martes, 27 de febrero de 2007

La rémora de ser andaluz

Les pregunté qué sabían de las demás provincias y respondieron: “en Sevilla, solo hay pijos y canis. En Cádiz son homosexuales. En Jaén y Almería, todos moros. Los de Huelva… ¿esos son los leperos, esos tan brutos? Todos los granaínos tienen mala leche y sin excepción en Córdoba están atontados por culpa del calor de su verano”.

Últimos de febrero. Mañana, cumple años Andalucía. Hoy escribo desde el Instituto. Más que nada porque estamos en plena “semana cultural andaluza” y me aburre tanta patraña. Estaba echándole un vistazo a la prensa y reflexionando sobre lo hermoso que es que se nos conceda el privilegio de tener una identidad propia, que nos permitan hablar de un modo especial y único y que no prohíban nuestra forma de decir “shoriso” como sí hicieron con las hamburguesas demasiado grandes y con las hamburguesas que tenían demasiado chorizo. Está claro: si a nuestros alumnos no se les concediera el derecho a hablar en andaluz, ¿qué sería de nosotros? Aunque se venda que nuestros chicos son políglotas, lo cierto es que muchos a duras penas logran expresarse en la modalidad materna, así que existen dos opciones: o hablan ahora andaluz, o callarán para siempre. Es su rémora: tienen la desgracia de nacer de serie con una forma de expresarse que no posee prestigio entre la gente culta, que se considera ruda en ciertos ámbitos, que suena cateta: el andaluz. Es decir que será de mis alumnos, de quienes se reirán cuando vayan a Madrid a pelear en desventaja por un puesto de trabajo. Es a ellos a quienes remedarán en las series de televisión: serán la “chacha” y el “gracioso del barrio”, pero jamás el ejecutivo ni el jefe. Por suerte y por desgracia, hay cosas que ni pueden ni deben cambiarse: como los presentadores de televisión no cecean, todos los que sí lo hacemos, hemos de sentirnos acomplejados, condenados a un modo vulgar de relacionarnos con el mundo.

No ayuda nada. Entre que mis alumnos no conocen muchas palabras y que siempre se ríen de ellos cuando salen del pueblo, lo cierto es que la inmensa mayoría ha llegado a concienciarse de que el andaluz es de por sí inferior, de que ellos también son inferiores a la mayoría de los norteños educados, que sí tienen la suerte innata de pronunciar todas las “eses”. Suerte o desgracia: el prestigio lingüístico está emparentado con el dinero. Desde tiempos inmemoriales la forma de hablar de la corte es la que todos los demás tratan de imitar. De hecho, cuando Sevilla era la capital de medio mundo, allá por los siglos de oro, se consideraban graciosas las formas ceceantes de nuestras doncellas. Un punto. A nuestro favor. Se perdió el dinero, (¡es nuestro sino!) y sin él llegó la desgracia de sentirnos de forma connatural y profunda una raza en desventaja: somos pobres y se burlan de nosotros. Y eso le duele a la Andalucía que en su cumpleaños esta semana volverá a padecer en silencio los mismos problemas de siempre: unos reinventan las estructuras feudales acaparando tierras y otros maduran en unas escuelas podridas que hasta caen del árbol, siendo abono sobre el campo, regándolo después con sudores propios.

Yo me siento orgulloso de ser andaluz, pero mis alumnos, no solo piensan que la bandera blanca y verde ondea en el mástil en honor al Betis, sino que ni siquiera se saben muchos los nombres de las ocho provincias, ni siquiera sabrían explicarme una sola cosa no ofensiva acontecida en las provincias de la otra punta: a duras penas saben si Cádiz está arriba o debajo de Sevilla, y poco les importa. Algo tiene mal arreglo, a pesar de que las paredes del Centro son verdes y blancas. En eso se nota. En eso y en la semana que pasamos corriendo tras ellos y organizando actividades que por algún motivo que desconozco ya no les ilusionan. Están dormidos, se sienten catetos y no tienen ni la menor intención de reivindicar que la tierra que sus papás y mamás labran es suya. Se conforman con existir, mientras nosotros los aguantamos a ellos, mientras cuatro o cinco acaparan la inmensa mayoría de las subvenciones y tributos. Pero claro, afortunadamente, como aún hoy en día siguen existiendo el fútbol y el vino, sabremos soportar todo esto... al menos hasta que nos los prohíban también.

Prof. Cuyami

martes, 20 de febrero de 2007

Prototipo de profesor caradura

Gustavo Zascandil lee en voz muy baja y acostumbra a llevar corbatas de cuadros que combina a la perfección con sus camisas y gemelos. Cuando lo conocí, sacaba brillo a sus zapatos y repasaba en público un prospecto de medicamento en lo que a la postre resultó ser una auténtica declaración de principios. Alto, recio, con porte solemne y la mirada adusta. En todas las acepciones y en la inmensa afinidad de las permutas nos encontramos ante un soberano caradura. Por las tardes se enfunda el traje, el anagrama de la empresa y dedica sus horas de viabilidad profusa a lo que realmente le provoca ganas de vivir: sus empresas. Sus clases son una farsa, son sin mucho dramatismo un sobresueldo que le obliga a permanecer las horas muertas (las mata él mismo) en un edificio que no le despierta ningún interés, junto a unos chicos por los que no siente ninguna conmiseración ni simpatía.

A veces peco de corporativista en mis columnas. Normal: cuando los alumnos tienden a planear tu propia muerte en cada cambio de clase, llegas a buscar amigos en todos los escalafones siniestros de la estratosfera. No obstante, hoy sí pongo a las claras las clases de algunos: hay docentes que son un verdadero desastre, a los que les importa todo un clip y que hacen todo lo posible por no hacer todo lo posible. Les hablo de un hombre hecho y derecho que dedica sus clases a hablar por el móvil, que se duerme en sentido casi literal, cuyos alumnos han de despertarlo sintiendo vergüenza ajena (hacer que los alumnos sientan vergüenza es todo un logro, pero el método no parece el más correcto). Les hablo de un hombre que no pone exámenes para no tener que corregir, que jamás saca su maletín del Instituto porque eso invocaría una ligera posibilidad de prepararse alguna clase en su casa y en su vida. Les hablo de un profesor cuyo departamento es su fortín: allí trama de todo, y nada bueno. Allí posee un talonario inagotable que un amigo suyo, que pertenece a Sanitas, le va poco a poco suministrando. A pesar de su porte distinguido, a pesar de que es capaz de compatibilizar dos trabajos estresantes, él es el hombre más enfermo de entre los que sobreviven sobre la faz de la tierra: posee catorce tipos distintos de afonías, cuatro achaques de cuatro periodos de edad distintos, y todas esas afecciones las va reproduciendo en orden simétrico en cada curso. De vez en cuando, viene, pero trabajar, no trabaja nunca. Se rumorea que por su departamento han pasado amigos y amantes, pero ningún alumno. En sus guardias guarda cama. Las celebra con un reparador sueñecito sobre uno de los puf que ha instalado junto a una mesa grande donde supuestamente serían las reuniones de su departamento si no fuera porque él es el jefe y porque jamás las convoca.

Los alumnos se quejan de él y de vez en cuando alguien lo abronca, con nefasto resultado: un par de carcajadas de su parte. Él responde absorto que no lo estresen, que el universo es inagotable y que por tanto no tiene sentido hacerlo todo en un solo curso. Lo que sus alumnos no aprendan, ya lo aprenderán en otro momento. “Vive y deja vivir”, parafraseando de vez en cuando al jabalí feo del Rey León, cuando solo pide que no le exijan actos tan tediosos como poner notas, recibir padres o dar clases. Los alumnos no quieren recibir clases y él no quiere darlas: ¿para qué ser un incordio si es más fácil buscar el bien común y dedicar las horas primariamente matutinas a repasar en su PDA los balances de su empresa? Un congreso, una otitis. Un inventario urgente de final de curso, una desagradable virasis vírica extremadamente virulenta. Su filosofía es que “al enemigo no se le dé ni agua. Si les enseñamos cosas, se harán más fuertes. Si logran ser más fuertes, nos harán más daño en sus ataques. ¿Os imagináis lo peligrosos que serían nuestros alumnos si yo les enseñara realmente química? ¡Con lo agresivos que son, podrían explosionar el Instituto!” Además, él se siente un ídolo, un turco con cabeza y no una cabeza de turco: cada vez que hacemos algo mal, nos basta decir que lo hemos hecho “a lo Zascandil” (comparados con él, todos somos buenos trabajadores).

De vez en cuando algún padre se nos queja y nosotros encima tenemos que fingir lo suficientemente bien nuestra sorpresa como para que lleguen a creérselo: “¿de veras le ha dicho eso su hijo? Gustavo Zascandil es un gran profesional. Le pertenecen a él la mitad de las empresas de congelados de Huelva. Es un gran químico y su hijo tiene mucha suerte de tenerlo a él dándole clases”. Lo dicho: no solo nos estafa sino que además lo defendemos. ¿Será porque muy en el fondo todos sentimos ganas de comportarnos como él, pero a todos nos falta el valor necesario?

Prof. Cuyami

martes, 13 de febrero de 2007

El ángel exterminador

De tan obvio que es, me hace gracia. Rojo, por la sangre (supongo) y poblado de corazones, metonimia ruda y cruda de amor: un ángel que lejos de ser exterminador porta flechas que amenazan con ajar con sus dentelladas las diásporas más cívicas. Todo ello preside un buzón de cartón: solemne, indulgente, que explicita que mañana es San Valentín y que su cartero anda cerca. De entre todas sus virtudes, nuestros chicos han tomado un buen puñado de hojas perfumadas, rotuladores de color y algún que otro mechero para simular pergaminos. Hasta él peregrinan todos: arrojan sus misivas y mañana las esperarán en clase con dulzura. Algunas, de broma. Otras, gritos vetustos que de tan atemporales se muestran de rabiosa actualidad. Y yo, mientras tanto, con la certeza de que no recibiré ninguna tarjeta porque he descuidado mi físico con los años, me dedico a observar cómo febrero se derrite en un millón de detalles tiernos.

Alguien me ha dicho que los vio en el Albayzin paseando tomados de la mano. Los alumnos son muy crueles y adoran los cotilleos más que los guionistas de ciertos programas de televisión de las cuatro de la tarde. No obstante, eso es algo habitual: cuando te destinan a un pueblo recóndito de nuestra Andalucía más profunda, terminas por convertir en tu vida a todos aquellos que más cerca tienes, a las mujeres que recorren los pasillos contigo, a tantísimos kilómetros de casa. Por todo eso, no es raro que Adán y Eva estén tan próximos en los claustros, que palíen juntos sus faltas de afecto, que hayan hecho todo lo posible para coincidir en las guardias de recreo o que no les importara nada acudir juntos a la excursión de Granada. Por si acaso, como buen periodista de la intimidad que soy, yo permanezco pendiente al buzón de las cartas, con la remota esperanza de ver cómo alguno de ellos arroja algún mensaje para el otro. No obstante, aunque yazgo enfoscado, ellos no se acercan, sabedores de que no soy el único que vigila.

Tal vez ahora permanezcan en algún departamento, trazando el uno corazones sobre el otro. ¡Qué sé yo! Tal vez todo sea falso; tal vez hayan conseguido soportar la desidia de las tardes de un pueblo que no se aprecia, que poco tiene que aportarles. O no. Adán se aburría: a su lado, una chica inteligente, que pertenece a un estadio cultural semejante, muchas horas juntos y la tensión del día a día. Luego llegó el primer cruce tras las aulas, las primeras miradas junto a la bandeja donde se colocan los partes disciplinarios. Más tardes, un café, rodeados de niños que no dejaban de gritar en el recreo. Mientras tanto, ella fue reparando en que tras sus ojos negros, había seguro un hombre valiente, que entendía sus dolores de garganta, que también comía con tiza en las manos, que compartía con ella el mítico “cuarto b”.

En mi hipótesis, el uno empezó a poner a la otra de ejemplo en sus oraciones de sintaxis y la otra recogió el guante y utilizó sus explicaciones de inglés para insultarlo a él, mandándole con ellos recados que los alumnos siempre le daban: “Adán, Eva ha dicho de ti que eres un [término inglés de turno]”. Y así todo fue creciendo: fuera del aula jamás hablarían de todo eso, aunque poco a poco las oraciones de sintaxis y los textos en inglés sí fueran detonando una guerra escalar, ascendente, de índole ardorosa. De este modo, y como los adolescentes gustan en deleitarse con espectáculos ricos en romance, los eligieron precisamente a ellos dos para visitar Granada. Poco antes de San Valentín, recién llegado el año, sucedió: con nieve a los pies del Darro, en una noche en Íllora, donde el Rey moro perdió su honra.

La guerra une. Los profesores somos gladiadores y nuestras miradas se cruzan siempre en la niebla. Mientras el guía recuerda cómo Abderramán arrojó la toalla, Eva lanza su mano-manzana. Entonces, tal vez Adán peque o tal vez llore. Si llora, lo hará porque San Valentín llega, porque está muy lejos de casa, porque no ha sabido defender su ciudad como un hombre o, tal vez, simplemente, porque comienza a enamorarse.

Prof. Cuyami

martes, 6 de febrero de 2007

La violencia en todo

Estimado Maestro:

Lo bueno de escribir para un periódico grande es que puedo tener la certeza de que esta carta va a llegar hasta usted. Si por casualidad no la lee de primera mano, estoy seguro de que alguien de su Colegio la fotocopiará para dársela. Por tanto, y como sé que va a leerla, me tomo la infinita libertad de hablarle con franqueza, presuponiendo su presencia al otro lado del folio. Al fin y al cabo, si usted no estuviera, estas líneas se vendrían abajo como castillos de naipes en una tarde de levante. Imagino su rostro surcado y zurcido de golpes, por las patadas. Imagino sus ojos hinchados, sus manos temblorosas al recordar todo lo que pasó, la órbita exacta de cada golpe… y no puedo evitar confinar un indómito suspiro para usted, porque lo he sentido, porque lo siento mío: cada golpe y cada grito; porque estamos heridos de muerte y, pese a todo, nos lo tomamos siempre a broma, siempre y cuando no nos llegue a nosotros la pedrada. Somos cobardes porque las vacaciones son amplias y el sueldo está bien: logramos que se nos olvide lo mucho que todo se ha complicado, el pavor que padecemos en los centros de trabajo, las amenazas de algunos padres...

Miramos a otro lado porque si lo pensásemos a diario, no entraríamos en las aulas. Antaño la educación era otra cosa: los alumnos peleaban por un futuro y los maestros y profesores éramos vistos como la llave hacia una vida más próspera, hacia una oportunidad de obtener formación, información, respeto y dignidad. Éramos dignos porque llevábamos la dignidad a las personas. Éramos dignos (“como le faltes el respeto al maestro, te pego un bofetón”) porque la sociedad estaba creciendo, porque todo el mundo era un poco más humilde, porque la gente conservaba la memoria intacta: sin los profesores, ¿qué seríamos? Sin los maestros, ¿a dónde llegaríamos? Todo lo que poseemos se lo debemos a la formación y eso era lo que nos legitimaba para mantener la disciplina, a reprender con cariño, a salvaguardar el orden para poder enseñar otras cosas al menos tan importantes como la razón áurea de todo nuestro sistema: el respeto a las personas.

Pero un buen día todo eso cesó. Los agentes de formación social hemos dejado de tener el respeto y el aprecio de la gente. Ahora nos oponemos al bienestar porque tratamos de exigir algo, porque no está de moda promover que los demás se esfuercen, aunque en realidad estemos buscando con ello su bien. El resultado eres tú: Jerez cuando la visité me pareció una ciudad tranquila, sin grandes conflictos. Da igual: el virus está latente, circula por las venas de todo el sistema y en cualquier momento y lugar se hace presente, se asoma y nos asombra. Está en todo: en los alumnos que ya no quieren estudiar y a los que se obliga a calentar el asiento, en los padres que han olvidado cómo llegaron hasta donde hoy están; la violencia se encuentra en las aulas entre los compañeros que se insultan, en las razzias sangrientas que realizan los vendedores de coca para captar nuevos adictos y adeptos. La violencia está en todo: en los inmigrantes que intimidan a los locales, en los oriundos que no reciben bien a los que llegan, en los directores que acorralan a los nuevos profesores… En todo.

Inicialmente pensé en escribir un manifiesto en esta columna. “En contra de la violencia, en pro de una mayor seguridad para los docentes”. Sin embargo, lo he desechado porque cuando se firma un manifiesto de facto o de iure se espera un cambio y, sin embargo, yo albergo muy pocas esperanzas, por no decir ninguna, de que las cosas mejoren. No puedo firmar un manifiesto porque estoy seguro de que todo permanecerá igual porque somos unos cobardes, porque nos conformamos con todas las bofetadas que nos pegan. Salimos a las puertas de los centros, guardamos un minuto de silencio o nos tomamos una jornada de vacaciones, para dejar en pocas horas en la cuneta a nuestros compañeros caídos, pobres muñecos rotos, prosiguiendo todos con la cabeza gacha con los mismos yugos de siempre. No vamos a plantarnos: si lo hiciéramos, tal vez las cosas cambiarían… pero la falta de valor no se subsana tan fácilmente: hemos perdido la dignidad, hemos aceptado como gaje algo que es un atentado contra la base de nuestra sociedad. Lo asumimos, nos rendimos y, por todo ello, esta carta no puede ser un manifiesto, no puede ser el refrendo de nuestra lucha, porque no existe lucha alguna. Por todo ello, pues es lo único que puedo hacer, al menos sí le ofrezco todas mis fuerzas, le tiendo mi mano y le deseo de corazón que encuentre el coraje necesario para seguir educando, para regresar pronto y con la cabeza bien alta.

Prof. Cuyami