jueves, 29 de marzo de 2007

Vivir fuera de plano

Todos tenemos una serie de “bromas-fetiche”, de comentarios sin gracia que repetimos hasta la saciedad en situaciones análogas. Al fin y al cabo, si alguien no te los ha escuchado antes, pensará indefectiblemente que eres creativo y original (aunque también que no tienes gracia), y lo deslumbrarás con la prodigiosa fugacidad de tu verbo. Si he de serles sincero, una de las mías consistía siempre en preguntar retóricamente “¿dónde está la cámara oculta?” cuando me hallaba inmerso en alguna situación que sobrepasaba mis vivencias habituales. Al fin y al cabo, en el imaginario colectivo de todos aún se encuentra inmerso ese tipo de programas de televisión donde gente anónima es filmada en situaciones desconcertantes por una cámara picarona e invisible. Son originales, bromas inocuas y chistosas que no hacen daño a nadie y que sí desfogan nuestras tendencias voyeuristas. No pasa nada: al fin y al cabo, cuando la azafata de turno se aproxima desde detrás de un seto, piensas “qué buena está”, para más tarde respirar aliviado porque todo llegó a su fin (“de buena me libré”).

Leo en un periódico de Cádiz que van a poner en la calle a una compañera (interina, todo sea dicho, porque a un funcionario no se le expulsa del cuerpo ni con la aprobación de Cancerbero, el perro que custodiaba la entrada al Hades), porque sus alumnos de primero de ESO la grabaron a ella inmersa en una escena habitual en nuestras aulas: chicos de pie, bolas de papel volando de un lado a otro, alguna que otra silla arrojada contra el suelo, gritos… Dichoso testimonio visual que fue colgado en Internet por uno de los actores y que desencadenó que los padres advirtieran el manicomio en el que se ha convertido el centro escolar donde sus hijos acampan; provocando que la Junta le haga la cama a la docente que hacía el cameo en dicha película (hacía el papel de profesora indefensa y tal vez la nominen al Oscar por ello).

Me gustaría ficcionar este asunto, mostrarlo de un modo más literario o perverso. Lamentablemente, no lo consigo: ¡me he quedado de piedra! No solo los alumnos te impiden llevar a cabo tu trabajo, no solo manejan en clase un móvil (estando absolutamente prohibido), no solo te graban sin previo aviso y de forma ilegal… ¡sino que además es culpa tuya que te lo hayan hecho! Y no solo es culpa tuya, sino que además algunos desprenden de todo esto que tú no puedes ser profesor si no eres capaz de mantener siempre a los niños en su sitio. En vez de enseñarte a lidiar situaciones que exceden en mucho tu titulación, te expulsan del cuerpo. En vez de poner soluciones, te piden que grites más. Con frecuencia se escucha que la culpa de las acciones de indisciplina ¡es de aquellos profesores que no infunden miedo! Si eres modosito y tus ojos son celestes o tu voz engolada, ¡dedícate a otra cosa! ¡Tú no puedes enseñar si tu voz se quiebra al nonagésimo sexto grito del día, del mismo modo que una chica apellidada “Malvesada” es carne de cañón en el aula! Lo dicho: se infiere que es necesario un carácter recio y una voz potente en este sistema educativo de mis amores, porque lo contrario te manda al paro. Necesitas una buena presencia y una autoestima adusta. Necesitas, a fin de cuentas, que si un móvil echa a rodar por sorpresa, no te pille fuera de plano, ni fuera de juego. Si se rueda un film, tú serás la estrella. Gánate, por tanto, la cámara; hazla tuya. Toma buena cuenta de que esto no solo es un Instituto, sino que puede llegar a ser el inicio del camino que te llevará a Hollywood.

Ya puestos a grabar y dado que ellos nos lo hacen a nosotros, ¿por qué no pagarles con la misma moneda? ¿Para cuándo se nos permitirá a los profesores grabar las clases? Si les soy sincero, me muero de ganas de llegar a una tutoría de padres para obsequiarles con el DVD de los mejores momentos de su hijo. Sobreimpresionado, en la imagen, algún rótulo explicativo: “Rubén, tratando de prenderle fuego a un maestro (imágenes de archivo)”, “Rubén llamando rubia asquerosa a la profesora de francés”. ¿Se lo imaginan? Si se juega, juguemos. No tenemos nada que ocultar, pero ellos, sí.

Prof. Cuyami

martes, 20 de marzo de 2007

La fuerza del sino

Una espada ensangrentada. Un charco que embarra una capa. Un escudo con una hendidura ocre. Las muescas de un hacha sobre la repisa. Flecha húmeda. Estofados con cicuta. Letras escarlata que hablan de muerte… Desde siempre, los caballeros han peleado por honor y se han escrito, gracias a ello, algunas de nuestras páginas más brillantes. Eso, tan brillantes, que hemos llegado muchos a creernos que se trata en efecto de algo bello. Una afrenta, una disputa y una confrontación condenada a llegar a las manos. Y las manos, al cuello.

El esquema permanece inalterado al paso de las calendas y de las candelas. Una injuria: alguien atenta contra el honor de otro alguien y una escueta misiva emplaza a los dos contendientes. Se elige un páramo recóndito, al caer el mediodía, y es obligación de palabra que acudan ambos. Si por ventura uno de los dos no comparece al duelo, ya nunca podrá volver a levantar la cabeza al modo al que antes lo hacía. Se lucha hasta que uno muerde el polvo y se muerde su propia lengua. En ocasiones, algún cuchillo se ve. Las más, son los puños los que dirimen un justo vencedor. Espectadores, admiradores y musas, asisten a los combates. No es de recibo arriesgar la vida si no se impresiona a alguien a cambio: jamás las peleas son en solitario. No es plan: es una cita, un espectáculo de masas. Los compañeros del protagonista, a un lado. Los compañeros del antagonista, al otro. De frente, el resto de comentaristas. Hacen apuestas, murmuran y, sobre todo, guardan silencio cuando toca guardarlo.

-“Profesor, ¿puede dejarnos salir cinco minutos antes? Es que van a pelearse a la salida dos de tercero”. Siempre sucede. Es un tablón invisible, un tabloide de tirada ilimitada. De fondo, casi siempre un lío de faldas: la honra de alguna chica en juego. Un amigo que traicionó a su compadre por otra y el despecho del agraviado que lacra la venganza. Por entre los pasillos se rumorea que van a matar al débil y, en un instante, los tres grandes temas riegan de pólvora el Instituto: el amor, la muerte y la honra. El siglo de Oro al completo sangra en el descampado más cercano al Instituto, cuando uno le parte la nariz al otro. La chica de la falda más corta muestra un tanga que tal vez dio pie al comentario que terminó con la declaración de guerra: estalló la campana y todos corrieron. Todos conocen el lugar exacto y la hora exacta, porque ambos usos consuetudinarios se transmiten de promoción a promoción. Por mor de nuestro superior intelecto, los profesores también los conocemos. En la calle y es la vida: ¿quién se atreve a interponerse?

Atemporal. Los navajazos suelen salir en los periódicos, pero los ojos morados, no son noticia. Pan nuestro de cada día: mirar a otro lado y suplicarle al cielo que la pelea no transcienda a reyerta. Si los amigos del galán toman partido y el malo lleva a sus tropas, va a liarse una (epopeya) gorda. La madre de todas las batallas suele ser la portadora del tanga y si por ventura esta tiene a bien enviar un mensaje al móvil de sus garrulos primos, que trabajan en un taller próximo, el espectáculo estará garantizado y entonces no será exagerado hablar de heridos. ¿Quién es lo suficientemente hombre como para detener esto?

Nótese que una pelea se siente, se intuye. Está en el ambiente mucho antes de que el primer puñetazo llegue. Los alumnos se excitan, pulula en el ambiente un halo misterioso que a todos gusta. Les apasiona la sangre. Les encanta la proximidad de un buen cisco. Pese a todo, es un honor para mí admitir que por fortuna las mujeres han dejado de ser solo el premio o la causa. Ahora también son parte activa. En virtud de la libertad de género no es raro que todo este bullicio se enraíce en torno a un par de doncellas batalladoras a lo Millon Dólar Baby. En efecto, mi único consuelo en esos casos es desear que ninguna se golpee la cabeza con el banco y que la calle dicte sentencia. Al fin y al cabo, los profesores, allá afuera, no tenemos control sobre la fuerza del sino.

Prof. Cuyami

martes, 13 de marzo de 2007

Los niños de los camiones

Si conociera algo de su idioma, lo primero que le preguntaría es de qué era el camión. Curiosidad, malsana; operatividad, ninguna. No es lo mismo, pero es igual: se sabe que muchos camiones cruzan el estrecho con materia prima y que los chavales de los que hablo se adhieren a sus bajos, se introducen entre las ruedas, y aguantan allí un buen puñado de horas. Cuando el camión se detiene, ya en España, ellos descienden y contemplan la tierra prometida: un solar, un polígono industrial, en el mejor de los casos, un bar de carretera donde poder conseguir una taza de leche a cambio de unos cuantos llantos. Son niños. No hablo de pateras ni de cayucos. Hablo de adolescentes que llegan a Andalucía debajo de los camiones y a los que no se puede expulsar demasiado rápido porque no hablan nuestro idioma, porque no poseen papeles, porque no se sabe a dónde enviarlos de vuelta, ni cómo han llegado.

Mohamed llegó hace un par de semanas. No habla español. En el pueblo más cercano al mío existe un hogar de acogida y las monjas traen cada mañana a los chicos a nuestro Instituto. Es legítimo: han de estar escolarizados y, por tanto, vienen a clase. Por ello no sorprende que en uno de los grupos de segundo de ESO, en una ocasión, llegara a tener un total de seis. Estaban mezclados con otros alumnos de acá, pero les separaba un mundo… ¡o dos! ¿Distan dos mundos desde el primero hasta el tercero? Tal vez disten más, porque me fue imposible destruir ese telón de lata. Niños de aquí, que no estudian porque no quieren. Niños de allá que no estudian porque no pueden, sin traductores árabes, sin padres que les indiquen cuándo se condenarán si comen, hacia dónde han de implorar en sus oraciones un mundo más habitable, una tierra más blanda sobre la que dormir: asfaltos sin cristales, que no dañen los brazos cuando el camión sobrepasa un cambio de rasante.

Son monjas, creo. Los atienden mientras los burócratas echan una partida de “mentiroso” y trafican con ellos, mientras se trazan acuerdos acerca de sus cabezas: “si te los quedas invierto en tu país”, “si tú los reconoces a cambio, regularizo a otros”. Y ellos, entre tanto, ganan maldad por días, nutriéndose del miedo que sienten los otros chicos, sabedores de las leyendas que circulan sobre integristas, sobre pequeños binladen que cometen atentados en miniatura, que forman guetos… por pura afinidad lingüística y por tener en común el sueño de algo distinto a morir de hambre. Todos tienen en común que cruzaron el Estrecho para que no les cruzaran la cara, que sienten que ya nada puede salir mal, porque todo lo dejado atrás estaba peor.

Mohamed no aprenderá a leer. Es un formalismo. Están aquí, estudian con nuestros chicos, y en ciertos momentos apocalípticos, se les forman grupos especiales con objeto de darles una educación aplicada, más apta, transversal y [bla, bla] que les permita integrarse y ser los basureros del mañana. Pero claro, eso ellos no solo no lo saben sino que además no tienen la paciencia necesaria para seguir el plan oficial porque ya necesitan el dinero. Ellos se sienten extraños, confinados cada mañana junto a otros que los desprecian, condenados a escuchar el caer de la lluvia en las glotis de los docentes: oyen caer la lluvia cuando hablamos porque desafortunadamente, el árabe no se exige en las oposiciones y el español tampoco en las aduanas.

Un buen día, cuando ya los caldos monjiles les han devuelto la inmortalidad, hacen acopio de una veintena de euros y se marchan (no sé a dónde y, si lo supiera, tampoco se lo diría a nadie). Y no se les vuelve a ver. Como el vaho salido el sol. Como las telarañas en una batalla. Desaparecen como las atalayas en los proyectos de expansión urbanística. Se van. Desaparecen como los pingüinos y los glaciares. Como las oscuras golondrinas, que no regresan. Como los árboles próximos al Museo Tissen o los de la Plaza Nueva de Sevilla. No me preocupo por ellos, por ende, porque siempre se marchan: porque las migraciones son lo más natural del mundo, porque todo cambia, todo fluye. Porque otros vendrán. Porque siempre el ciclo de la vida prosigue su curso, aunque los “niños de los camiones” jamás terminen los cursos.

Prof. Cuyami

martes, 6 de marzo de 2007

Las estatuas de sal

Pienso en la mujer de Lot que por mirar atrás hubo de transformarse en estatua de sal, tras salir de Sodoma. En su honor, yo no miro, aunque mi alumna sí sigue allí: de pie, inmóvil, en mitad de la noche. No acierto a descubrir si he de pararme o si de hacerlo estaré cometiendo el mayor error de toda mi vida. No obstante, opto por pisar el embrague, el acelerador y salir de allí. Es de noche. Viernes. Recorro el pueblo para cenar con unos amigos. Acá, en este recóndito pueblo de Almería, el mar se escucha a lo lejos y el oleaje está encrespado. A veces pienso que Sheila se convertirá en estatua de sal por el mar, por el tacto salino que dejará en su boca el primer baño de su hija. Solo tiene dieciséis años y ya es prostituta.

Hablo de nuestra Andalucía más auténtica, de la que sale en los mapas, de aquella que todos conocemos. Muchas madres de alumnos de Instituto “hacen la calle”. Se ve normal, se asume tras ciertos miramientos impostados: acá todo vale, todo está bien. Es un trabajo más y por ello no es de extrañar que pueda ser heredado también de madres a hijas. Muchas de las nuestras apuntan maneras: en cierto centro donde estuve hace tiempo capturaron a una alumna haciéndole una felación a un chico a cambio de dinero para el bocadillo. En pleno centro escolar. Más tarde até otro cabo y alguien me confesó en una tasca que no es un milagro que cuatro hermanas nazcan en el mismo año: son hijas de prostitutas, que son acogidas por una misma mujer, que toman de ella su apellido para conservar el secreto, pero que cada cual continúa con su madre, mamando desde chicas el oficio, destrozando cualquier ilusión, cualquier inocencia, labrando un futuro que nadie podrá arreglar, que engendrará nuevas hijas como ellas, que de noche dormirán en la cama del tendero de turno, que de mañana tomarán los libros y se negarán a hacer los ejercicios en clase de Lengua porque están cansadas, porque su dominio de la lengua les da para lo único para lo que la necesitarán: para dar un poco de conversación a sus clientes, para no pensar demasiado y no sufrir en exceso por lo que están haciendo; ganarse y gastarse la vida.

Otro caso, otra tragedia. Hermosa, de ojos azules y mirada tierna: es rusa. Me contó en una clase de Alternativa a la Religión que los hombres españoles somos tontos, que aún no se cree que le den dinero tan solo por quitarse la ropa. No pasa nada: me confesó también que a su novio no le importa, que de hecho le pide que lo haga, y que así consigue unos euros para comprar unas zapatillas de marca, con las que correrá más que nadie en las clases de Educación Física. Novio o proxeneta, ella tiene quince años. Tal vez su cuerpo aparente más, pero no ha cumplido dieciséis aún. Ya conoce burdeles, aunque no lo sabe. Ya conoce bares de camioneros y carreteras. Ya ha probado en sus labios el rancio sabor del fuego. Y la droga. Y la soledad. De todas formas, por aquello de que es rusa y de que tiene una sonrisa bonita, al menos no pasa las noches al raso, no espera en una esquina sin poder mirar hacia atrás: no mantiene relaciones sexuales con desconocidos.

Tiene que estar pasando mucho frío Sheila, allí detrás, vestida con unas mallas negras, con un vestido corto, con los labios muy pintados. No es siempre así. Es solo un caso, aislado, remoto. La mayoría de mis alumnas montan en bici y flirtean con alumnos de su edad. Pero no todas, y eso me duele. Precisamente porque las demás no lo hacen es por lo que Sheila me da tanta pena. Aunque todos los trabajos son duros, su situación es inhumana. De sobra sé que yo también me prostituyo cuando soy obligado a trabajar haciendo labores que no me corresponden, que no me apetece hacer, que me vejan, que atentan contra mi dignidad. De sobra sé que me prostituyo cuando me dejo insultar por dinero, cuando me amenazan con rajar mi coche y no protesto porque me pagan por ello; cuando no pego un portazo y salgo corriendo a otro lado, a otro lugar donde me traten mejor, donde mi trabajo importe de veras. Pero no es lo mismo. O eso me temo. De todas formas, si la sal derrite el hielo, tal vez ser estatua de sal ayude a Sheila a no congelarse en todas las noches de invierno que ella pasará en la calle.

Prof. Cuyami