jueves, 15 de noviembre de 2007

Horeja: cuarenta minutejos

Albert Einstein. Teoría de la Relatividad. ¿El tiempo transcurre de forma constante? Manolo García. Disco análogo. ¿Nunca el tiempo es perdido? Miro el reloj, mi eterno compañero. En los pasillos, se escuchan gritos. Agoto los últimos instantes en la sala de profesores. Dos de la tarde. Muchos nos hacemos los remolones con cierta frecuencia. Es la sexta y no me refiero a la televisión, sino a la última hora del día. Estamos cansados y no lo digo por los niños. Llevo en el Centro desde las ocho y media y mis fuerzas no dan para más. Afortunadamente, la última dura solo cincuenta y cinco minutos.

En mi Instituto, algunas horas son más cortas. Se trata de un vacío legal que alguien me explicó una vez, pero de cuyo motivo no me acuerdo. De las seis horas de clase, tres son de cincuenta y cinco minutos, cada una. Las otras tres, de sesenta. Hay quince minutos de margen que nos debe el dios Cronos y que nos cobramos así. Sin embargo, si esas clases duran cincuenta y cinco minutos y hay cinco más de descanso entre cada clase, nos quedamos en cincuenta. Diez minutos perdidos, sería. Pero no. Hay más. A última hora, se abren las puertas cinco minutos antes y es frecuente que los alumnos estén fuera antes de que toque la campana. Eso por no hablar de la compasiva clemencia que tiene la sirena: ¡casualmente la alarma está adelantada para que toque un poquito antes de que se cumpla la última hora! Un par de minutos, casi imperceptibles para el ojo humano, pero que se notan y se agradecen bastante. Nos quedamos en cuarenta y cinco, con todo ello. No es solo eso. De quinta a sexta, algunos cursos salen del Instituto. Los jefes están en otros menesteres. Los cambios de clase duran un poquito más, por ello. Cuarenta minutos. Sin embargo, con la clase tan ingobernable, es habitual finalizar la explicación un poco antes. En ese margen, los alumnos recogen el aula, ponen las sillas encima de las mesas, se colocan los abrigos. Treinta y cinco minutos. Antes bien, es cierto también que a veces, por estar ellos cansados, entre que comienzas y no, entre que los mandas a callar y se sientan, tras el cambio de clase, pasan unos instantes. Treinta minutos. ¡Ah, pero encima cuando se consiguen sentar, te entregan justificantes, te suplican que no se dé la clase, te instan a entender que están cansados! Veinticinco minutos.

A veces, las horas duran veinticinco minutos. Parece un milagro, un misterio, un vórtice espacio-temporal. Cosas mundanas. ¿Qué puede hacerse en tan poco tiempo? Contra pronóstico, esas son las clases más largas, las peores. Esos veinticinco minutos no avanzan, los alumnos no atienden, el runrún de los estómagos actúa de diapasón y todo gira de forma tortuosa. Cuando hace calor, el reloj avanza en su sentido inverso. No es infrecuente dar ciertos toquecitos por hora, a la esfera, para cerciorarte de que las agujas no se detuvieron. Sin embargo, poco o nada suele tenerse en cuenta la relatividad del tiempo. ¿Por qué no nos pagan el doble por estas agónicas últimas clases de la mañana? Hasta un chimpancé podría impartir clases a las ocho y media. El grado de sufrimiento nada tiene que ver entonces con el postrero, dado que los alumnos están dormidos, cuando recién empieza a clarear. En esos momentos, todo es fácil, aprovechas hasta el último instante y cualquier actividad o explicación te sale bien. Cualquier curso es bueno a primera. A primera, te luces. A última, te pones el traje de luces… ¡y a torear! Cualquier curso es malo a última hora.

Me hace gracia. Los inspectores se están poniendo más severos y están suprimiendo las clases de cincuenta y cinco minutos en muchos IES. Por ventura, los Inspectores jamás se enteran de nada. Ellos viven en los mundos de Yupi, o más allá; se quedaron anclados en pleno Romanticismo. Les parece poco serio que algunas clases sean más cortas cuando, en realidad, el tiempo efectivo de todas las demás jamás compensa tanta pulcritud. A mí, por descontado, me da igual. Si las horas regresan a sus convencionales sesenta minutos, propondré que los minutos se recorten a cuarenta y cinco segundos: ¿también en eso se meterán los Inspectores? Vale, de acuerdo. Si eso no resulta, prometo inventar algún otro método nuevo para perder aún más tiempo y contraerlas hasta el cuarto de hora que verdaderamente los eso-estudiantes asimilan. ¿Todos los funcionarios del mundo pueden tomarse su café, fumarse sus tres o cuatro cigarritos y leerse la prensa en Internet y yo he de trabajar las horas completas? ¡Pero si los niños no te echan cuenta más de veinte minutos! ¡Diablos! Los profesores somos funcionarios, no superhéroes. Y si debemos trabajar como superhéroes y no como funcionarios, que nos paguen lo que el Erario Público de Gotham destina a sus superhéroes.

Prof. Cuyami

El Inspector Gadget

El Inspector Gadget salva el mundo

Estoy en contra de la eutanasia. Sin embargo, si algún día me convierto en uno de ellos, mátenme. Se lo suplico, háganme ese favor. A las dos personas a las que más manía les tengo en todo el mundo son al padre de Lewis Hamilton, que aparece siempre tan sonriente y que tiene una pinta descomunal de meterse en todo… y al Inspector que frecuenta mi Instituto. Ahora que lo pienso, los motivos por los que les tengo tirria a ambos son los mismos. Mi Inspector también es demasiado sonriente y también tiene pinta de meterse en todo. Además, ambos ven los toros desde la barrera y le ponen pegas a lo que los demás hacen, sin hacer nada ellos. ¿Cómo opinas sobre las chicanes que otros trazan sobre la pista si tú solo coges el coche para hacer la compra? Lo mismo le pasa a muchos inspectores. Preguntan dónde está todo el mundo, pero se meten en las clases solo cinco minutos. ¡De ese modo se ve la educación tan fácil! ¿No son entrañables? Abren tu puerta y se te sube a la garganta una congoja incoherente e inconsciente. Te sonríen, te preguntan qué estás haciendo en esa hora y aparentan cierto interés que es impostado y que fastidia tela. “Mamarracho, en esta hora hago lo que hago en todas las demás. Hago, lo que tú no has tenido agallas de seguir haciendo: ¡enseñarle algo a estas bestias!”.

Pero claro, los que cambian el mundo son ellos, no tú. A pesar de que en muchos casos como docentes lo pasaban francamente mal, motivo que les llevó a prepararse otras oposiciones para promocionar dentro del cuerpo y escaparse de las aulas. A pesar de eso, obtuvieron la omnisciencia en el momento en el que transcendieron a un lugar mejor, a un despacho más grande. Ahora, lo saben todo. Son unos traidores (¿de ahí el paralelismo con la familia de Hamilton?) porque no nos defienden a pesar de que dicen ser de nuestra misma especie. Antes, eran como nosotros. Ya, no. Conocen nuestros secretos… pero los utilizan en nuestra contra. También tienen sus amigos, sus enemigos y sus cuentas pendientes. Pasan factura a antiguos directores y devuelven los mimos a sus compañeros de café, de vidas pasadas. Con cuánta frecuencia se escucha: “No pasa nada, el Inspector es íntimo amigo de nuestro Director”. O el caso contrario: “Tened listos y en orden todos los papeles porque el Inspector está muy enfadado con nosotros porque estamos expulsando a demasiados alumnos”. Están por encima del bien y del mal, porque ellos son el bien y el mal. Atesoran todo el saber universal y, sin embargo, están exentos de compartirlo con las futuras generaciones.

En la Universidad, los profesores pasan toda su vida formándose para ser catedráticos. Cuando lo consiguen, en muchos casos, parece que se les funden las neuronas y dejan de trabajar y de tomarse en serio su trabajo. Nuestros catedráticos son los ínclitos estos. De coherencia, la justa. Poseen una memoria tan limitada como la gracia de sus chistes. ¿No recuerdan lo que molesta la sonrisita de quien se introduce en tu clase cinco minutos y encima trata de parecer simpático? La experiencia me dice que, además de eso, se afanan en vivir bien, en todos los sentidos de la vida y de la expresión: rehúyen los problemas como rehúye el agua el gremlin Gizmo. ¡Son unos vagos! Si los dejas en paz, no te persiguen. Si les complicas la existencia, te atosigan. ¡Qué fraude de salvadores del mundo son, pues perdieron su alma… de docentes!

Llegó hasta mis oídos la leyenda urbana de que en cierto centro de la provincia de Cádiz los profesores, enfadados porque se hubiera puesto en la calle a una compañera por un motivo injusto, se pusieron en huelga durante una semana. Desde aquel entonces, las visitas de su alguacil fueron mucho mayores y más crueles. Las preguntas y requerimientos, mucho más fuertes. Ya nadie volvió a respirar a gusto: ya nadie volvió a ponerse en huelga. Pagaron con creces su denuncia. La justicia es así. Alguien ordena. Otros, obedecen.

Si algún inspector lee esto y piensa: “Eh, ¡yo soy una buena persona!”, le suplico que me perdone. Todo el mundo tiene sus antipatías y yo tengo las mías, también. De todas formas, sospecho que el perdón que ahora estoy suplicando no es sincero. Un inspector jamás recuerda sus experiencias en el aula, pero jamás olvida las palabras de escarnio de otras personas. Eso mi inconsciente lo sabe. En tal caso, me temo que estoy pidiendo perdón porque con la honestidad con la que funciona el cotarro, si mi Inspector lee esto y se enfada conmigo, me veo el próximo curso en Pulpí, que es un pueblo fantástico, pero que se ha convertido en todo un mito dentro del mundo de la docencia por estar francamente alejado de (casi) todo. Nada es casual. Todo tiene un por qué. Fortuito aquí, viene de fuerte. Siempre se rompe el coche que debe romperse…

Prof. Cuyami

Hijos de

Cuando repasé la lista por vez primera, supe que este no sería un curso cómodo. Pronto, la tuve frente a mí. Sentada en uno de los primeros asientos, inmersa en un grupo pulcrísimo. Parecía hecho a posta y, de hecho, así es: un grupo con los mejores alumnos de todo el Instituto para que las malas compañías no estén próximas en exceso. La hija del Director, ni más ni menos, estará en mi tutoría todo el año. No le alabo el gusto a él, más bien me parece una tortura. La mirarán con recelo todos los compañeros y nosotros, los profesores, soñaremos ensañarnos con ella, sin llegar a consumar nuestra venganza jamás (los anhelos retenidos, son los más nocivos). Pese a todo corporativismo baladí, el Director es mi Jefe. Él decide mi horario. Él me echa las broncas cuando llego tarde. Él me adjudica los permisos, aunque estos no estén contemplados en la ley. Él es mi jefe: reparte las aulas, asigna las guardias. Él es mi jefe y ahora tengo a su hija frente a mí. Todas las tardes, hablarán de mis clases, me someteré a un examen perpetuo. Si cuento un chiste verde en su presencia, el Director se enterará. Si un día llego a clase sin dormir, él tendrá conocimiento de eso. Si me ensaño con ese grupo, si digo algún taco… ¡esa pequeña mocosa va a chivarse de mí! Es natural, yo también me chivaría. Y después, pagaré las culpas. ¿Y qué le hago? ¿Cómo lo evito? ¿Cómo suspenderla y que parezca un accidente? ¡No tengo lo que hay que tener! No. No tengo valor. No tengo el valor suficiente como para echarle una bronca, siendo la hija de quien es. ¿Y si se pone a llorar y se refugia en los brazos de su Papá? Tal vez, en tal caso, el ajuste de cuentas sea para mí. ¡Yo también me vengaría si alguien “hace daño” a un hijo mío! No es extraño, es instinto.

Y cuando lleguen las reuniones de padres, cuando me vea sentado a mi Director frente a mí, me va a dar un tabardillo. Me mirará con esa mirada suya de mala persona y necesitaré un cambio de dodotis. Y si... ¿le da por pedirme una tutoría? No me veo, la verdad. Es muy raro. Nos conocemos demasiado. ¿Me pedirá la programación de aula si suspendo a su hija? Las programaciones de aula son como los unicornios azules de Silvio Rodríguez. Muchos hemos oído hablar de ellas… pero nadie las ha visto, en realidad. ¿Y si le da por pedírmela? ¿Le pido a él su ROF o el plan de autoprotección, para compensar? Un diálogo de besugos y de suburbios propio del mismísimo Budy Allen se barrunta: “¿Por qué has suspendido a mi hija? ¿Puedes enseñarme los criterios de evaluación que ella ha incumplido?”. Supongo que le respondería: “Todo es culpa de mi Director, que no ha habilitado salidas de emergencia. ¡Los niños no pueden concentrarse si los extintores están pintados en la pared, pero no son reales!”. Después de eso, nos daríamos bofetadas mutuas. ¡Miedo me da! ¡Él estuvo en el ejército, o eso creo! Y yo siempre he sido un poco nenaza.

Al menos, ha tenido la delicadeza de no darle clases él mismo a su propia hija. Cosa que suele hacerse, por cierto. Sin embargo, ¿cómo se evalúa a tu propio hijo? ¿Si ha de preguntarte una duda te llama “Papá” o “Profesor Cuyami”? ¿Cómo se abronca a tu propio hijo, delante de sus compañeros? ¿Y delante de tus compañeros? ¿Qué pensarán el resto de alumnos al ver sus calificaciones? Y si le pones un parte disciplinario para que lo firmen sus padres, ¿lo puedes firmar tú allí, sin necesidad de llevarlo a casa? Peor aún. Si le das clases a tu propio hijo y lo suspendes, ¿te concedes una entrevista a ti mismo? ¿Dialogas contigo mismo, como el protocolo ordena? ¿Has de presentarte a ti mismo una tarjeta para justificar sus faltas cuando él no pueda asistir a clase? ¿Te tratas a ti mismo de tú o de usted? ¡Diablos! ¡Esto es desquiciante! ¡Entraña un trastorno de doble personalidad y esquizofrenia, fijo! Porque yo siempre trato a los padres de usted, pero si soy yo mismo con quien estoy hablando, suelo tener menos miramientos.

Ficción. En mi caso, no sucederá. “Yo a mis hijos los llevaré a la privada”, como siempre digo en mis columnas (esta afirmación os juro que no es ficción, sino una verdad como una catedral… y un consejo para todos los padres de Andalucía). Lo que sí es cierto es que sí voy a tener que darle clases todo este curso a la hija de… Pedro. ¡Y eso es un marrón descomunal! El único lado bueno de todo esto es que si él escoge qué profesores le dan clases a cada grupo y me ha tocado a mí con su varita para que yo sea tutor de su hija, será que a día de hoy no tiene muy mal concepto de mí. Si yo fuera un vaina, jamás hubiera consentido que le diera clases a su hija. ¡Qué honor! ¡Me acaba de dar un subidón de autoestima al caer en la cuenta! Ahora bien, ¿seguirá pensando él de mí lo mismo cuando llegue septiembre y lo llame a su casa para comunicarle que su hija está avocada a repetir curso? Vale, lo reconozco. En esto último voy de farol…

Prof. Cuyami

viernes, 2 de noviembre de 2007

Obra para el Opus

Escúcheme bien, señora. ¡Lléveselo! Su hijo no tiene cabida en nuestro Centro. Ni yo, ni mis compañeros, podremos hacer con él un buen trabajo. No me malinterprete. No tengo ningún inconveniente en que se quede. Javier es fantástico. Lo aprecio mucho. Desde el día en que lo conocí, siento ganas de ser su tutor. Es un chico… ¡distinto! No sé si me entiende. Verdaderamente, lo miras a los ojos y sientes que es un buen chaval, que le interesa lo que se le explica, sin tener que convencerlo a cada instante. Tiene talento, tiene madera: es listo. Con un poco de suerte podría llegar a ser ingeniero, fiscal, presidente del Gobierno o astronauta. ¡Lo que él quiera! No lo malgaste… ¡lléveselo! Sé que es una inversión importante. Se dejará un buen dinero, pero vale la pena. Créame: me duele decírselo. Decírselo entraña reconocer que nuestro trabajo jamás ostentará la brillantez que me gustaría que tuviera. Pero es así. Figúrese: pasé siete años estudiando para esto. Yo, que tan bien hacía mis comentarios de texto, que obtuve un premio extraordinario en mi tesis doctoral… ¡para terminar aquí! Sé de lo que le hablo, en serio. En general, hay muy buenos especialistas, pero no podemos hacer nada más. En realidad, actuamos más como trabajadores sociales y, muchas veces, no tanto como profesores. Figúrese: ¿qué puede explicársele de Física a estos alumnos que no saben ni leer, casi? Por eso me da tanta lástima su hijo…


Sí, me habló de un Colegio. Es del Opus Dei. Se lo recomiendo. Me han hablado muy bien de él. ¡Sáquelo de aquí! ¡Lléveselo de aquí! Matricúlelo en ese Colegio. Podría decirle que lo llevara a otro centro público, pero yo no me arriesgaría, si fuera usted, porque su hijo es bueno. Podría recomendarle un instituto mejor, pero… ¿quiere que le sea franco? Yo trabajo en esto. Sé lo que hay dentro y jamás llevaría a un hijo mío a un centro público. Soy sincero. El dinero que se gaste ahora de más se lo ahorrará el día de mañana en consultas del psicoanalista. Porque… las cosas no son como cuando usted estudiaba. Entonces, la enseñanza pública tenía calidad. Ahora, los tiempos han cambiado. Existen muy pocos IES que, verdaderamente, puedan competir académicamente con un privado. Y, créame, este no es uno de ellos. ¡Ya me gustaría a mí!


Si quiere que le sea sincero, puedo darle varios motivos por los que un instituto público no puede compararse con otro del Opus Dei. En primer lugar, los medios. Ya lo ve usted: ¿ve el mobiliario con el que contamos? ¿Quiere que le muestre nuestra biblioteca? La sala de ordenadores no es mucho mejor que la biblioteca, a pesar de que somos centro TIC. ¿Algo más? ¡Ah, eso! La disciplina. La disciplina lo es todo. Aquí eso… se concibe a ratos, ya sabe. Es diferente. Los padres no colaboran y, por tanto, muchos grupos no funcionan. Si un alumno no deja en paz a los demás, los profesores nos lo tenemos que comer. Eso, en la privada, no sucede. Porque… los padres son de otra manera y porque si un alumno no se comporta, se va a la calle (y entonces, se lo come un instituto público). ¿A usted le gustaría ver a su hijo compartiendo cesto con hijos de delincuentes? Sí, el lado bueno es ese: al menos aprenderá antes lo que es la calle, lo que es la vida. Pero, ¿sabe el tiempo que tarda un alumno en conocer todos los tipos de droga que existen, estando aquí? Eso, en la privada, no es de ese modo. Algo hay, claro, pero no tiene nada que ver.


Supongo que en todos lados habrá indeseables, pero existe mucha gente sin educación en Educación. Hay profesores que no dan ningún ejemplo. Se reciben puñaladas desde todos los rincones. Usted alucinaría con las cosas que hace y dice mi Director. Es un auténtico impresentable. Al menos, si el director es un cura, la cosa cambia un poco. Al menos, la buena fe, se le presupone. Aquí se presupone el instinto de supervivencia, eso es lo único que vale. ¿De veras quiere que ese tipo de gente, sin educación, eduque a su hijo? Porque hay gente fantástica, gente que ama a sus alumnos… pero la mayoría pierden la fe, más pronto o más temprano. La gente buena, no dura mucho. O lo pasan muy mal y se vuelven malos. Y después, ¿qué queda? ¿El odio? Aquí, el que no mata, muere. Y la mayoría de las veces, los contenidos son un aditamento, un colorante. Un condimento regado, por muchos, con odio. No sea tonta: su hijo vale la pena. Lléveselo. Estoy seguro de que en el Opus Dei harán una obra excelente con él…

Comida para peces

Nekane nació en Donosti. Recuerdo que un día y en su presencia le llamé a su ciudad “San Sebastián” y se enfadó muchísimo conmigo. Las malas personas no reprimen aquellos detalles que incomodan a los otros. En su presencia, y desde entonces, llamo a la ciudad de la Playa de la Concha, Donosti. ¡Qué menos que emplear aquí la denominación de origen que ella prefiere, si voy a hablar de ella en esta columna! No sé bien por qué marcharon. Nada siniestro se esconde; ni rastro de terrorismo. Su padre trabaja en una multinacional y le ofrecían más dinero por mudarse al otro extremo peninsular. A Nekane no le quedaba otra alternativa que hacer su petate y proseguir con su vida, lejos de su primer novio, de su mejor amiga y de sus peces, a los que visita cada vez que regresa a su tierra y que están al cuidado de su abuela. Por desgracia, cada vez que vuelve, quedan menos. La última visita se saldó con la desaparición de su pez favorito, uno que era de la misma especie que Nemo. Había fallecido dos semanas antes del regreso de Nekane. Sospecha que su abuela no le echa a los peces la comida adecuada, pero no tenemos pruebas que confirmen este hecho, ni que lo desmienta.

El padre de Nekane suele prestarle mucha atención al hermano de Nekane, que se llama Aitor. Aitor estudia en la Escuela Superior de Ingeniería y tiene muchas dudas que a él le apasiona responder. Nekane, por el contrario, tiene dificultades con el Inglés de tercero de la ESO y eso no supone un reto interesante para su padre. Y la madre de Nekane tampoco presta mucha atención a la chica porque pasa muchas temporadas fuera, cuidando de la abuela. Quizá esto explique que, de un día para otro, Nekane comenzara a venir al Instituto vestida totalmente de negro. Es guapa, tiene unos ojos hermosos. De ser una chica modosita, con cierta tendencia a los tonos pastel, trocó totalmente sus querencias hasta llegar a parecer un alter ego de sí misma, pero en escala de grises. Supongo que nada mejoró en casa. El siguiente paso fueron los piercing. Agujereó por tres o cuatro sitios su hermoso rostro. De su torso, ni hablo. ¿Un tatuaje? No lo descarto, pues apareció en clase durante una buena temporada con un esparadrapo enorme en su brazo. Después, se decantó por las mangas largas. En mayo o junio saldremos de dudas.

Un buen día leyó un relato en Internet sobre una chica que empleaba una cucharilla de postre para provocarse el vómito. Según parece, si te introduces los dedos, las uñas van desgastándose por los jugos gástricos y se ponen de un asqueroso color amarillo. Además, es muy fácil que te descubran por ese rastro y hay que tener cuidado porque a veces los profesores se meten más de la cuenta en la vida de sus alumnos. Encima, sus atuendos negros no casarían bien con las uñas amarillas, con esos restos de uña amarillos. ¿Cómo se las pintaría de negro si las perdía? El vómito, a veces, hace que pierdas las uñas, de tanto deterioro. No pasa nada. Robó una cucharilla de postre del cajón de la cocina y desde entonces la emplea después de cada comida, con bastante regularidad. De hecho, se siente muy orgullosa porque la treta está teniendo resultados evidentes. Ya le han desaparecido los signos evidentes del ciclo menstrual y, por ello, se ahorra tener que llevar tampones en el bolso. Además, cada vez se ve más delgada, y eso es algo bueno. ¡Ya es casi una modelo! Y ha conseguido algo mejor aún: su padre, el otro día, durante unos segundos, la miró fijamente y le preguntó: “Nekane, ¿estás bien? Te veo más delgada…”

Si todo va bien y si su plan surte efecto, será mucho más feliz dentro de unos meses. Tal vez entonces no le presten tanta atención a Aitor. “¡Aitor siempre piensa que lo sabe todo! Con su melenita y sus apuntes… ¡siempre haciéndole la pelota a Papá! ¿No se da cuenta de que le presta atención, simplemente, porque ganará pronto mucho dinero? Y está tan gordo… ¡los kilos de más ya no se llevan!”. A veces, me doy cuenta de que Nekane está mareada, durante mis clases, porque tiene la mirada perdida. Cuando le pregunto si se encuentra bien, me responde siempre que no ha desayunado todavía, pero que lo hará en el recreo.

Le pido a Pepi un café para mí y un colacao para ella. La tengo a mi lado, durante mi hora de guardia, pero me siento completamente incapaz de sacarle el tema porque no poseo respuestas para sus preguntas. Me siento en el borde de la silla. Ella me mira. Le brillan los ojos y me abruma su presencia. Trato de sonreír, pero en su sonrisa descubro cierta nostalgia que deja helado mi café. Quizá su abuela no lo haga mal. Se acuerda de sus peces. Tal vez ellos hayan dejado de comer porque perdieron la memoria, porque se sienten solos.

Prof. Cuyami