martes, 26 de junio de 2007

Apaga y vámonos

"A Javi, Eva y Paco,
que hacen mágico mi mundo"


Esta semana se acaba el curso y tengo muchas ganas de llorar. Todas las mañanas me planteo qué diablos hago en esta profesión y todos los fines de semana imagino lo feliz que sería en una oficina o en los despachos de un museo. Sin embargo, hoy he comprendido qué le da sentido a todo esto. Lo confieso: más que nada, la clave está en que los alumnos son personas. Si fueran piezas de fruta, todo sería más fácil. Si fueran piezas de fruta, el trabajo se quedaría en el trabajo y no les cogería cariño, y no los odiaría. Si fueran pares de botas, no se enamorarían entre ellos ni de nosotros, no nos insultarían. Si trabajara entre bloques de hormigón, mis manos acabarían manchadas de tiza, pero no sería lo mismo. Al ver un edificio, pasado el tiempo, no se descubre en él un salto cualitativo: los alumnos son semillas que disolvemos en las entrañas del mundo y el mundo necesita delincuentes, farmacéuticos, empresarios y ministros corruptos. El mundo necesita tener un poco de todo y, por eso, nosotros en nuestras aulas tenemos un poco de todo. Y todos, sin excepción, se quedan con un minúsculo sello nuestro en algún rincón. El tiempo no es perdido jamás, aunque sea tan desesperante aguantarlos, aunque la paciencia se machaque hasta el extremo. Nada de eso: algún día volveremos a cruzárnoslos por alguna avenida, haciendo la compra en un gran almacén de las afueras, y tendrán niños, y nos sonreirán, contestándonos con ello a un millón de preguntas que dejaron irresolutas antaño. Entonces ellos nos enseñarán a nosotros un millón de cosas. Nosotros seguiremos siendo lo mismo, pero ellos habrán aprendido muchísimo de algo y en un minuto nos demostrarán que un pedacito nuestro ha llegado a ser diseñador gráfico, granjero, fontanero o trapero, y nos sentiremos muy felices porque los gritos que hemos pegado ya no importan, porque las rabietas por un suspenso de historia son historia e histeria, porque la vida va de otra cosa.

Porque la vida es otra cosa: la vida es a palo seco todo lo que pasa en los institutos, si les quitáramos a estos las clases. Vida son los primeros amores, las drogas, la anorexia y la prostitución. Son ley de vida las familias, las peleas, los viajes… y todo eso lo hemos vivido juntos. No nos une que yo les haya explicado una asignatura y que ellos la hayan recibido. Nos une que hemos convivido con todas las de la ley, que la adolescencia es nuestra patria, que el punto perdido hacia el que casi todos en la madurez soñamos regresar se sitúa en las aulas, y en ese enclave somos los docentes un eje clave. Dictamos las reglas para que ellos jueguen. Nuestras prohibiciones son sus objetivos. Nuestros defectos son sus musas: nuestros motes, su bandera generacional; somos la inspiración que desata su vértigo creativo. Hacemos mucho… aunque nuestras clases (al menos las mías, en mi primer año de docente) hayan sido un condenado desastre.

Necesito unas vacaciones. Estoy completamente agotado. Ellos son una esponja que todo lo atrapa y, por culpa de esa ósmosis tan abrumadora y tan abusiva, mis quince primeros días de julio los pasaré en una tumbona recibiendo los rayos del Sol. En septiembre, vendrán otros… y yo volveré a quejarme mientras en la sala de profesores se escuchan resoplidos e insultos hacia ellos. En septiembre vendrán otras mil historias, se reseteará el mundo y nada de lo dicho antes importará un colín: cada palabra será nueva, cada enfrentamiento será el primero, el crédito ganado y perdido no importará porque se parte de cero. De nuevo me encontraré en ese punto primero donde se escoge ser poli malo o bueno (me temo que también entonces escogeré la opción menos correcta). Será en septiembre. Y si alguien me tiene envidia ahora, si considera que son demasiadas vacaciones, que se meta en un aula y que después opine. He envejecido diez años en uno. He vivido doscientas vidas en nueve meses… y eso cansa muchísimo.

En el departamento me espera un macuto enorme. Llevo muchos meses pensando en este instante. Los pasillos estarán desiertos, ya sin alumnos, y yo apagaré la última luz. El despacho de Lengua y Literatura, a expensas de que mi portátil concluya esto, ya tiene ganas de echarme. Después, tomaré el autobús y marcharé muy lejos. Aún no he decidido dónde pasar estos dos meses. Sin lugar a dudas, lo más probable es que vaya a Chipiona, que es el pueblo donde veraneaba cada año cuando era niño. Tengo ganas de bañarme en la playa de Regla y de poder cruzarme sin miedo con un millón de adolescentes. Allí no me conocerá nadie, allí no tendré alumnos. Allí será un auténtico placer pasear por las calles sin que nadie me llame “maestro”.

martes, 19 de junio de 2007

Se busca licenciado que estudiara COU

Se busca licenciado que estudiara COU

Si Fernando de Rojas lo hubiera sabido, en ningún caso se hubiera autodenominado “bachiller”. Ha habido siempre demasiados suscritos al elenco profético de lo que ha de ser el mayor grado previo a la universidad, como para que se confirme lo que todos intuimos: las cosas siempre pueden empeorar. Recientemente, los medios de comunicación han preconizado la inminente reforma del Bachillerato. Se dice (y es verdad) que hay un salto atroz y precoz entre lo que los alumnos han de saber al concluir la ESO y lo que realmente saben. No es un salto, es un tirabuzón mortal, lo que media entre la enseñanza obligatoria y las posteriores. La solución parece tan obvia que no sé bien ni por qué me extraña: de nuevo será necesario bajar el listón del más listo, hacer que nuestros bachilleres lo aprendan todo con más calma, en tres años en vez de en dos. No sorprende que los profesores de la universidad se quejen tan encarnizadamente de que les llegan pupilos medio alelados que a duras penas son capaces de comportarse en las clases. Dicho sea de paso, es normal que yo los tenga que reprender, para eso me pagan, pero también está claro que los señores investigadores públicos no nacieron para educar y mucho menos para enseñarle a nadie a sumar con decimales. Parece claro que cada vez los alumnos superan una Selectividad más sencilla y que son cada vez menos los que lo merecen realmente. Se habla de la existencia de “quintos de ESO”, de grupos de Bachillerato repletos de escoria académica, que siguen sus estudios por pura obligación (fáctica) de sus padres, pero que no desean estar y que no saben lo suficiente como para estar; que no aprenden nada y que llegan a la universidad por pura inercia.

¿Recuerdan ustedes sus años de COU? ¿Dónde quedaron esos comentarios de texto sobre obras clásicas? ¿Cuándo dejamos de pretender que nuestros chicos leyeran el Quijote? ¿Dónde murieron la Geometría y la Trigonometría? ¿Qué fue del Latín o de la Física de verdad? Nada de nada. Y asusta que en tan pocos años el descenso haya sido tan parecido al que realiza el Dragón Kahn en su primera curva, porque nada hace presagiar que este haya finalizado aún su feroz recorrido. Me centro en un caso concreto, del que he sabido hace poco: primer día de carrera, carrera de ciencias. El profesor de Matemáticas se dirige a sus alumnos y trata de descubrir qué saben. Para su sorpresa, la hipotética programación de los cursos previos es una crónica de humor negro. Muchos no saben sumar fracciones. No han dedicado a las integrales más de una semana, en ningún caso. En general, no conocen lo que es una matriz y mucho menos qué se operaciones implican vectores. Apunto más: sumar sin calculadora es ciencia-ficción para ellos y la tabla de multiplicar se la dejaron olvidada, apuntada en la mesa de clase o en un chuletón a la parrilla. A día de hoy, se puede llegar a una carrera de ciencias sin haber estudiado Matemáticas en Bachillerato. Tres casos, por tanto, igual de tristes: lo que no saben se estudia, pero no lo dominan; no lo estudiaron jamás; lo estudiaron, pero no lo recuerdan. En cualquiera de los tres, sus llegadas a la universidad carecen de solvencia. Pero no se asusten, pues no todo está perdido (aún). Afortunadamente, llega el “eurocrédito” y con él el aprobado masivo. Nos azota (el trasero) la Era de los Grados y parece ser que los que darán en septiembre sus primeros pasos por el campus, organizarán unas fiestas colosales, tendrán un botellódromo de campeonato, pero saldrán con un título bajo el brazo que les dará el discutible título de ser los peores licenciados de nuestra historia reciente. Serán los peores médicos, los peores matemáticos, los peores economistas, los peores filólogos y los peores abogados. Se los comerán vivos los profesionales venidos de afuera y nuestra sociedad con ellos “se irá al garete” (arabismo que simplemente significa ‘navegar a la deriva’). Se los comerán vivos las generaciones anteriores y lamentarán no ser fontaneros o electricistas, pues al menos esos otros sí tendrán trabajo. Salen del Instituto sin disciplina, sin ortografía, sin memoria y sin talento. Estamos fabricando borregos, una universidad que no pensará, que botará (y votará) en masa cuando le pongan buena música, que está cada vez más lejos del Mayo Francés y más cerca de una eterna primavera, de muchas fiestas de la Primavera en la que las tardes de césped y litronas olerán a aprobado general. Por decreto.

Voy a crear un producto y a sacarlo al mercado. Es una especie de placa que se fija con ventosas a la luna trasera del coche. Pondrá lo siguiente: “si tengo un accidente, deseo que me opere un médico que haya estudiado COU”. ¿Me permitirán los beneficios dejar el Instituto? Si quieren adquirir un ejemplar, pónganse en contacto conmigo.

Prof. Cuyami

miércoles, 13 de junio de 2007

De Jonás al doctor House

La historia la escriben los no presentes en las letras. ¿Qué sería de nuestros cómics de la infancia sin el peluquero de Tintín? ¿Por qué nadie dedicó unas líneas a ensalzar el magnífico trabajo que hacía con su flequillo? Digo más: ¿qué fue del padre de Caperucita y por qué el narrador solo se centra en las figuras femeninas? Nieta, madre, abuela… ¿discriminación positiva? ¿Y a dónde van a parar los clones blanquitos que parecen morir en cada escena de La Guerra de las Galaxias? De entre todos, me quedo con el que me parece el más sangrante caso de entre todos los mártires de la anonimia: la santa esposa de Jonás. Tras varios años sin saber de él, pensando que se fue a comprar tabaco, su marido regresa a casa y pronuncia una de las frases menos creíbles de toda la historia: “cariño, me ha tragado una ballena y he estado viajando en su vientre por medio mundo”. Y ella se lo tragó como la ballena a su marido.

Todos los docentes tenemos un destino asignado. Generalmente, los hados nos exigen hacernos unos añitos de turismo rural por lugares recónditos. Sin embargo, algunos tienen más suerte. Por “comisión de servicio” se entiende ese estado próximo al limbo según el cual a ciertos profesores se les conceden a dedo ciertos centros capitalinos, coincidentes con sus preferencias. A saber: si eres concejal de cualquier municipio, se te conmuta el exilio a cambio de tus servicios políticos. Si fuiste liberado sindical, estás libre de toda culpa y puedes quedarte casi donde quieras (como jefe de estudios, secretario o director). Más allá: algunos profesores de la universidad, tampoco tienen que ejercer en sus respectivos destinos, sino próximos a sus universidades. Llama la atención que a los funcionarios se nos prohíba compatibilizar dos trabajos y que, por el contrario, algunos no solo puedan hacerlo, sino que además se les exima de peregrinaciones que bien podrían pagar con sus dos sueldos. Pero no acaba ahí la ruleta de la suerte: se conceden algunas “comisiones de servicio” por cuidar a familiares de edad avanzada (¿quién no los tiene?), a veces se conceden “destinos preferentes” por enfermedades tales como las migrañas (¿duelen menos cerca de una capital que en un pueblo?), por impartir cursos, que son asignados a dedo, opción a la que no todos podemos acceder, que se reparten entre los amigos de los amiguitos del gran amigo supremo.

Caso práctico de marrullería comparativa: a mí me pagan lo mismo que a alguien a quien, con la misma oposición que yo, han concedido Córdoba capital siendo su destino efectivo Algodonales. A él le pagan lo mismo que a mí, pero no gastará trescientos euros de alquiler ni la gasolina, porque su mamá lo concibió en la ciudad de la Mezquita y porque hizo allí buenos amigos. Tenemos los mismos puntos, hemos trabajado los mismos años y ambos somos especialistas en la misma materia. Sin embargo, él dispone de más dinero que yo a fin de mes y la única diferencia la troquela en mí que los inspectores con su otitis crónica adoptaron la comprensiva credulidad de la esposa de Jonás mientras que, sin embargo, para mi necesaria rehabilitación de rodilla, herencia de un mítico partido de fútbol, enviaron al doctor House para que me oscultara. ¿Por qué a unos sí y a otros no?

Si no fuera porque de pensar así, sería yo muy malpensado, llegaría a creer que esto es en parte lo de siempre. ¿Por qué desde dentro da la sensación de que todos los funcionarios no somos iguales? ¿Por qué resulta factible que los colores políticos y sindicales te lleven a un lado o te dejen en otro? ¿Por qué nadie conoce con exactitud qué criterios garantizan una “comisión de servicio” mientras que los que las reciben guardan el secreto como tumbas? ¿Por qué no podré ser yo como la mujer de Jonás, que daría sus clases, sin importarle las mentiras de otros, sin miedo a tener que irse lejos? Al fin y al cabo, a los trabajadores honrados no debería molestarnos que otros tomen atajos y no hatillos. ¿Cobran comisiones los que conceden las comisiones? ¿Por qué las llaman así, si no?

Prof. Cuyami

martes, 5 de junio de 2007

Póster de Bisbal, camisas de premamá

Siempre he pensado que es un desafío innecesario. Si escoges como nombre “Cintia” para una hija, luego no te sorprendas si se queda embarazada. Si la llamas “Olvido”, se dejará las llaves en casa. Si la llamas “Nieves”, le gustará el frío y usará cadenas. Pero si la llamas Cintia, en estos tiempos que corren, lo más normal será que a su nombre haga honor y que a ti te haga abuelo o abuela. No pasará nada. ¿Qué hay más normal en esta vida que una nueva vida? Los niños que crecen acomplejados son aquellos que poseen un padre y una madre en un único techo familiar: un bebé siempre es una bendición, haga su aparición donde la haga y con las perspectivas familiares que entrañen sus entrañas. No se lleva, no está de moda la familia. Madres solteras, padres que murieron en accidentes de tráfico, abuelas que adquieren el rol de madres porque las madres son hermanas. Y entre tanto, Cintia que dejó de venir al Instituto para convertirse bien pronto en un rumor, en una leyenda urbana en pleno pueblo. No creo que regrese al Instituto. De entre todas las opciones, optó por la valiente. Lo va a tener y se acabó su futuro. Por ende, ahora vive encerrada en la casa por temor a lo que el barrio diga. Ahora, su torre de marfil está repleta de pósters de Bisbal y de camisetas de premamá. Ahora el joven ya no puede subir a verla. “Le han hecho una barriga”, dirán en el mercado. Y poco importará quién, porque el chico dejó de existir cuando se supo la noticia. Si al menos Cintia le arrojara la melena, tal vez pudiera él ascender trepando por la fachada, pero la chafada madre de ella no deja otra alternativa. Una copa de alcohol y el resto es estrenarse. Nadie es lo suficientemente hombre si sigue virgen en cuarto de ESO.

Cada año vienen al Centro unos fantásticos conferenciantes que explican las bondades y desventajas de cada método anticonceptivo. Reparten entre las chicas compresas y sacan preservativos para hacer demostraciones. En esas charlas nadie cuenta jamás cómo se educa a un hijo. No se explica tampoco si es factible o no ser madre a los quince y seguir estudiando. En esas charlas se habla de lo de siempre: se genera estado de opinión, se les acompaña a la cama. ¿De qué esperan que se hable en un recreo posterior a esas charlas? ¿Qué se pensará, entonces, de aquellos que jamás lo han hecho? De Marco y de Cintia se rieron sus amigos. Ya eran novios desde segundo. El día de su debut, venían de una fiesta y en la tele no había nada interesante. Sus casas, vacías. Lo bueno de tener padres jóvenes es que ellos siempre regresan a casa al amanecer y además suelen hacerlo demasiado borrachos. Marco la miró con ternura. Ella, le tomó la mano. Se sonrieron y el centrifugado de la lavadora se supo pequeño, débil y tímido, lejano y aturdido.

¿Cuántas alumnas se quedan embarazadas cada año? Salgo en el recreo a la calle, para comprar EL MUNDO, y recorro las calles del pueblo. Las veo en los bares, tomando café, con un retoño en un carro. No hablan ni dicen nada, están como muertas. A veces el padre parece el padre de ellas. Sin consuelo, sin defensa: un albañil que las espera cada noche repleto de ansias por apagar sus fueros. Ellas son frágiles, jóvenes que han pasado de jugar con muñecas de plástico a jugar con los frutos de sus vientres. Nadie les avisó, jamás nadie les contó que todo acabaría así. ¡A fregar, a cambiar pañales! Algunas serán traidoras de su sangre de por vida (sí, en pleno 2007), pero otras correrán peor suerte: se casarán jóvenes, arruinarán también los porvenires de sus novios, azorando con ello sus venganzas (“tú me arruinaste la vida”). Estos, les serán infieles y agarrarán botellas para matar su propia frustración. A nadie le gusta ser albañil y padre con veinte años. A los treinta, serán viejos. Entonces, o se marchan del pueblo o se vuelven locos. Si se vuelven locos, las golpearán. Si las golpean, sus niños llegarán al Instituto horrorizados y se refugiarán en los brazos de otras niñas de su edad, también horrorizadas. También entonces las casas estarán vacías, porque estoy seguro de que entonces la televisión tampoco pondrá nada interesante. Ley de vida: nada hay tan natural como la vida, como traer al mundo nuevas vidas. Esas serán los nietos de Cintia, los bisnietos de su madre, los padres de nuevos bebés sin un referente claro, que no terminarán la ESO, que rellenarán los cafés del pueblo, delante y detrás de la barra, sin hablar jamás de nada interesante.

Prof. Cuyami

viernes, 1 de junio de 2007

Las vestiduras también les rasgan

Las vestiduras también les rasgan

¿Vestuario o bestiario? Para que nadie me diga que las columnas del Profesor Cuyami no son interactivas (todo en la ESO ha de ser interactivo), hoy les propongo un juego. Apuéstense un café con la persona que tenga a su lado y acaten mis reglas. En efecto, y como ya la entradilla y el titular han delatado, hoy voy a tratar el tema de las tribus, de las formas (en plural) de vestir de los adolescentes. Para darle un poco de más vidilla, me he permitido el lujo de realizar un escuálido estudio para establecer un ranking de cuáles son los colectivos que mejores notas sacan y, por sus defectos, los últimos clasificados. ¡No vale seguir leyendo! Antes, apuesten. Voy a hablar, −para no dar pistas los cito ahora en orden alfabético−, de los canis, de los flamencos, de los góticos, de los “heavy”, de los pijos, de los raperos y de los surferos. ¡Ya! ¡No sigan leyendo hasta que no tengan, aunque sea mentalmente, un croquis de quiénes son los más estudiosos y quiénes los que cosechan más calabazas!

Séptimo lugar: los canis. Por si alguien no los conoce, dado que no están presentes en toda Andalucía, se caracterizan por llevar chándal blanco, collares de oro, prendas de deporte punteras y artilugios informáticos de última generación. Ya poseen una música propia (id est, Haze) dado que han llegado a convertirse en producto de consumo. El marbete nació con carácter despectivo, pero ellos lo han adquirido como marca de identidad y se sienten orgullosos de ser “canis”. Sexto lugar: los surferos. En general este colectivo está compuesto por chicos de familia bien, que presumen de ser los más guapos del mundo, pero no los más inteligentes. Rara vez saben hacer surf y calcan estereotipos americanos con resultados, la mayoría de las veces, altamente insatisfactorios. Llevan prendas con flores y motivos marítimos, y se ciñen a cuatro o cinco marcas específicas de ropa. Quinto lugar: los flamencos. Los hay de tres tipos: los que son auténticamente gitanos, los “entrevenaos” y aquellos a los que la naturaleza les negó el decoro. Este tercer grupo son los transexuales del gremio: se visten con pendientes muy ostentosos, llevan camisas y camisetas muy llamativas, el pelo muy largo, a poder ser rizado, y escuchan música de Camarón y de los cantaores locales. Lo dicho, los auténticos tienen arte y, aunque pocos sean punteros en los estudios, son capaces de arrancarse por bulerías en mitad de una clase, o de una guardia. Los impostados son otra cosa. Cuarto lugar: los raperos. De estética marginal americana, aunque sus madres sigan comprándoles los calzoncillos en la boutique local. Llevan pantalones anchos y camisetas de la NBA o de equipos de cuyos deportes ni siquiera conocen sus nombres. Todo en ellos es muy americano e inspirado en las letras de los raperos famosos. El lado bueno es, sin duda, que aquellos que componen estrofas poseen bastante vocabulario y, tal y como están las cosas, esa inclinación hacia el arte es lo máximo a lo que podemos aspirar. Tengan cuidado: estos tienen tendencia a hacer grafitis, así que llévense bien con ellos o recibirá una sorpresa. Tercer lugar: los góticos. Se les reconoce por ir siempre de negro, por semejar a los vampiros, por llevar las chicas los labios muy marcados, pero (sobre todo) por su cara de pena. Su pesimismo refleja un primer choque existencial contra la vida. Evidencian ser inteligentes porque al menos poseen inquietudes, por su carácter reflexivo. Cuando se consigue estimularlos con algo, se entregan. Poseen sensibilidad, pero su apatía los hace ser en la mayoría de los casos inconstantes. Algunos son una mera pose. Otros, realmente lo pasan mal y merecen todo el apoyo. En general, destacan en Literatura y suelen llegar a Bachillerato. Segundo lugar: los pijos. A pesar de su actitud arrogante, de su tremenda intolerancia, de su insustancial querencia a llevar banderas de España sin darles ningún lustre, suelen tener a sus familias muy encima y, aunque sea por el deseo de presumir o de seguir llevando ropa de marca, náuticos y polos, lo cierto es que suelen estudiar bastante (y respetan a los profesores). Conocidas por todos son las peleas entre canis y pijos. En los Institutos públicos, no obstante, escasean estudiantes verdaderamente pijos. Y, finalmente, el primer lugar de la clasificación es para los “heavy”, curiosa especie, alterada por el transcurrir de los años. Antes eran para echarse a temblar, pero los tiempos cambian, y ellos también. Si ves en clase a un chico con una camiseta negra de un grupo de música de dicho corte, estás de suerte. De ser los más malos del lugar han pasado a convertirse en los “friquis”, en estudiantes eruditos muy introvertidos, dominadores de Internet y del Inglés. Además de ser por lo general inteligentes, su personalidad les hará llegar a ser los ingenieros del futuro. ¿Acertaron? ¿Quién se llevó el café?

Prof. Cuyami