero y habitable. Brindo por ello.
Harry Potter
Que me llamen oportunista no me importa. Alguien oportunista es aquel que aprovecha sus oportunidades, lo cual no puede ser tan malo y, menos aún, en los tiempos que corren. Sí es cierto que, desde hace años, quería escribir una columna sobre la saga de los Slytherin y de los Gryffindor y que la hago coincidir con el lanzamiento de la película correspondiente al último libro. Tan desventurada coincidencia se debe a mi mala memoria. He tenido que ver miles de carteles en todas partes para recordar que tenía un encargo que satisfacer. Y aquí me hallo. Para dar mi opinión, por si le sirve a alguien.
Cuando estábamos en los cursos más altos de Filología solíamos hacer análisis de Harry Potter en los cambios de clase. Nos hacían gracia datos tales como que Snape, apellido que viene a significar 'serpiente', el símbolo de su casa, tenía un nombre de pila latino (Severus) que coincidía a la perfección con su rasgo espiritual más sobresaliente. Nos gustaba ver cómo había símbolos bíblicos, ¿acaso Albus no es un trasunto de Dios?, cómo Cancerbero aparecía, junto a elementos celtas, cómo fusionaba la Rowling un universo, nunca mejor dicho, de mitologías. Siempre, por ello, coincidíamos en que era una saga con una pluralidad muy notable de lecturas. Eso era lo que nos gustaba: satisfacía muchos horizontes de expectativas. Un adolescente podía seguirlo encaprichado de los amores de Hermione y Ron, mientras que nosotros discutíamos memeces (por supuesto los amoríos siempre serán más importantes que cualquier étimo). La calidad de un texto, no pocas veces, deviene de la mirada de quien lo contempla. Y de sus prejuicios, a ello voy.
Harry Potter es una saga moderna, de excelente creación, un trabajo cuidado y ordenado, que crece con sus lectores, en un hito sin precedentes en la historia de la Literatura. De hecho, el último volumen de la saga es una novela adulta, madurada, de tempo lentísimo, en comparación con los anteriores, introspectiva, donde el personaje pasa más de medio libro reflexionando, preparándose para afrontar su propio destino, tratando de entender la muerte... Preocupaciones todas ellas mayúsculas y cuyas enseñanzas asociadas no le vendrían nada mal a más de un adulto, con los que me cruzo cada mañana. No es un libro para niños, por tanto, porque la autora es consciente de que, a esas alturas del pastel, sus polluelos son ya pollos. El mismo grosor del tocho lo acredita. Es una saga didáctica porque, de conseguir acabarla, has dado el paso y te has convertido en lector. Puede que no te ordenes mago ni bruja, pero sí lector.
Y hablando de “brujas”... Me encanta cómo la obra aborda el tema de la paridad, de la coeducación, del sexismo. Hay un mensaje muy didáctico detrás de todos sus enfoques, pero en especial sobre este. La proporción de magos-brujas es constante en todas las esferas de poder. Compiten juntos, trabajan juntos, y en ningún pasaje del libro se aclara una cuestión que los adolescentes asumen como natural, pero que no lo es tanto: las lideresas de la obra no lo son por una cuestión de cuota, sino de carisma. Harry es un hombre, pero Hermione demuestra más valía que él, casi siempre. No es menor la importancia de Minerva, que la de Severus. Además, se desposee a la palabra “bruja” de toda connotación peyorativa, presente desde siglos ha, y se la equipara a la de “mago”, donde por derecho ha de estar.
El respeto relativo a las normas, la valentía, el (a)precio de la ambición desmedida, la búsqueda del sentido último de nuestra vida, la importancia del estudio... Son muchos los temas que aborda Harry Potter con cierto éxito, todos los postulados transversales que deseemos tratar se encuentran ejemplificados. Por eso me da mucha lástima escuchar a algunos adultos, profesores de secundaria, despotricar contra estos libros, sin conocerlos, decir que no es literatura, sino un subproducto comercial. Sí, lo reconozco: yo soy fan. Y alguna que otra vez he recomendado en ciertos cursos de la ESO la lectura de Harry Potter. Y volvería a hacerlo, que conste, porque los cánones literarios evolucionan y me escandaliza mucho más que siga habiendo profesores carcas que mandan la Celestina en tercero de la ESO, que afrontar que a veces las modas tienen detrás una razón de ser que las ampara. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”, me decía mi abuela.
Cuando estábamos en los cursos más altos de Filología solíamos hacer análisis de Harry Potter en los cambios de clase. Nos hacían gracia datos tales como que Snape, apellido que viene a significar 'serpiente', el símbolo de su casa, tenía un nombre de pila latino (Severus) que coincidía a la perfección con su rasgo espiritual más sobresaliente. Nos gustaba ver cómo había símbolos bíblicos, ¿acaso Albus no es un trasunto de Dios?, cómo Cancerbero aparecía, junto a elementos celtas, cómo fusionaba la Rowling un universo, nunca mejor dicho, de mitologías. Siempre, por ello, coincidíamos en que era una saga con una pluralidad muy notable de lecturas. Eso era lo que nos gustaba: satisfacía muchos horizontes de expectativas. Un adolescente podía seguirlo encaprichado de los amores de Hermione y Ron, mientras que nosotros discutíamos memeces (por supuesto los amoríos siempre serán más importantes que cualquier étimo). La calidad de un texto, no pocas veces, deviene de la mirada de quien lo contempla. Y de sus prejuicios, a ello voy.
Harry Potter es una saga moderna, de excelente creación, un trabajo cuidado y ordenado, que crece con sus lectores, en un hito sin precedentes en la historia de la Literatura. De hecho, el último volumen de la saga es una novela adulta, madurada, de tempo lentísimo, en comparación con los anteriores, introspectiva, donde el personaje pasa más de medio libro reflexionando, preparándose para afrontar su propio destino, tratando de entender la muerte... Preocupaciones todas ellas mayúsculas y cuyas enseñanzas asociadas no le vendrían nada mal a más de un adulto, con los que me cruzo cada mañana. No es un libro para niños, por tanto, porque la autora es consciente de que, a esas alturas del pastel, sus polluelos son ya pollos. El mismo grosor del tocho lo acredita. Es una saga didáctica porque, de conseguir acabarla, has dado el paso y te has convertido en lector. Puede que no te ordenes mago ni bruja, pero sí lector.
Y hablando de “brujas”... Me encanta cómo la obra aborda el tema de la paridad, de la coeducación, del sexismo. Hay un mensaje muy didáctico detrás de todos sus enfoques, pero en especial sobre este. La proporción de magos-brujas es constante en todas las esferas de poder. Compiten juntos, trabajan juntos, y en ningún pasaje del libro se aclara una cuestión que los adolescentes asumen como natural, pero que no lo es tanto: las lideresas de la obra no lo son por una cuestión de cuota, sino de carisma. Harry es un hombre, pero Hermione demuestra más valía que él, casi siempre. No es menor la importancia de Minerva, que la de Severus. Además, se desposee a la palabra “bruja” de toda connotación peyorativa, presente desde siglos ha, y se la equipara a la de “mago”, donde por derecho ha de estar.
El respeto relativo a las normas, la valentía, el (a)precio de la ambición desmedida, la búsqueda del sentido último de nuestra vida, la importancia del estudio... Son muchos los temas que aborda Harry Potter con cierto éxito, todos los postulados transversales que deseemos tratar se encuentran ejemplificados. Por eso me da mucha lástima escuchar a algunos adultos, profesores de secundaria, despotricar contra estos libros, sin conocerlos, decir que no es literatura, sino un subproducto comercial. Sí, lo reconozco: yo soy fan. Y alguna que otra vez he recomendado en ciertos cursos de la ESO la lectura de Harry Potter. Y volvería a hacerlo, que conste, porque los cánones literarios evolucionan y me escandaliza mucho más que siga habiendo profesores carcas que mandan la Celestina en tercero de la ESO, que afrontar que a veces las modas tienen detrás una razón de ser que las ampara. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”, me decía mi abuela.
Investigación forense
María Teresa es una profesora sagaz y completa. Aun en los tiempos que corren, los alumnos guardan silencio por su sola presencia. Sin embargo, María Teresa es comprensiva y cercana, cariñosa, incluso. Se preocupa por sus alumnos, los cuida, está atenta a las necesidades que todo grupo presenta para aportarles lo mejor de sí misma. La anorexia, los embarazos precoces, los casos de acoso... ¡El universo no guarda secretos para María Teresa! Observa la mirada cómplice de dos alumnos y sabe qué travesura han perpetrado. Podría, a decir verdad, calibrar el cuándo, el dónde y el por qué, sin interrogatorios. Lee la realidad como solo los grandes periodistas, de la talla de Javier Caraballo, saben hacerlo.
Toma la tiza, mientras una brizna de luz entra por la ventana proyectando su halo protector sobre la mejilla de una de sus alumnas. Un ojo morado. Se aproxima y la examina, sin llegar a invadir su espacio. “Pobrecilla”, se piensa. Haciendo memoria recuerda de pronto que un día, durante un examen, contempló a aquella misma chica con un corte muy profundo en el brazo derecho. Recuerda, rememora, que siempre carga la mochila en el mismo hombro. Su archivo mental se retrotrae y se da cuenta de que la adolescente que está frente a ella pertenece a una familia desestructurada: sus padres están separados, según se comentó en una junta de evaluación. De hecho, se rumoreaba que la madre de ella había rehecho su vida y que aquella chica no guardaba muy buena relación con el compañero sentimental de su madre.
Todas aquellas señales físicas... María Teresa, mientras explicaba, no pudo dejar de reflexionar sobre las evidencias. Aquella chica tenía un carácter fuerte y algo agresivo. A veces la había visto peleando en el patio, con otros compañeros. Incluso una vez, mientras hacía guardia de recreo, María Teresa pudo escuchar cómo su alumna relataba que había sufrido una paliza la tarde anterior. Mientras lo narraba se reía y por eso no dio mucho crédito a lo escuchado. ¡Era un mecanismo de defensa! Ahora todo encajaba y se lamentó no haber actuado con mayor celeridad.
El protocolo es claro. Primero hablaría con los padres de la joven. Si la custodia la tenía su madre, esta lo negaría todo. Le diría que su compañero sentimental tenía una buena relación con su hija y que todo iba correcto. En paralelo, el padre estaría más abierto al diálogo, pero también más carente de información. Lo único malo de estos casos es que no sabes si te dicen la verdad, si verdaderamente existe un problema, o si te están dando la razón con la finalidad de herir a su ex pareja. Es frecuente que el progenitor que no tiene la custodia te diga “que el comportamiento de la niña está mucho peor, puesto que su madre la ha puesto en contra de mí... y la ha hecho vivir en una continua frustración”. ¿De qué serviría escuchar todo aquello, una vez más? Habría de derivarla al Orientador del Centro y, desde él, a un psicólogo. Hay que evaluar el impacto emocional de la situación y dilucidar quién es la persona que le está infringiendo los malos tratos.
María Teresa estaba explicando integrales, pero estaba completamente distraída. ¡Hay que ser desalmado para pegarle a una niña! Aquella chica había tenido una infancia dificilísima y ni siquiera ahora la dejarían ser feliz. Asuntos Sociales ya no actuaría. Tenía ya diecisiete años y esos son demasiados: la mayoría de edad andaba cerca y ¿de qué serviría quitar la custodia pocos meses antes de los dieciocho? A pesar de lo cual, ¿acaso alguien que cumple los dieciocho tiene potestad real para emanciparse? ¿Con qué dinero? ¿Con qué ayudas? Quizá aquella chica estuviera viviendo un auténtico infierno y nadie pudiera ayudarla.
Tocó el timbre. Al terminar la clase, le pidió a su alumna que permaneciera en el aula. Ningún compañero se extrañó. No hubo reacciones de ningún tipo, aunque estuvo atenta para percibirla. Cuando todos se marcharon, tomó su mano con ternura y con ternura comenzó a relatarle todos los datos que tenía: el golpe del ojo, aquel corte, su tendencia a coger la mochila siempre con el mismo hombro, las peleas de los recreos, su agresividad manifiesta... Le contó cada detalle con mesura. Cada observación. Confiaba en que se abriera. Podía ayudarla.
Helena se rio.
-No, profesora... Creo que lo ha entendido todo mal. Soy cinturón negro de aikido. Una de las más jóvenes de toda Andalucía, por cierto. En mi deporte es inevitable llevarte alguna paliza de vez en cuándo. ¡Llevo los golpes con resignación, pero no quedan estéticos! Agradezco su interés... pero le pido que la próxima vez me pregunte antes de iniciar ninguna investigación forense.
Toma la tiza, mientras una brizna de luz entra por la ventana proyectando su halo protector sobre la mejilla de una de sus alumnas. Un ojo morado. Se aproxima y la examina, sin llegar a invadir su espacio. “Pobrecilla”, se piensa. Haciendo memoria recuerda de pronto que un día, durante un examen, contempló a aquella misma chica con un corte muy profundo en el brazo derecho. Recuerda, rememora, que siempre carga la mochila en el mismo hombro. Su archivo mental se retrotrae y se da cuenta de que la adolescente que está frente a ella pertenece a una familia desestructurada: sus padres están separados, según se comentó en una junta de evaluación. De hecho, se rumoreaba que la madre de ella había rehecho su vida y que aquella chica no guardaba muy buena relación con el compañero sentimental de su madre.
Todas aquellas señales físicas... María Teresa, mientras explicaba, no pudo dejar de reflexionar sobre las evidencias. Aquella chica tenía un carácter fuerte y algo agresivo. A veces la había visto peleando en el patio, con otros compañeros. Incluso una vez, mientras hacía guardia de recreo, María Teresa pudo escuchar cómo su alumna relataba que había sufrido una paliza la tarde anterior. Mientras lo narraba se reía y por eso no dio mucho crédito a lo escuchado. ¡Era un mecanismo de defensa! Ahora todo encajaba y se lamentó no haber actuado con mayor celeridad.
El protocolo es claro. Primero hablaría con los padres de la joven. Si la custodia la tenía su madre, esta lo negaría todo. Le diría que su compañero sentimental tenía una buena relación con su hija y que todo iba correcto. En paralelo, el padre estaría más abierto al diálogo, pero también más carente de información. Lo único malo de estos casos es que no sabes si te dicen la verdad, si verdaderamente existe un problema, o si te están dando la razón con la finalidad de herir a su ex pareja. Es frecuente que el progenitor que no tiene la custodia te diga “que el comportamiento de la niña está mucho peor, puesto que su madre la ha puesto en contra de mí... y la ha hecho vivir en una continua frustración”. ¿De qué serviría escuchar todo aquello, una vez más? Habría de derivarla al Orientador del Centro y, desde él, a un psicólogo. Hay que evaluar el impacto emocional de la situación y dilucidar quién es la persona que le está infringiendo los malos tratos.
María Teresa estaba explicando integrales, pero estaba completamente distraída. ¡Hay que ser desalmado para pegarle a una niña! Aquella chica había tenido una infancia dificilísima y ni siquiera ahora la dejarían ser feliz. Asuntos Sociales ya no actuaría. Tenía ya diecisiete años y esos son demasiados: la mayoría de edad andaba cerca y ¿de qué serviría quitar la custodia pocos meses antes de los dieciocho? A pesar de lo cual, ¿acaso alguien que cumple los dieciocho tiene potestad real para emanciparse? ¿Con qué dinero? ¿Con qué ayudas? Quizá aquella chica estuviera viviendo un auténtico infierno y nadie pudiera ayudarla.
Tocó el timbre. Al terminar la clase, le pidió a su alumna que permaneciera en el aula. Ningún compañero se extrañó. No hubo reacciones de ningún tipo, aunque estuvo atenta para percibirla. Cuando todos se marcharon, tomó su mano con ternura y con ternura comenzó a relatarle todos los datos que tenía: el golpe del ojo, aquel corte, su tendencia a coger la mochila siempre con el mismo hombro, las peleas de los recreos, su agresividad manifiesta... Le contó cada detalle con mesura. Cada observación. Confiaba en que se abriera. Podía ayudarla.
Helena se rio.
-No, profesora... Creo que lo ha entendido todo mal. Soy cinturón negro de aikido. Una de las más jóvenes de toda Andalucía, por cierto. En mi deporte es inevitable llevarte alguna paliza de vez en cuándo. ¡Llevo los golpes con resignación, pero no quedan estéticos! Agradezco su interés... pero le pido que la próxima vez me pregunte antes de iniciar ninguna investigación forense.
domingo, 14 de noviembre de 2010
La columna más bestia de la historia
Imaginen que van por la calle. Acaban de salir del banco. Llevan, pongamos, cuatro cientos cincuenta euros encima. Con ese dinero van a pagar el alquiler o la hipoteca. Están felices. Brilla el sol. Las palomas del parque están contentas. Por desgracia, la raza humana no es buena siempre. Se dan la vuelta y un despiadado ser se está colando a hurtadillas junto a su cartera. Les pega un tirón y se lleva todos esos ahorros. El grito es ensordecedor y espanta a las palomas del parque. Puede que hasta el sol deje de brillar con tanta fuerza.
Es bastante comprensible, y pido perdón a mi editor por esto que voy a hacer ahora, que sintamos ganas de cagarnos en la madre del ladrón que nos ha quitado una suma semejante de dinero. Si queda poco coeducativo, me da igual cagarme en su padre, también. O en cualquier miembro o miembra de su entorno o familia. El caso es cagarse en alguien, lo reconozco. Reitero: más de cuatrocientos euros, ¿y me van a privar también del privilegio de decir alguna barbaridad? Primero llega la rabia. Después la cara de tonto. Todo eso se va, pero el dinero no vuelve.
Aterrizo: asumo ahora que alguien, una especie de Grinch, un hombre malvado, pretende robarme el espíritu de la Navidad. A mí y a mis colegas. Siento parecer materialista, puede que lo sea, pero es que generalmente trabajo por dinero, no sé ustedes. Los profesores tenemos sueldos normales, pero somos un colectivo raro porque trabajamos por dinero. En época de bonanza económica nadie repartió sus beneficios entre nosotros. En esos días de vino y rosas, no tuvimos subida de sueldo. Por el contrario, cuando las cosas comenzaron a ponerse feas, fue a nosotros a los que se llamó insolidarios y a los que se nos quitó más de cien euros cada mes. Pero no. No es suficiente. Ahora alguien se acerca a nuestras carteras con disimulo para robarnos, reitero, más de cuatrocientos euros.
Entiendo que no está bonito cagarte en la familia de ningún político, máxime si tiene poder para conseguir que amanezcas muerto. Es algo que está feo. Pido perdón a los lectores, por tanto. No quiero escandalizar a nadie. Seguro que todos piensan “eh, se le ha ido la olla al Profesor Cuyami”, pero es que estoy un poco cabreado, no sé si se me nota, porque me van a dejar la paga extraordinaria a la mitad y parece ser que ya no tiene arreglo. Si te da coraje que un desalmado te robe más de cuatrocientos euros de la cartera, en plena vía pública, todavía fastidia más que unos cuantos meses antes ese mismo chorizo te haya dicho que le sobra el dinero (si alguno no capta la analogía que piense en la última campaña electoral y en los famosos cuatrocientos euros que ahora estoy pagando a no sé qué interés).
Si a un profesional, con contrato indefinido, se le baja el sueldo... eso es ilegal. Sin embargo, a los funcionarios, que se supone que somos el súmmum de la gente privilegiada, nos han cambiado las condiciones laborales y no podemos ni quejarnos. Es como si el jefe les llega mañana y les dice que va a pagarles la mitad. Porque a él le apetece. Porque no supo gestionar bien la empresa. Porque está triste o porque se ha gastado el superávit en putas. Demandaríamos al jefe y probablemente los tribunales nos darían la razón. Los funcionarios no lloran. Los funcionarios hemos de dar gracias, sospecho, por existir, por el aire que respiramos, porque se nos concede el derecho a seguir vivos.
Si mañana, a la salida del banco, un ladrón me quita cuatrocientos euros, les aseguro que haría todo lo posible para que esa persona termine en la cárcel. (Y para que me devuelva el dinero, claro). Lo denunciaría. Le pondría al cobrador del frac, o a un torero, o a un nota vestido de pollito, en la puerta de su casa. No queda bonito, para los turistas japoneses, que haya varios miles de pollitos de dos metros en la puerta de Moncloa. Pero sería lo suyo.
Me he quedado bastante a gusto. Esta columna no sirve para nada. Mañana envolverá pescado en el mercado (si es que alguien tiene dinero para ir al mercado a comprar un artículo de lujo como es el pescado). Eso sí... ¡cómo desahoga! Al fin y al cabo, si nos quitan el derecho al pataleo, a un pataleo vigoroso y terco, si nos prohíben escribir columnas tan bestias como esta, ¿a qué seguir viviendo?
Es bastante comprensible, y pido perdón a mi editor por esto que voy a hacer ahora, que sintamos ganas de cagarnos en la madre del ladrón que nos ha quitado una suma semejante de dinero. Si queda poco coeducativo, me da igual cagarme en su padre, también. O en cualquier miembro o miembra de su entorno o familia. El caso es cagarse en alguien, lo reconozco. Reitero: más de cuatrocientos euros, ¿y me van a privar también del privilegio de decir alguna barbaridad? Primero llega la rabia. Después la cara de tonto. Todo eso se va, pero el dinero no vuelve.
Aterrizo: asumo ahora que alguien, una especie de Grinch, un hombre malvado, pretende robarme el espíritu de la Navidad. A mí y a mis colegas. Siento parecer materialista, puede que lo sea, pero es que generalmente trabajo por dinero, no sé ustedes. Los profesores tenemos sueldos normales, pero somos un colectivo raro porque trabajamos por dinero. En época de bonanza económica nadie repartió sus beneficios entre nosotros. En esos días de vino y rosas, no tuvimos subida de sueldo. Por el contrario, cuando las cosas comenzaron a ponerse feas, fue a nosotros a los que se llamó insolidarios y a los que se nos quitó más de cien euros cada mes. Pero no. No es suficiente. Ahora alguien se acerca a nuestras carteras con disimulo para robarnos, reitero, más de cuatrocientos euros.
Entiendo que no está bonito cagarte en la familia de ningún político, máxime si tiene poder para conseguir que amanezcas muerto. Es algo que está feo. Pido perdón a los lectores, por tanto. No quiero escandalizar a nadie. Seguro que todos piensan “eh, se le ha ido la olla al Profesor Cuyami”, pero es que estoy un poco cabreado, no sé si se me nota, porque me van a dejar la paga extraordinaria a la mitad y parece ser que ya no tiene arreglo. Si te da coraje que un desalmado te robe más de cuatrocientos euros de la cartera, en plena vía pública, todavía fastidia más que unos cuantos meses antes ese mismo chorizo te haya dicho que le sobra el dinero (si alguno no capta la analogía que piense en la última campaña electoral y en los famosos cuatrocientos euros que ahora estoy pagando a no sé qué interés).
Si a un profesional, con contrato indefinido, se le baja el sueldo... eso es ilegal. Sin embargo, a los funcionarios, que se supone que somos el súmmum de la gente privilegiada, nos han cambiado las condiciones laborales y no podemos ni quejarnos. Es como si el jefe les llega mañana y les dice que va a pagarles la mitad. Porque a él le apetece. Porque no supo gestionar bien la empresa. Porque está triste o porque se ha gastado el superávit en putas. Demandaríamos al jefe y probablemente los tribunales nos darían la razón. Los funcionarios no lloran. Los funcionarios hemos de dar gracias, sospecho, por existir, por el aire que respiramos, porque se nos concede el derecho a seguir vivos.
Si mañana, a la salida del banco, un ladrón me quita cuatrocientos euros, les aseguro que haría todo lo posible para que esa persona termine en la cárcel. (Y para que me devuelva el dinero, claro). Lo denunciaría. Le pondría al cobrador del frac, o a un torero, o a un nota vestido de pollito, en la puerta de su casa. No queda bonito, para los turistas japoneses, que haya varios miles de pollitos de dos metros en la puerta de Moncloa. Pero sería lo suyo.
Me he quedado bastante a gusto. Esta columna no sirve para nada. Mañana envolverá pescado en el mercado (si es que alguien tiene dinero para ir al mercado a comprar un artículo de lujo como es el pescado). Eso sí... ¡cómo desahoga! Al fin y al cabo, si nos quitan el derecho al pataleo, a un pataleo vigoroso y terco, si nos prohíben escribir columnas tan bestias como esta, ¿a qué seguir viviendo?
Sobre los comentarios (2)
Sé que alguna que otra vez he dicho ya cosas al respecto, pero lo vuelvo a recordar, por si alguno no se ha enterado ya. No publicaré amenazas de muerte que sean anónimas. Si alguien quiere hacer comentarios sobre mí, decir lo malo que soy, o solicitarle al destino que me envíe un cáncer de pancreas, que diga su nombre completo y su DNI. Y os garantizo que así nos reiremos un rato todos. Es muy fácil atacar cuando la persona a la que atacas no podrá defenderse. (Aunque hoy en día, gracias a las direcciones IP, te llevas unas sorpresas de lo más jugosas).
De todas formas, que conste que lo que hago es leer las dos primeras líneas de los comentarios. Si me gustan, sigo leyendo y los publico. Si no me gustan, los borro sin seguir leyendo. Si alguien busca pluralidad, le puedo recomendar otros foros. Aquí no hay pluralidad, ni la habrá. Aquí me limito a dejar constancia de algunas de mis columnas por si le interesan a alguien. No daré pie a nadie a insultarme, ni contestaré gilipolleces.
Si alguno tiene tiempo libre, que se acoja al PLAN DE CALIDAD. O que redescubra la masturbación. O que haga SUDOKUS. Aquí no son bien recibidos los que se divierten tratando de hacer daño. (Y menos tratando de hacérmelo a mí, como es lógico). Si a alguno mi sola existencia le conmueve, que no entre. De ese modo le será más fácil olvidarse de que existo.
De todas formas, que conste que lo que hago es leer las dos primeras líneas de los comentarios. Si me gustan, sigo leyendo y los publico. Si no me gustan, los borro sin seguir leyendo. Si alguien busca pluralidad, le puedo recomendar otros foros. Aquí no hay pluralidad, ni la habrá. Aquí me limito a dejar constancia de algunas de mis columnas por si le interesan a alguien. No daré pie a nadie a insultarme, ni contestaré gilipolleces.
Si alguno tiene tiempo libre, que se acoja al PLAN DE CALIDAD. O que redescubra la masturbación. O que haga SUDOKUS. Aquí no son bien recibidos los que se divierten tratando de hacer daño. (Y menos tratando de hacérmelo a mí, como es lógico). Si a alguno mi sola existencia le conmueve, que no entre. De ese modo le será más fácil olvidarse de que existo.
lunes, 1 de noviembre de 2010
Caderas
He llamado a esta columna “caderas” porque quiero hablar de las “cátedras” y me parece muy obvio llamarla “cátedras” porque no deja nada a la imaginación ese título. Y lo llamo “caderas” y no “cátedras” porque ambas palabras proceden de la misma raíz latina y quiero dármelas de listo, esta vez. Son un doblete, que se llama, que es cuando un étimo perpetra dos evoluciones, una culta y otra popular. Ahora bien, ¿de qué me sirve saber todo esto? ¿Para qué me sirve ser tan listo? [Nótese la ironía, revestida de arrogancia]. No me sirve para nada... ¡porque nunca podré ser catedrático! Lamento que esto suene a rabieta de niño pequeño, pero es que me indigna que, ya que soy funcionario, me esté prohibido llegar más lejos en mi vida (laboral). He de asumir, y no quiero, que me irá mejor durmiendo más horas de siesta por las tardes. Dormir no gasta y últimamente me cuesta llegar al final de mes con algo de dinero en la cartera.
Hace muchos años, en una galaxia muy lejana, había una figura (ahora en extinción) que tenía una serie de privilegios sobre el resto de mortales: podían escoger grupos, ostentaban la jefatura de departamento y eran mirados con lupa y con una mezcla de envidia y de admiración por la sociedad. En la búsqueda de un mundo en el que todos hemos de ser más iguales, y donde los que tienen más capacidad deben arrodillarse y pasar por la puertecita del perro, se pensó que no era justo que unos cobraran más que otros por hacer el mismo trabajo. Se quitaron las cátedras y ahora, hoy en día, los únicos catedráticos que varan por ahí son los rescoldos de un antiguo emporio. Algo así como los últimos samuráis de lo suyo: ya no nace ninguno nuevo, pero no han asesinado a los que quedaban. Siguen por ahí, coleando, los que no se han jubilado, todavía. ¡Qué cosas!
Y digo yo: ¿por qué no? Yo quiero ambicionar. Quiero tener la oportunidad, que no el derecho, de intentar cobrar más, de levantarme por las mañanas un poco más motivado. No quiero sentir que con venticuatro años resolví mi vida. No es justo. No lo quiero. Cuando saqué las oposiciones todo el mundo me decía eso mismo y ahora, después de cinco años, me da muchísimo coraje que así sea: no quiero tener la vida resuelta, quiero poder promocionar, quiero poder ascender, como los hijos de mis vecinos. Produzco más si sé que puedo mejorar mis condiciones laborales. Seguiría formándome si eso puede llevarme a vivir mejor. Será que soy egoísta o que el altruismo siempre naufraga en el mismo punto: si hay otro mejor que yo, no me importa hincar la rodilla, pero no compito si no tengo nada que ganar.
No me molesta que haya catedráticos, claro, pero me molesta no poder serlo yo, algún día. Esa es la paradoja: aceptar los privilegios de otros se lleva peor si esa opción tú no la has tenido. Pero los admiro, de hecho, puesto que ellos pelearon por un cupo menor de plazas y demostraron ser los mejores de su especie. Y ser los mejores no es malo, como parecen inculcarnos los que son mediocres. No se debe pedir perdón por ser de los mejores, incluso. De hecho, deberían pagarte más por ser de los mejores.
Este tema lo tenía en mi libreta de pendientes desde hace mucho tiempo. Lo que me ha llevado a redactar por fin este texto reivindicativo es que me he enterado esta mañana de que hay comunidades autónomas donde han regresado a secundaria las cátedras. En las últimas convocatorias de oposiciones se han habilitado una serie de plazas para ello... y nadie ha muerto. No ha perecido nadie pisoteado, ni se han visto escenas similares a las de El Corte Inglés en rebajas. La gente, docentes que han llevado una carrera ejemplar, han concurrido para demostrar que son buenos profesionales, especialmente buenos. Visto así, creo yo, no está tan mal la cosa. Podría decirse que queda hasta bonito para la foto.
Si la sociedad admiraba a los catedráticos, si los profesores (no he escuchado a nadie opinar lo contrario, cada vez que sale el tema) deseamos que vuelvan, si los propios catedráticos reivindican su vigencia, si no hacen daño a nadie, salvo por el pago de un complemento que tampoco justifica su supresión, ¿por qué no abrimos el debate? ¿Por qué no aceptamos, sin más, que a veces los tiempos pasados fueron mejores, en algunos aspectos? Reconozco que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Pero en educación... demasiadas veces lo parece.
Hace muchos años, en una galaxia muy lejana, había una figura (ahora en extinción) que tenía una serie de privilegios sobre el resto de mortales: podían escoger grupos, ostentaban la jefatura de departamento y eran mirados con lupa y con una mezcla de envidia y de admiración por la sociedad. En la búsqueda de un mundo en el que todos hemos de ser más iguales, y donde los que tienen más capacidad deben arrodillarse y pasar por la puertecita del perro, se pensó que no era justo que unos cobraran más que otros por hacer el mismo trabajo. Se quitaron las cátedras y ahora, hoy en día, los únicos catedráticos que varan por ahí son los rescoldos de un antiguo emporio. Algo así como los últimos samuráis de lo suyo: ya no nace ninguno nuevo, pero no han asesinado a los que quedaban. Siguen por ahí, coleando, los que no se han jubilado, todavía. ¡Qué cosas!
Y digo yo: ¿por qué no? Yo quiero ambicionar. Quiero tener la oportunidad, que no el derecho, de intentar cobrar más, de levantarme por las mañanas un poco más motivado. No quiero sentir que con venticuatro años resolví mi vida. No es justo. No lo quiero. Cuando saqué las oposiciones todo el mundo me decía eso mismo y ahora, después de cinco años, me da muchísimo coraje que así sea: no quiero tener la vida resuelta, quiero poder promocionar, quiero poder ascender, como los hijos de mis vecinos. Produzco más si sé que puedo mejorar mis condiciones laborales. Seguiría formándome si eso puede llevarme a vivir mejor. Será que soy egoísta o que el altruismo siempre naufraga en el mismo punto: si hay otro mejor que yo, no me importa hincar la rodilla, pero no compito si no tengo nada que ganar.
No me molesta que haya catedráticos, claro, pero me molesta no poder serlo yo, algún día. Esa es la paradoja: aceptar los privilegios de otros se lleva peor si esa opción tú no la has tenido. Pero los admiro, de hecho, puesto que ellos pelearon por un cupo menor de plazas y demostraron ser los mejores de su especie. Y ser los mejores no es malo, como parecen inculcarnos los que son mediocres. No se debe pedir perdón por ser de los mejores, incluso. De hecho, deberían pagarte más por ser de los mejores.
Este tema lo tenía en mi libreta de pendientes desde hace mucho tiempo. Lo que me ha llevado a redactar por fin este texto reivindicativo es que me he enterado esta mañana de que hay comunidades autónomas donde han regresado a secundaria las cátedras. En las últimas convocatorias de oposiciones se han habilitado una serie de plazas para ello... y nadie ha muerto. No ha perecido nadie pisoteado, ni se han visto escenas similares a las de El Corte Inglés en rebajas. La gente, docentes que han llevado una carrera ejemplar, han concurrido para demostrar que son buenos profesionales, especialmente buenos. Visto así, creo yo, no está tan mal la cosa. Podría decirse que queda hasta bonito para la foto.
Si la sociedad admiraba a los catedráticos, si los profesores (no he escuchado a nadie opinar lo contrario, cada vez que sale el tema) deseamos que vuelvan, si los propios catedráticos reivindican su vigencia, si no hacen daño a nadie, salvo por el pago de un complemento que tampoco justifica su supresión, ¿por qué no abrimos el debate? ¿Por qué no aceptamos, sin más, que a veces los tiempos pasados fueron mejores, en algunos aspectos? Reconozco que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Pero en educación... demasiadas veces lo parece.
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