domingo, 14 de noviembre de 2010

La columna más bestia de la historia

Imaginen que van por la calle. Acaban de salir del banco. Llevan, pongamos, cuatro cientos cincuenta euros encima. Con ese dinero van a pagar el alquiler o la hipoteca. Están felices. Brilla el sol. Las palomas del parque están contentas. Por desgracia, la raza humana no es buena siempre. Se dan la vuelta y un despiadado ser se está colando a hurtadillas junto a su cartera. Les pega un tirón y se lleva todos esos ahorros. El grito es ensordecedor y espanta a las palomas del parque. Puede que hasta el sol deje de brillar con tanta fuerza.

Es bastante comprensible, y pido perdón a mi editor por esto que voy a hacer ahora, que sintamos ganas de cagarnos en la madre del ladrón que nos ha quitado una suma semejante de dinero. Si queda poco coeducativo, me da igual cagarme en su padre, también. O en cualquier miembro o miembra de su entorno o familia. El caso es cagarse en alguien, lo reconozco. Reitero: más de cuatrocientos euros, ¿y me van a privar también del privilegio de decir alguna barbaridad? Primero llega la rabia. Después la cara de tonto. Todo eso se va, pero el dinero no vuelve.

Aterrizo: asumo ahora que alguien, una especie de Grinch, un hombre malvado, pretende robarme el espíritu de la Navidad. A mí y a mis colegas. Siento parecer materialista, puede que lo sea, pero es que generalmente trabajo por dinero, no sé ustedes. Los profesores tenemos sueldos normales, pero somos un colectivo raro porque trabajamos por dinero. En época de bonanza económica nadie repartió sus beneficios entre nosotros. En esos días de vino y rosas, no tuvimos subida de sueldo. Por el contrario, cuando las cosas comenzaron a ponerse feas, fue a nosotros a los que se llamó insolidarios y a los que se nos quitó más de cien euros cada mes. Pero no. No es suficiente. Ahora alguien se acerca a nuestras carteras con disimulo para robarnos, reitero, más de cuatrocientos euros.

Entiendo que no está bonito cagarte en la familia de ningún político, máxime si tiene poder para conseguir que amanezcas muerto. Es algo que está feo. Pido perdón a los lectores, por tanto. No quiero escandalizar a nadie. Seguro que todos piensan “eh, se le ha ido la olla al Profesor Cuyami”, pero es que estoy un poco cabreado, no sé si se me nota, porque me van a dejar la paga extraordinaria a la mitad y parece ser que ya no tiene arreglo. Si te da coraje que un desalmado te robe más de cuatrocientos euros de la cartera, en plena vía pública, todavía fastidia más que unos cuantos meses antes ese mismo chorizo te haya dicho que le sobra el dinero (si alguno no capta la analogía que piense en la última campaña electoral y en los famosos cuatrocientos euros que ahora estoy pagando a no sé qué interés).

Si a un profesional, con contrato indefinido, se le baja el sueldo... eso es ilegal. Sin embargo, a los funcionarios, que se supone que somos el súmmum de la gente privilegiada, nos han cambiado las condiciones laborales y no podemos ni quejarnos. Es como si el jefe les llega mañana y les dice que va a pagarles la mitad. Porque a él le apetece. Porque no supo gestionar bien la empresa. Porque está triste o porque se ha gastado el superávit en putas. Demandaríamos al jefe y probablemente los tribunales nos darían la razón. Los funcionarios no lloran. Los funcionarios hemos de dar gracias, sospecho, por existir, por el aire que respiramos, porque se nos concede el derecho a seguir vivos.

Si mañana, a la salida del banco, un ladrón me quita cuatrocientos euros, les aseguro que haría todo lo posible para que esa persona termine en la cárcel. (Y para que me devuelva el dinero, claro). Lo denunciaría. Le pondría al cobrador del frac, o a un torero, o a un nota vestido de pollito, en la puerta de su casa. No queda bonito, para los turistas japoneses, que haya varios miles de pollitos de dos metros en la puerta de Moncloa. Pero sería lo suyo.

Me he quedado bastante a gusto. Esta columna no sirve para nada. Mañana envolverá pescado en el mercado (si es que alguien tiene dinero para ir al mercado a comprar un artículo de lujo como es el pescado). Eso sí... ¡cómo desahoga! Al fin y al cabo, si nos quitan el derecho al pataleo, a un pataleo vigoroso y terco, si nos prohíben escribir columnas tan bestias como esta, ¿a qué seguir viviendo?

Sobre los comentarios (2)

Sé que alguna que otra vez he dicho ya cosas al respecto, pero lo vuelvo a recordar, por si alguno no se ha enterado ya. No publicaré amenazas de muerte que sean anónimas. Si alguien quiere hacer comentarios sobre mí, decir lo malo que soy, o solicitarle al destino que me envíe un cáncer de pancreas, que diga su nombre completo y su DNI. Y os garantizo que así nos reiremos un rato todos. Es muy fácil atacar cuando la persona a la que atacas no podrá defenderse. (Aunque hoy en día, gracias a las direcciones IP, te llevas unas sorpresas de lo más jugosas).

De todas formas, que conste que lo que hago es leer las dos primeras líneas de los comentarios. Si me gustan, sigo leyendo y los publico. Si no me gustan, los borro sin seguir leyendo. Si alguien busca pluralidad, le puedo recomendar otros foros. Aquí no hay pluralidad, ni la habrá. Aquí me limito a dejar constancia de algunas de mis columnas por si le interesan a alguien. No daré pie a nadie a insultarme, ni contestaré gilipolleces.

Si alguno tiene tiempo libre, que se acoja al PLAN DE CALIDAD. O que redescubra la masturbación. O que haga SUDOKUS. Aquí no son bien recibidos los que se divierten tratando de hacer daño. (Y menos tratando de hacérmelo a mí, como es lógico). Si a alguno mi sola existencia le conmueve, que no entre. De ese modo le será más fácil olvidarse de que existo.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Caderas

He llamado a esta columna “caderas” porque quiero hablar de las “cátedras” y me parece muy obvio llamarla “cátedras” porque no deja nada a la imaginación ese título. Y lo llamo “caderas” y no “cátedras” porque ambas palabras proceden de la misma raíz latina y quiero dármelas de listo, esta vez. Son un doblete, que se llama, que es cuando un étimo perpetra dos evoluciones, una culta y otra popular. Ahora bien, ¿de qué me sirve saber todo esto? ¿Para qué me sirve ser tan listo? [Nótese la ironía, revestida de arrogancia]. No me sirve para nada... ¡porque nunca podré ser catedrático! Lamento que esto suene a rabieta de niño pequeño, pero es que me indigna que, ya que soy funcionario, me esté prohibido llegar más lejos en mi vida (laboral). He de asumir, y no quiero, que me irá mejor durmiendo más horas de siesta por las tardes. Dormir no gasta y últimamente me cuesta llegar al final de mes con algo de dinero en la cartera.

Hace muchos años, en una galaxia muy lejana, había una figura (ahora en extinción) que tenía una serie de privilegios sobre el resto de mortales: podían escoger grupos, ostentaban la jefatura de departamento y eran mirados con lupa y con una mezcla de envidia y de admiración por la sociedad. En la búsqueda de un mundo en el que todos hemos de ser más iguales, y donde los que tienen más capacidad deben arrodillarse y pasar por la puertecita del perro, se pensó que no era justo que unos cobraran más que otros por hacer el mismo trabajo. Se quitaron las cátedras y ahora, hoy en día, los únicos catedráticos que varan por ahí son los rescoldos de un antiguo emporio. Algo así como los últimos samuráis de lo suyo: ya no nace ninguno nuevo, pero no han asesinado a los que quedaban. Siguen por ahí, coleando, los que no se han jubilado, todavía. ¡Qué cosas!

Y digo yo: ¿por qué no? Yo quiero ambicionar. Quiero tener la oportunidad, que no el derecho, de intentar cobrar más, de levantarme por las mañanas un poco más motivado. No quiero sentir que con venticuatro años resolví mi vida. No es justo. No lo quiero. Cuando saqué las oposiciones todo el mundo me decía eso mismo y ahora, después de cinco años, me da muchísimo coraje que así sea: no quiero tener la vida resuelta, quiero poder promocionar, quiero poder ascender, como los hijos de mis vecinos. Produzco más si sé que puedo mejorar mis condiciones laborales. Seguiría formándome si eso puede llevarme a vivir mejor. Será que soy egoísta o que el altruismo siempre naufraga en el mismo punto: si hay otro mejor que yo, no me importa hincar la rodilla, pero no compito si no tengo nada que ganar.

No me molesta que haya catedráticos, claro, pero me molesta no poder serlo yo, algún día. Esa es la paradoja: aceptar los privilegios de otros se lleva peor si esa opción tú no la has tenido. Pero los admiro, de hecho, puesto que ellos pelearon por un cupo menor de plazas y demostraron ser los mejores de su especie. Y ser los mejores no es malo, como parecen inculcarnos los que son mediocres. No se debe pedir perdón por ser de los mejores, incluso. De hecho, deberían pagarte más por ser de los mejores.

Este tema lo tenía en mi libreta de pendientes desde hace mucho tiempo. Lo que me ha llevado a redactar por fin este texto reivindicativo es que me he enterado esta mañana de que hay comunidades autónomas donde han regresado a secundaria las cátedras. En las últimas convocatorias de oposiciones se han habilitado una serie de plazas para ello... y nadie ha muerto. No ha perecido nadie pisoteado, ni se han visto escenas similares a las de El Corte Inglés en rebajas. La gente, docentes que han llevado una carrera ejemplar, han concurrido para demostrar que son buenos profesionales, especialmente buenos. Visto así, creo yo, no está tan mal la cosa. Podría decirse que queda hasta bonito para la foto.

Si la sociedad admiraba a los catedráticos, si los profesores (no he escuchado a nadie opinar lo contrario, cada vez que sale el tema) deseamos que vuelvan, si los propios catedráticos reivindican su vigencia, si no hacen daño a nadie, salvo por el pago de un complemento que tampoco justifica su supresión, ¿por qué no abrimos el debate? ¿Por qué no aceptamos, sin más, que a veces los tiempos pasados fueron mejores, en algunos aspectos? Reconozco que cualquier tiempo pasado no fue mejor. Pero en educación... demasiadas veces lo parece.

Tornos

He visto por televisión que en un instituto catalán se han instalado tornos a la entrada del recinto para que los nenes (imagino que también los profesores) certifiquen su entrada en el edificio. Me imagino a hordas descomunales de carne fresca tratando de pasar por un angosto filtro, como el caldo que supera las troneras de un colador. Demasiado esfuerzo para poco tropezón. Y me imagino también los tropezones, las caídas, las carreras, los alaridos del último minuto, como si todas las eventualidades de la vida fueran tan arrogantemente férreas como los turnos de una fábrica de los primeros años de la era industrial.

En mi IES los padres reciben un SMS a los pocos minutos de que sus hijos se hayan escapado de clase. Tenemos una PDA y esta, cómo no, está conectada al Gran Hermano que todo lo ve. Creo que Orwell en alguna febrícula primaveral debió soñar con Séneca PDA, o con PASEN, o con HELVIA, con cualquiera de las plataformas que nos permiten crear subnormales más dóciles. Pero subnormales. La sociedad actual está compuesta por gente de bien que se saltó alguna que otra clase de vez en cuándo, certifico. Muchos de los seres vivos a los que admiro no hubieran picado en tiempo y forma en los tornos de sus IES, cuando eran jóvenes. Sin embargo, ahora son individuos productivos y hasta respetados. Será que todos aprendemos desde la aceptación de las normas, pero también desde la rebeldía hacia ellas. Hoy en día los adolescentes, para mi gusto, empiezan a tenerlo demasiado difícil para hacer travesuras y las travesuras también forman parte del proceso educativo.

A lo que voy: ¿acaso lo que nos hace crecer no es la facultad para equivocarnos, para transgredir según qué normas, para escoger lo que verdaderamente deseamos? Es una verdad universal que aquellos jóvenes enclaustrados bajo la mayor de las disciplinas morales, en material sexual, luego tienen un despertar erótico exabrupto, antinatural y hasta escandaloso. El exceso de represión es tan trágico como la laxitud. Tan peligroso es pasarse como no llegar y, traducido a la materia en la que nos encontramos, sigo pensando que no está bonito fiscalizarlo todo tanto, alienar al individuo de su obligación de “escoger correctamente”. Si imponemos, si obligamos, si lo regulamos todo, no estaremos formando, estamos adulterando: yo también querría saltarme las clases si fueran tan sumamente obligatorias. No enseñamos a elegir aquello que es positivo, simplemente restringimos la oferta de errores posibles, no ampliando la de aciertos. Quien no escoge, no acierta. Simplemente, pervive. Quien no escoge, no vive, no existe, no piensa: no es persona.

Por momentos creo estar hablando como un pedagogo, así que me callo, pero quiero hacer antes una lectura social, mucho más que dura. Algo falla, algo está podrido, en una sociedad en la que es necesario imponer normas que son lógicas, que cualquiera, incluso un adolescente, entendería que son innecesarias. No me preocupa que mis alumnos justifiquen o no sus faltas, pues ellos saben que faltar está mal y llevarán la penitencia en su nota. Ese es su asunto, esa es su responsabilidad: escogen correr un riesgo y son plenamente conscientes de cuál es el peligro y la consecuencia directa. Tarde o temprano tendrán que aprobar la asignatura y si no es en junio, será en septiembre o no será: no me quita el sueño. No me incumbe cuál es la problemática que hay detrás, aunque me preocupe, aunque deba conocerla: es su problemática y así debe ser, pues ellos escogen arriesgarse. No solo no es bueno evitar que los individuos cometan errores. También es malo. Tan malo como el modelo educativo que lastra el derecho a la educación en virtud de su obligatoriedad. Si no se escoge, no se acierta. Si algo es obligatorio, jamás podrá llevarnos a acertar.

Aspirantes a la cárcel

He tenido conocimiento de una actividad, que se está desarrollando en algunos centros educativos, y deseo compartirla con todos vosotros para generar un poco de polémica, como siempre. Como podrá intuirse por el titular de este artículo, me imagino que esa es su razón de ser, la dinámica guarda relación con la cárcel. Más aún, con los presos. Si alguien con dos dedos de frente está leyendo esto pensará “qué novedad: pedirle a los alumnos que ayuden a los presos a escribir más correctamente, a modo de voluntariado”. Lo acepto: no es una genialidad que nuestros chiquillos, clases medias del incipiente porvenir, dediquen su tiempo a humanizar a personas que lo han perdido todo, llevándoles ropa o cuitas. Está bien y es sano.

Pero no. Es al revés. ¡Tachán! Llega aquí el golpe de efecto que de mí esperaban. Son los alumnos los que están llamados a aprender de los presos. Los presos son llamados a compartir sus experiencias, a transmitir la incidencia que han tenido las drogas en sus vidas, para mostrar testimonios de maltrato, delitos e infortunios, toda suerte de actitudes de lo más educativas. En algunos lugares se lleva a los presos para que relaten sus correrías, sus hazañas, un poco como el Aripreste de Hita relataba sus golferías con el pretexto de ser un contraejemplo, de ser vistos por las futuras generaciones a modo de antihéroe. Sin embargo, ¿eso sucede acaso? ¿Acaso alguien era capaz de leerse el infumable “Libro de Buen Amor” sin el morbo consabido de aprender mucho en la materia de las cosas obscenas?

Defiendo las dos posturas, como si fuera un columnista serio, y que cada cual se quede con la que desee. En primer lugar, es cierto que los presos son personas, en la mayoría de los casos, a las que hace bien comuncarse, sociabilizarse, sentirse útiles, expresarse, mostrar lo que han vivido. A nuestros alumnos, además, les llega un testimonio vivo, directo, que se presenta en un formato llamativo. Se cuenta que algunos han acudido al IES hasta con grilletes para salpimentar un poco más el asunto. Asumo que nuestros estudiantes, en general, gastan poca atención en algo de lo que se les dice. Por ello, si las lecciones sobre la vida son asumidas de un modo más eficaz por alguien que lleva un pijama (alegórico) de rayas, sean bienvenidos. Nuestra sociedad, nuestros centros educativos, han de estar abiertos a la realidad, integrando a todos los colectivos excluidos o en riesgo de exclusión social. No es positivo alejar a nuestros estudiantes del mundo de las drogas, de las lacras sociales como la prostitución o la fuga de capitales. Todo acaba por descubrirse y es mejor, cómo no, que ciertas cosas se aprendan pronto y en compañía de un adulto.

Sin embargo, y paso a la segunda postura, todos aquellos que trabajamos con adolescentes sabemos que ellos, en la mayoría de los casos, son especialistas en buscarle la dimensión lúdica y lúbrica a todo... pero no la dimensión educativa. Son especialistas en obtener la información que nadie desea darles: cómo se consigue la droga, cómo se comienzan las ventas, qué es legal y dónde están los límites. Quién sabe si estas prácticas no despertarán en ellos más interés por dichos campos paralaborales, nuevos estímulos, por labrarse un futuro... dentro del hampa. Además, todo adolescente que se precie admirará más al excluido, al que está fuera del sistema, a todos los que transgreden las normas, que a sus aburridos profesores. Yo también los admiraba, y no me refiero a los profesores, cuando tenía su edad.

No se llevan abogados. Se señala a ciertos individuos e implícitamente se les llama fracasados. Nos regodeamos de no ser como ellos, de no haber acabado (de momento) donde ellos. Pero no se lleva a un notario, ni a una jefa de ventas de una organización prestigiosa. No se nos muestra el ejemplo positivo. ¿Acaso no sería más eficaz mostrar la vida más próxima a las películas de Disney, contando que aquellos que hacen las cosas bien salen beneficiados, que el karma imprime su enseña en todos los que trabajan por sacar el país adelante y no por meter en él más droga? ¿Tan difícil es ayudar a los alumnos a sentirse motivados, insuflarles las ganas de cambiar el mundo, de un modo sano?

¿Huelga?

Se puede tirar de hemeroteca y se verá que, en estos cuatro años, las he hecho todas. Hice las huelgas de interinos, no siéndolo, y también las de funcionarios. Me faltó tiempo para parar cuando agredieron a un compañero mío y, por supuesto, reivindico más dignidad, más coberturas, menos enchufes y más salario, cada semana. Por pedir, que no quede. Y más en vista de la importancia que nuestro gremio posee para la sociedad, y la poca cuenta que nos echan, con demasiada frecuencia, los medios y las autoridades. El problema es que, en este preciso instante, mientras escribo estas líneas, no he decidido si hacer la huelga, esta vez. Os quiero contar cómo me siento, simple y llanamente, por si le sirve a alguien o por si alguien me quiere ayudar a mí. Si alguien se siente como yo, que me escriba: me vendría bien cualquier consejo o afán de comprensión.

Si voy a la huelga, me temo que no cambiará nada. De hecho, nadie tiene demasiado claro qué demonios demandamos. Si se buscan mejores condiciones laborales, me quedo fuera de cualquier petición. Si peleamos por estatutos más justos, poco me incumbe, pues yo no tengo. Si queremos que cambie el Gobierno, para eso están las elecciones. Si nuestro afán es reivindicar nuestro malestar por la situación generalizada del país… ¿Acaso no lo hacemos a diario, mientras tomamos café? Si voy a la huelga, perderé un día de salario, mientras que los sindicalistas que llevan las pancartas sí cobrarán su sueldo y sus dietas. Si voy a la huelga, se especulará sobre mi profesionalidad, los alumnos perderán clase, y los sindicatos se sentirán respaldados y sacarán pecho. No quiero que saquen pecho. No en mi nombre. No se lo merecen, pues viven mejor que yo el resto del año. No me siento defendido por la inmensa mayoría de ellos y no siento que yo deba defenderlos a ellos, esta vez.

Si voy a la huelga, el Gobierno dirá que hemos ejercido nuestro derecho constitucional y que eso es bonito y entrañable. Los sindicatos dirán que los trabajadores somos los que tenemos el control del mundo, puede que hasta del universo, aunque eso no podría ser más estúpido. Si voy a la huelga, mis compañeros que trabajen ese día habrán de hacerlo doblemente, y mis nuevos jefes se plantearán cuál es mi ideológica política… puesto que la inmensa mayoría de los profesores de mi instituto han manifestado ya que no la harán. Puede que me perjudique hacer huelga, de hecho. No habrá piquetes, pero sí habrá piques si no voy a trabajar.

Si no hago huelga, es posible que nada cambie. Sin embargo, el Gobierno no podrá decir que la incidencia del paro ha sido mínimo, puesto que eso sería dejar en vergüenza a los sindicatos, que son sus amigos. Si no hago huelga, me sentiré mal cuando vaya a trabajar, puesto que tengo muy claro que no se están haciendo bien las cosas, desde arriba. Si no hago huelga, será difícil quitarme la sensación de que podríamos haber hecho más, de que fue nuestro deber hacer más, de que es imprescindible hacer más para cambiar las estructuras de nuestro obsoleto país. Si no hago huelga, daré la espalda a muchas personas que están trabajando duramente por los trabajadores, por los funcionarios, por todos los profesores de Andalucía. Ellos, una minaría de su grupúsculo, superhéroes de un colectivo connotado de holgazanes, merecen todo mi respeto y respaldo.

¡Estoy hecho un lío! Creo que voy a consultarlo con la almohada. ¿Huelga o no huelga? Y si la almohada no me saca de dudas, puede que lo decida a cara o cruz. De hecho, si tiro la moneda y cae por el lado del euro, iré a trabajar para no perder mis setenta euros. Si sale la cara de Juan Carlos, por el contrario, creo que no iré a trabajar. (Siento la asociación de ideas, es bastante cruel y totalmente fortuita).

Opositores

Javier se sintió extrañado al repasar la lista de notas de su tribunal. ¿Cómo era posible que aquel chico, que salió tan desencantado del primer examen, y al que escuchó hablando con tantos titubeos, hubiera obtenido una plaza de funcionario? Lo agregó al Facebook y descubrió que estaba “en una relación con” una de las miembras de su tribunal. Javier pensó en interponer una reclamación, pero... ¿para qué? ¿De qué serviría? Todo el mundo sabe que las notas de oposición no tienen vuelta atrás, ni vuelta de hoja.

Aida es una de las mejores opositoras del mundo. Obtuvo unas notas impresionantes y este año, nuevamente, estuvo por encima del nueve. Por desgracia, hace dos años no hubo ninguna plaza en su especialidad para opositores libres. Todos los que entraron fueron interinos. Dos años después, siendo ella interina, se tuvo que enfrentar con el drama de no ser “suficientemente interina”. Sin un diez de baremo, ser el mejor es secundario. Todo el mundo sabe que en estas oposiciones no ganan los mejores.

Antonio, después de veinte años siendo interino, conocía a varios de los miembros de su tribunal. Al constatar que se quedaría sin una plaza por pocas décimas, llamó al móvil personal de uno de estos. Quería ver su examen, conocer el desglose de sus notas. Quería descubrir dónde se le habían escapado las décimas que lo separaban de la gloria. Ante su sorpresa, le dijeron que no se molestara en acudir. No le enseñarían el examen. Las calificaciones eran definitivas y nadie iba a explicarle el por qué de estas.

Manolo se presentó con una programación de academia. Otra chica, en su mismo tribunal, tenía el mismo texto. Eso él no lo sabía, pero al terminar su exposición, su tribunal le hizo saber que dos de los apartados de ambos eran idénticos. No trabajará este año, por un ataque de honestidad. Se sentían indignados porque alguien hubiera osado a presentarse con un texto que no era propio. Se sentían ofendidos, muy dolidos, tan decepcionados... que pasaron por alto que todo el mundo copia sus programaciones, que es habitual traficar con ellas, que casi todos los que estamos dentro, tal vez ellos mismos también, lo hemos hecho.

N. es el peor profesor con el que jamás he trabajado. Es un impresentable en el sentido más pleno y específico de la expresión. Eso sí, tiene suerte. Es un pececillo engordado por un sindicato. Por fin, después de muchos años de no-trabajo, ha conseguido un puesto en el Olimpo. Si como interino era vago, no quiero ni pensar cómo será su carrera de funcionario de carrera. Nada sé de cómo fue su examen. No ha comentado nada a nadie. Es perro viejo y sabe que hay cosas que es mejor no contar.

Aquella chica, en la puerta del tribunal, me comentó que llevaba todo el curso sin estudiar porque su padre estaba al borde de la muerte. Llevaba papeles y su cara era icónicamente patética. Llevaba ropa vieja y el rostro amarillento. Era una auténtica perdedora. Me han contado que como funcionaria come gambas con entusiasmo y con ambas manos. No sé qué pasó entre un estado y el otro. No he seguido su historia, así que no tengo los detalles.

Sergio tiene una tara física impresionante: uno de sus dedos no se mueve de un modo normal. Tiene menos movilidad en la mano derecha por culpa de un accidente de moto, que tuvo cuando era más loco y más joven. Quién le iba a decir a él que ese accidente le permitiría ganar mil setecientos y pico de euros al mes, para toda la vida. Hay que cubrir las plazas de discapacidad y si tienes un médico generoso o un buen contacto... todo el mundo se encuentra algo.

Silvia terminó la carrera, estudió muy duro y sacó las oposiciones a la primera. Por desgracia, Silvia es excepcional.

Con Mermelada

Tengo nuevo claustro. Ahora vivo en otra ciudad y tengo mis cosas en cajas. De momento no estoy asentado y recuerdo, más que nunca, a todos aquellos profesores que dicen que nuestra vida tiene mucho de locura nómada. Despides (y despistas) a mucha gente y te regeneras en verano, esos veranos que nadie comprende, que nadie ajeno al gremio respeta. Todo es nuevo: cambian las normas, los nenes de primero nos reciben con portátiles debajo del brazo, se aprobó el ROC, aunque todavía no tengo muy claro en qué consiste, y recibimos a nuevos compañeros, procedentes de las oposiciones menos justas de la historia. Lo de siempre, más o menos, pero con tantos cambios que los que pierden la mirada en el pasado, se conduelen de que esta profesión nuestra esté más irreconocible que nunca.

En el primer claustro de mi nuevo IES, un señor calvo, que tiene el regusto de cierto acento trasnochado de Albacete, pidió la palabra para hablar de dinero. "Comenzamos bien", pensé. Con su recordatorio del famoso pellizco, de nuestra bajada de sueldo del siete por ciento, inició un reproche holgazán, algo manido, sobre lo poco que la sociedad nos respeta. "Huelga de celo", dijo. Comentó que sería interesante hacer solo lo indispensable, suspender las excursiones, abandonar los grupos de trabajo, el seguimiento de la biblioteca, dejar de formarnos, quitarle al instituto todo aquello que no sea estrictamente indispensable.

Me dolió. Y mucho. Porque creo, más que nadie, o tanto como el que más, en la necesidad de luchar, de decir las cositas claras... pero los comienzos de cursos deberían ser obligatoriamente ilusionantes para todos. Debería estar penado ir penando, perder la fe. Nos han pagado para descansar y yo me siento con ganas de volver a darlo todo, después de haber descansado; tengo muchas ganas de iniciar una nueva andadura, de buscar formas nuevas para explicar las adverbiales, de afrontar nuevos retos, con la certeza de que el sueldo es un pretexto para dar la vida por algo que verdaderamente vale la pena. En junio estaba quemado, claro, pero ahora ya no estamos en junio.

Da pena que se hable de "huelga de celo", que nos conformemos con cumplir, en un trabajo pensado para gente con principios y sin mesura. Nadie toma una tostada soltera, sin nada que la cubra. Un universo de docentes-funcionarios, en el que los de música no den la nota, en el que los filósofos no se anden por las ramas y los de Educación Física no bajen los balones de las ídem, no me gusta: no quiero un instituto sin pasión, sin cosas superfluas, con tanto celo, sin vida alguna. ¡Los alumnos no tienen la culpa de que nos hayan bajado el sueldo! Ahora bien, tal vez el problema no sea ese. Creo que muchos se quejan del dinero porque no son capaces de asumir que perdieron esa pasión del "Cantar de los Cantares", puesto que lo único honrado, el año en que no me sienta nervioso la noche previa al inicio de un curso nuevo, sería colgarla tiza y dedicarme a vender pollos asados.

A mí las tostadas me gustan con mermelada y los institutos repletos de vida, con las uñas comidas en las manos de los alumnos nuevos, con carpetas de Maxi Iglesias forradas e impolutas, con nuevos politonos que tendré que fingir que no he escuchado. Un nuevo curso empieza hoy. Y es bonito estar de vacaciones, pero me he cansado ya de fingir que alguien me escucha cuando le encuentro un doble sentido a las cosas. Tengo ganas de regañar, de escandalizar, de seducir (en sentido etimológico) y de conmover, de mentir por fines justos, con la justa medida, que yo impondré pues soy referente de virtud y de orden, aunque yo mismo me salte mis propios dictados a diario. Añoro corregir faltas en los dictados, tensar los renglones torcidos, alzar el telón y explicar con tesón, miles de cosas que no le importan a nadie, tal vez ni a mí mismo, pero que siempre "entrarán en el próximo examen".

Hoy empiezo mi quinto curso en EL MUNDO y he aprendido muchas cosas en todo este tiempo. Lo más básico, sin lugar a dudas, es que la clave para seguir haciendo lo que hago, con un poco de optimismo, es creerme que es posible alcanzar cosas que no son posibles. Tengo ganas de aportar algo, de entregar alguna clave que ayude a mis alumnos a ser más felices, signifique eso lo que signifique. Este curso será muy bueno y muy malo, me dice mi intuición. Como todas las cosas realmente importantes en la vida, me dice la experiencia.