martes, 20 de febrero de 2007

Prototipo de profesor caradura

Gustavo Zascandil lee en voz muy baja y acostumbra a llevar corbatas de cuadros que combina a la perfección con sus camisas y gemelos. Cuando lo conocí, sacaba brillo a sus zapatos y repasaba en público un prospecto de medicamento en lo que a la postre resultó ser una auténtica declaración de principios. Alto, recio, con porte solemne y la mirada adusta. En todas las acepciones y en la inmensa afinidad de las permutas nos encontramos ante un soberano caradura. Por las tardes se enfunda el traje, el anagrama de la empresa y dedica sus horas de viabilidad profusa a lo que realmente le provoca ganas de vivir: sus empresas. Sus clases son una farsa, son sin mucho dramatismo un sobresueldo que le obliga a permanecer las horas muertas (las mata él mismo) en un edificio que no le despierta ningún interés, junto a unos chicos por los que no siente ninguna conmiseración ni simpatía.

A veces peco de corporativista en mis columnas. Normal: cuando los alumnos tienden a planear tu propia muerte en cada cambio de clase, llegas a buscar amigos en todos los escalafones siniestros de la estratosfera. No obstante, hoy sí pongo a las claras las clases de algunos: hay docentes que son un verdadero desastre, a los que les importa todo un clip y que hacen todo lo posible por no hacer todo lo posible. Les hablo de un hombre hecho y derecho que dedica sus clases a hablar por el móvil, que se duerme en sentido casi literal, cuyos alumnos han de despertarlo sintiendo vergüenza ajena (hacer que los alumnos sientan vergüenza es todo un logro, pero el método no parece el más correcto). Les hablo de un hombre que no pone exámenes para no tener que corregir, que jamás saca su maletín del Instituto porque eso invocaría una ligera posibilidad de prepararse alguna clase en su casa y en su vida. Les hablo de un profesor cuyo departamento es su fortín: allí trama de todo, y nada bueno. Allí posee un talonario inagotable que un amigo suyo, que pertenece a Sanitas, le va poco a poco suministrando. A pesar de su porte distinguido, a pesar de que es capaz de compatibilizar dos trabajos estresantes, él es el hombre más enfermo de entre los que sobreviven sobre la faz de la tierra: posee catorce tipos distintos de afonías, cuatro achaques de cuatro periodos de edad distintos, y todas esas afecciones las va reproduciendo en orden simétrico en cada curso. De vez en cuando, viene, pero trabajar, no trabaja nunca. Se rumorea que por su departamento han pasado amigos y amantes, pero ningún alumno. En sus guardias guarda cama. Las celebra con un reparador sueñecito sobre uno de los puf que ha instalado junto a una mesa grande donde supuestamente serían las reuniones de su departamento si no fuera porque él es el jefe y porque jamás las convoca.

Los alumnos se quejan de él y de vez en cuando alguien lo abronca, con nefasto resultado: un par de carcajadas de su parte. Él responde absorto que no lo estresen, que el universo es inagotable y que por tanto no tiene sentido hacerlo todo en un solo curso. Lo que sus alumnos no aprendan, ya lo aprenderán en otro momento. “Vive y deja vivir”, parafraseando de vez en cuando al jabalí feo del Rey León, cuando solo pide que no le exijan actos tan tediosos como poner notas, recibir padres o dar clases. Los alumnos no quieren recibir clases y él no quiere darlas: ¿para qué ser un incordio si es más fácil buscar el bien común y dedicar las horas primariamente matutinas a repasar en su PDA los balances de su empresa? Un congreso, una otitis. Un inventario urgente de final de curso, una desagradable virasis vírica extremadamente virulenta. Su filosofía es que “al enemigo no se le dé ni agua. Si les enseñamos cosas, se harán más fuertes. Si logran ser más fuertes, nos harán más daño en sus ataques. ¿Os imagináis lo peligrosos que serían nuestros alumnos si yo les enseñara realmente química? ¡Con lo agresivos que son, podrían explosionar el Instituto!” Además, él se siente un ídolo, un turco con cabeza y no una cabeza de turco: cada vez que hacemos algo mal, nos basta decir que lo hemos hecho “a lo Zascandil” (comparados con él, todos somos buenos trabajadores).

De vez en cuando algún padre se nos queja y nosotros encima tenemos que fingir lo suficientemente bien nuestra sorpresa como para que lleguen a creérselo: “¿de veras le ha dicho eso su hijo? Gustavo Zascandil es un gran profesional. Le pertenecen a él la mitad de las empresas de congelados de Huelva. Es un gran químico y su hijo tiene mucha suerte de tenerlo a él dándole clases”. Lo dicho: no solo nos estafa sino que además lo defendemos. ¿Será porque muy en el fondo todos sentimos ganas de comportarnos como él, pero a todos nos falta el valor necesario?

Prof. Cuyami