miércoles, 4 de agosto de 2010

Decíamos ayer... (explicación)

Hoy, día cuatro de agosto, he colgado muchísimas columnas (unas veinte). Los que me seguís por prensa habréis visto que no he dejado de publicar artículos en EL MUNDO cada semana, en ningún momento, como vengo haciendo desde hace cuatro años. ¿El motivo por el que he dejado de colgarlas en Internet? Que cada cual piense y se imagine una justificación plausible. No ha sido, en ningún caso, pereza o desgana. Ha sido, en todo caso, la asunción de un consejo... de un abogado.

No han sido meses fáciles para mí, en lo personal. En realidad, nada importa mi vida personal, pues el que escribe (el personaje) no es la persona (quien vive). Y quien vive no le interesa a nadie, claro. Se sigue la vida del columnista, las desventuras de un docente anónimo. Yo, la persona, no importo. Solo soy el símbolo de mucha gente y ni siquiera tengo un nombre propio de pila. Ni más, ni menos. Hay quien no lo entiende, pero es así.

Mis jefes me han dicho que el año que viene sigo en EL MUNDO. Comenzaré en septiembre y será mi quinto año. Estoy muy ilusionado porque cambio de centro, como muchos de vosotros, y tendré nuevas aventuras que relatar, todas ellas ficticias, aunque inspiradas en mucha gente buena que habré de conocer, y también estoy ilusionado porque podré volver a colgar mis textos aquí. Espero que entonces... ningún compañero se dedique a proferirme amenazas de muerte a modo de comentarios anónimos.

Pido perdón a todos aquellos que esperaran mis columnas y que, durante tantas semanas, se hayan sentido decepcionados por la prolongada carestía. ¡Aquí están! Y, cómo no, pronto estaremos de vuelta para tratar, cómo no, de cambiar el mundo.

Un abrazo a todos y tened un buen verano. ¡Nos vemos en septiembre!

Final de curso

Pensé que me daría más pena. Supuse que esta vez, al igual que en las anteriores, tendría dentro una ristra de cosas por decir, miles de palabras de gratitud y algún que otro vituperio. Siempre pensé que este final de curso, que este día final, que da al traste con un nuevo ciclo, sería más intenso, apasionado, visceral y potente. Sin embargo, mi cabeza ya no está aquí, ni da para más. Acudo a clase, en este día último, con la cabeza alta, con la moral tranquila, con la certeza de que todo está cumplido. Y no tengo lágrimas, ni miedos, ni mentiras; no me queda dentro ningún sentimiento ocre que epate algo. A estas alturas, después de cuatro años, no me despido tanto, ni arropo los destinos de los que han sido mis niños. Ya, a estas alturas, no me sacudo el polvo de los zapatos, ni me siento profeta que parte de ninguna parte, ni una parte importante del orden, ni del caos. Ya no temo convertirme en estatua de sal y miro hacia atrás, sin grima alguna. Simplemente, se acaba otro curso. Y, en la anormalidad más armónica, se juntan los nervios de los opositores, las despedidas, los ecos del Mundial, los calores y la calada firme del último paso. No estoy triste, ni alegre, simplemente ya no estoy. Ya no estoy dispuesto a sentirlo tanto, por eso ya no estoy. Y ya no quiero que me arranquen nada, porque ya no estoy aquí. Me hago mayor y lo noto, precisamente, en que las cosas ya no me importan tanto, supongo. Y no sé si es bueno o si soy malo.

Recuerdo ahora el primer día en que llegué al pueblo. Todos los alumnos estaban en la piscina local. Me di un baño sabiendo que no podría volver a hacerlo desde el anonimato. Desde entonces, he bordeado el expediente disciplinario demasiadas veces. He descubierto que no vale la pena sobresalir, que nuestro sistema premia a los mediocres. Me he sentido esclavo, perdido, he naufragado en las peores carreteras y he vivido toda suerte de aventuras que no puedo relatar, aunque me muera de ganas. Y, ahora que toca marcharse, que cambio de centro, como tantos miles de profesores en toda Andalucía, me queda la eterna duda de no saber qué será de mí, quién ocupará mi plaza, me aterra saber que la lluvia siempre atraviesa los espectros y que los ecos del pasado son ecos, y que los ecos nunca dicen nada nuevo, ni interesante, solo repiten como un estudiante que ha copiado, las verdades que otro alguien ya no recuerda por qué gritó con tanta fuerza.

Hoy empiezan las vacaciones de los niños. Las nuestras nos las tomaremos la semana próxima. Se inicia ahora un proceso feo de papeleo, en el que nos volvemos burócratas, verdaderos funcionarios. Me asusta el toque del timbre, cuando no tienes que volver al aula. A todos nos sobresalta, como el despertar de un sueño fresquito. Y, sin embargo, aunque los papeles no suelen darte malas respuestas, me pone triste ver este universo tan vacío. Me pone triste no tener réplicas, ver los pupitres huecos. Este trabajo, sin los alumnos, ¿qué sería? Si ellos se van, y se van hoy, nos quedamos huérfanos y viudos. Y resulta sencillamente imposible asumir que no los verás más, que ellos se quedan enclavados aquí, que yo me marcho, que ya no habrá más bromas, ni más golpes en la mesa. Qué distinta es esta despedida de la anterior... Sabría decir que ya no soy el mismo, pero no sabría razonar el por qué.

Dice Sabina que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. No tengo ni idea de si he (o no) de regresar algún día por estas tierras. Supongo que no debo y supongo también que sí que lo haré. Cuando vuelves, me imagino, a un instituto en el que trabajaste muchos años atrás, permanecen los bares, dos o tres docentes, y poco más. Han edificado, las taquillas tienen nuevos propietarios y, sobre todo, y eso pica, los alumnos te miran del mismo modo en que mirarían a un comercial de Santillana. No quiero verme aquí de ese modo, sentirme un extraño, aunque asumo que los dos años que he pasado aquí son no más que una raya sobre el agua, un aguacero, que agrieta la tierra, que provoca desprendimientos y dudas, pero que siempre se pasa.

Hoy se termina el curso. Y hago las maletas. Y regreso a Ítaca, sin Penélope y sin Calipso, sin barco, sin dignidad, sin lustre, sin fuste, sin dolor: sin nada. Jamás fue tan literal, os lo juro. Hoy se marcha un curso y me recuerdo más joven, más loco, más hombre y más guerrero. Hoy se termina el curso y me acuerdo de Ángela, de María José, de Daniel, de Javier o de Encarnación. Hoy se termina el curso y me siento acabado, agotado, desolado... recordando que “desolar” es arrancar de la tierra los rastrojos para volver a sembrar de nuevo en tierra nueva. Hoy se termina un curso y solo Dios sabe, a ciencia cierta, lo muchísimo que amo este trabajo.

Selectividad

Esta semana se desarrollarán en Andalucía los exámenes de acceso a la Universidad. El año pasado tuve la inmensa suerte de corregir y aprendí mucho de aquella experiencia. Todo lo que viví me ha ayudado muchísimo a preparar a mis alumnos este año y, sobre todo, también a entender mucho mejor todo este proceso en el que miles de adolescentes se encuentran sumidos en este precioso momento. Esta columna surge con la vocación de tranquilizar a los alumnos de esta convocatoria, pero también a los profesores (que, no pocas veces, sienten que su dignidad docente pende y depende de los resultados que obtengan). Les voy a dar diez razones para tener confianza. Al fin y al cabo, van a examinarse de la Selectividad más fácil de toda la historia y suspender es altamente complicado e improbable.

Primer motivo. Por primera vez desde que el hombre bajó del árbol, solo será obligatorio realizar cuatro exámenes (Lengua, Filosofía o Historia, Inglés o Francés y una optativa). Por tanto, eso de que las PAU sea una aventura agotadora... tiene poco de realidad y mucho de nostalgia. Serán además cuatro los días de realización de las pruebas, para solo cuatro exámenes obligatorios. Segundo motivo. Selectividad se aprueba a partir de un cuatro. Te hacen media desde el cuatro, si tu nota de bachillerato es superior al seis, como ocurre en la mayoría de los casos. Tercer motivo. La ortografía no resta en exceso, ni siquiera en Lengua. En algunas universidades andaluzas no se quitó el año pasado puntuación por las faltas, por más que los alumnos tuvieran docenas de errores. Cuarto motivo. Los porcentajes de aprobados rondaron, en la pasada convocatoria de junio, el noventa por ciento... ¡siendo más difícil aquella que la selectividad de este año! Por tanto, parece probable que en 2010 menos de uno de cada diez suspenda. Quinto motivo. En todas las pruebas hay dos opciones, con lo cual solo con dominar una parte del temario se ha de lograr el apto. No hay factor sorpresa en muchos casos: casi todos los profesores hemos vaticinado cómo será nuestro examen y casi nunca fallamos. Casi todo se intuye. Sexto motivo: en esta ocasión, podrán hacerse asignaturas “para subir nota”. Estas solo ponderarán si resulta beneficioso para el alumno. Esta opción, que nunca ha existido, reportará algunas décimas a personas que puedan necesitarlas. Séptimo motivo. En la Selectividad de este año se puede sacar hasta un catorce, puesto que se puede realizar dos asignaturas “para subir nota”. Por tanto, sobre la hipotética nota superior, un catorce, sacar más de un cuatro parece de risa. Octavo motivo. Cada corrector habrá de corregir, de media, unos trescientos exámenes. No es raro, por tanto, que a veces se tienda a ser generoso, por las prisas, pues la falta de atención beneficia a los exámenes corregidos, siempre. Además de eso, en la ponencia en la que yo me encontré el pasado junio, nos establecieron una nota media de la que no podíamos bajar (y que era superior al seis). Si tus exámenes corregidos tenían una puntuación inferior, como media, tenías que subir las calificaciones. Asimismo, teníamos terminantemente prohibido puntuar con 4'75. En esos casos, y para evitar reclamaciones, se nos “recomendaba” redondear al alza. Noveno motivo. Los alumnos tienen la posibilidad de reclamar y de pedir una segunda corrección, por si algo no fuera correcto en el proceso. Décimo motivo. Selectividad supone no más que una prueba de madurez. Los niveles establecidos en segundo de bachillerato son, en la mayoría de los casos, superiores a los de Selectividad. Si un alumno ha aprobado segundo de bachillerato, lo normal es que esté más que preparado para superar este trance.

Por desgracia, otra cosa será la entrada en la carrera de nuestros sueños. En esta ocasión, y eso supone un problema para los aspirantes vía PAU, los alumnos de FP de grado superior entrarán en la Universidad sin necesidad de examinarse con el resto. Por tanto, todos aquellos que lleven, pongamos, un diez de expediente, en una FP de administración, tendrán garantizada una plaza en Medicina. Puede ser, por tanto, el año de las FP y un mal año para aquellos que desean una plaza en alguna de las carreras más codiciadas. Afortunadamente, la oferta de plazas que ofrecen nuestras universidades es amplia y hay un lugar para todos. O casi.

En fin, ¡que ya está! Nos disponemos a vivir la Selectividad más fácil de todos los tiempos y solo aquellos alumnos que se pongan más nerviosos de la cuenta, suspenderán. Por ello, hagan provisión de tilas, revisen los DNI, vean algún partido del Mundial en la tele, pues estudiar ya no sirve de algo, y disfruten de la experiencia... pues es apasionante. A mis alumnos de segundo de bachillerato siempre les digo que se inicia, tras todo este suplicio, el mejor verano de sus vidas. Para mí lo fue, sin duda. El año pasado todos mis alumnos aprobaron en Selectividad la asignatura que imparto y se lo aseguro, no es mérito mío. Si pudieron aprobar todos, teniéndome a mí de profesor, es porque aprobar Selectividad, con las normas actuales, está chupado. A pesar de lo cual, y aunque no sea necesaria, ¡os deseo mucha suerte a todos!

Encarni y el plafón

La muchacha que enseña a leer a los gitanos no sabe si pagar el alquiler de mayo. Imagino que en un mundo donde la gente se muere de hambre, donde el paro detiene en seco a demasiados espaldas mojadas, todo esto carece de importancia. Pero Encarni no sabe si pagar el alquiler y a mí me preocupan Encarni y su alquiler. Porque claro, ya ha pasado por seis sustituciones en lo que va de curso y, por supuesto, puede que su destino final no sea este. Sustituye a una mujer que sigue en la cama, son varios los días que tardará en dar una respuesta. Y, mientras tanto, ¿hará bien si paga el alquiler de mayo o se quedará colgada de él?

No recuerda dónde deja las llaves. Ralló el cómpact de Elefantes de tanto coche. Pasó ya por otras cinco casas y, por tanto, esta no es más que la siguiente (o la anterior, según se mire). El plafón de una de las lámparas es distinto, huele más a humedad la pared y el agua pesa sobre el estómago, como si llevara cal, si te atreves a beberla. ¿Y qué más da? Somos una raya. La muchacha que enseña a leer a los gitanos no sabe dónde vivirá en mayo y ya le robaron el mes de abril. Todavía está y ya la echo de menos. Y no ha prendido todavía los nombres de sus compañeros, ni de los niños, ni de los bares del pueblo. Y ya se marcha. O casi. Sigue siendo la nueva y pronto será la “antigua maestra”. Tiene gracia, aunque no la tenga. ¡Apura tus alas, Encarni! Detén el fuego inmortal y arde con él. Y entre tanto, ¿qué queda de ella allá por donde pasa? Algún niño, tal vez, en alguna futura reyerta tabernaria ¿recordará a la muchacha que le enseñó las reglas de la “b” y de la “v”? Solo eso. Lo que tocó aquel mes de abril, de alguna parte. Tal vez, sí. Emigra, dejando tras de sí los aperos de labranza sobre la colcha sucia del piso. Compilo gestos de dolor de todos aquellos que buscaron conocerla. Sin suerte.

Encarni tiene la paciencia de quien se sabe inmortal todavía. Algo conoce ya de medicina: ¿cuántas semanas te pagan por cada enfermedad sustituida? Un esguince, quince días. Una hernia, tres semanas. Un baúl de opositora, que desordena en cada instancia, viaja con ella, en cada deambular frenético de su coche, marcando los bajos con el firme poco firme de nuestra comarca de mierda. Apura los sorbos de un nuevo amanecer, de un nuevo pueblo, de las riendas de una vida que la Administración no le entrega, ni le deniega: le sostiene en préstamo. ¿Qué vendrá después? ¿Llegará más lejos? ¿Sucumbirá en la nostalgia de sentirse exiliada de sí, una maestra errante, portadora de designios y presagios? Es interina. Es sustituta. Llega y se marcha. ¡La maestra de guardia! Que va donde nadie va y que siempre se escapa. Casi nadie la acoge por su nombre, por su cara bonita, sí. Por sus ojos verdes, de la bandera que le paga, dos meses tarde, pero que le paga, que siguen llorando por la música incompleta de cada despedida, por los susurros tercos que no supo barajar en manos nuevas. Por hacer lo que sabe. A ratos: sembrar los campos de albero, regar con su magia los rostros de los gitanos del cerro.

Valga mi homenaje a las maestras del cerrillo, que se van antes de asentarse, que sustituyen, dejando tras de sí posos de juventud, rostros yertos cuyos rastros de café nadie sabe leer. Ni los posos, ni los textos. Valga esta columna para dar cobertura a la ilusión de los nuevos interinos, que prodigan prodigios en su procesión del fuero interno, por tantos senderos como la Administración contemple, sin más límite que junio, sin más sopor que el mañana que todavía permanece en blanco. Como el color que contrasta con el verde de sus ojos. Del color de la bandera que le paga dos meses tarde.

No me canso. ¿Alguien lo piensa? Yo soy funcionario y cada día me pesa un poco más el culo. Si Espronceda la viera le dedicaría una canción, y se enamoraría de ella, estoy seguro, como al Pirata o al Verdugo. La canción del Interino: “Que es mi barco mi tesoro, /que es mi dios la libertad, /mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar”.

Cada maestrillo...

Dicen que “cada maestrillo tiene su librillo”. Pues ya, ni eso. A la señora inspectora de nuestra zona le ha salido de donde dijimos que todos los profesores evaluemos con el mismo libro del profesor. Todos hemos de tener el mismo formato. Me explico: si yo pongo los positivos, pongamos, en la esquina derecha de la hoja, hago mal. Si yo pongo las notas de los exámenes con letras y tú lo haces con números, uno de los dos se tiene que fastidiar. Las ausencias, los retrasos... todo ha de ponderar igual en el cuadernos que utilizaremos para calificar el año próximo. De tal modo que aquel que tenga ya su costumbre, sus hábitos, su formato, ha de adecuarse a los patrones que entre todos decidamos (y que no serán, por tanto, propios de nadie).
¿Qué mierda es esto? O sea, a ver cómo lo digo... ¿Qué se creen los providentes estos? ¿Qué se fuman en sus reuniones de inspectores? De verdad, siento volver a darle caña al mismo gremio de siempre, pero es que se lo merecen. Se le hinchan a uno mucho las narices cuando te miran con la cara transcendida y te dan lecciones estúpidas sobre lo que ellos ya no recuerdan cómo se hacía. Porque, vamos a ver si me explico, no es el hecho de tener que usar todos el mismo formato de cuadernillo del profesor, es que no sabemos qué irá detrás. ¿Qué será lo siguiente que nos unificarán? Si algo ha caracterizado siempre a nuestro gremio es la posibilidad de llevar a gala tus neuras con gran decoro: ¿acaso no puedes ya hacer nada que te caracterice? ¡Se busca que todos los profesores seamos iguales! ¿Todos tenemos que hablar, explicar y respirar igual? Y como ellos nos digan, de hecho, de la manera en que nuestra inspectora determine.
Si cada maestrillo tuviera su librillo, cada maestro diría lo que estima más oportuno. Y entonces... ¿cómo sería posible controlarnos? ¡Seríamos libres! No se fían de nosotros. Los inspectores cuestionan nuestra autoridad, nuestra profesionalidad, nuestra buena praxis. Para colmo, la dirección de nuestro centro nos han prohibido quejarnos. Es mejor no cabrear a la inspectora, supongo. Porque los inspectores cabreados piden más papeles. Y eso es malo porque nos hacen trabajar más. ¡Y somos funcionarios, claro! ¡Y los funcionarios no queremos trabajar más, aunque lo contrario suponga vivir esclavizados!
¡No, no y no! ¡Que no quiero! ¡Que no quiero que me cambien mi libro del profesor! ¡No quiero trabajar así! ¡Estoy harto del trabajo en competencias porque nadie es competente para evaluar competentemente una competencia! No soporto las pruebas de diagnóstico, la comparación de resultados, los informes sobre por qué los informes no están suficientemente informados. ¡Es estúpido! ¡Esta burocracia no sirve para nada! ¡Que nos dejen vivir! De un tiempo a esta parte, la inspectora ha hecho suyo uno de los despachos. Es como si viviera en el centro... ¿Acaso no se da cuenta de que nosotros estamos deseando que se dé la vuelta para hacer lo que nos da la gana? ¡Y ella siente que ayuda!
Nos pasamos toda la vida luchando por proteger la diversidad de los alumnos... ¿y quién defiende la nuestra? Porque el sistema educativo enriquece porque somos diversos. En la diversidad está la diversión, de hecho. Si todos utilizamos el mismo librillo, y que conste que esto es solo un ejemplo sobre lo mismo de siempre, ¿dónde dejamos la libertad de cátedra? ¡Ah, ya! ¡Esa se derogó! Ese concepto ya no es actual y si lo utilizo parezco de derechas.

Despedida del IES

En el fondo creo saber cómo os sentís. Tenéis miedo. Al futuro y al año que viene. Sentís nostalgia de los momentos vividos, de las horas en el patio. Estáis nerviosos, por las notas, por la selectividad, por todos los cambios que se acercan. Lleváis encima una buena carga de estrés. Estáis ilusionados porque todos vuestros sueños están más cerca. Sentís vértigo y miedo al fracaso. Recordáis a los compañeros que se han quedado en el camino, viejos amigos, antiguos novios… Os viene a la cabeza los nombres de los profesores que os hemos acompañado. Qué lejos quedan algunos…

Tenéis mucho miedo a caeros, porque la noria ha comenzado a girar demasiado deprisa. Y buscáis una mano a la que agarraros, pero descubrís que todos los demás tienen el mismo miedo que vosotros a no encontrar una mano como la vuestra. Tenéis ganas de llorar, de beber, de dar un millón de abrazos. Teníais muchas ganas de que llegara esta noche… pero ahora os aterra que esta noche se marche. Y sí: queréis escuchar que todo saldrá bien, pero nadie puede deciros el final de una historia que no se ha escrito todavía. ¡Porque es vuestra historia! Como me pedís un solo consejo, solo uno, os diré que siempre vale la pena arrepentirse de más, que no de menos. Siempre vale la pena gastar los zapatos, temblar de frío, atreverse a cruzar la frontera, aunque solo sea para mirar hacia atrás y ver precioso vuestro pueblo repleto de estrellas y de luces.

Vosotros sois los elegidos. De entre tantos muchachos de la comarca habéis sido escogidos para representarnos en la Universidad, para ir a los ciclos superiores. Vosotros sois nuestra esperanza para construir un mundo nuevo: más justo, más sano, donde todos seamos un poco más felices. Y hasta aquí, os hemos acompañado. Ahora os toca a vosotros seguir solos y encontraros a vosotros mismos. Desde este momento, para la mayoría de vosotros, ya no somos vuestros profesores. Somos un trozo de pasado, que pronto se convertirá en leyenda. Y no olvidéis vuestra leyenda, pues todo lo que sois se explica desde aquí. Ya no sois niños, pero siempre seréis nuestros niños. Lo que os ha hecho ser quienes sois, nunca se apartará de vosotros, porque siempre os llevaremos dentro.

Decir adiós es duro. Pero es bonito tener esa oportunidad. Vosotros, en este momento, tenéis la ocasión de decir a las personas a las que queréis que es así. Vosotros, en este momento, tenéis la oportunidad de decirnos que fue importante para vosotros todo lo vivido. Yo quiero comenzar. Quiero comenzar dándoos las gracias por devolverme la fe en un montón de cosas buenas, queridos bachilleratos: me devolvéis la fe en vuestra generación, pues sois un arma cargada de futuro. No perdáis la ilusión. No perdáis esa luz que hay dentro de vosotros y que brilla tanto. Por ella os admiramos.

Esta es vuestra noche. Antes no sabía cómo empezar este discurso y ahora no sé cómo terminarlo. Disfrutad mucho esta noche y recordad que nadie podrá con nosotros. Ni selectividad, ni nadie. Porque valéis mucho. No permitáis jamás que os hagan sentir poca cosa. No tengáis miedo a perder y mucho menos a ganar. No temáis ser vosotros mismos, la mejor versión de vosotros mismos. Nadie podrá con nosotros. ¿Me oís? ¡Nadie podrá con nosotros! Y esta noche estamos aquí para celebrar que nadie podrá con nosotros, de hecho. Ni siquiera el tiempo. ¡Y mira que pasa rápido, sobre nosotros! Hace nada que habéis llegado y ya os marcháis. De haberlo sabido… ¡no os hubiéramos cogido tanto cariño!

Gracias por ser como sois. Os queremos mucho y este siempre será vuestro instituto. Hablo en serio: pronto nosotros no seremos ya vuestros profesores, pero este siempre será vuestro instituto. Me hubiera gustado encontrar palabras mejores y decir cosas más emocionantes, pero es que no sé qué deciros. Al fin y al cabo, y después de tantas horas juntos, nos va tocando quedarnos en silencio. Comeos el mundo, por favor. ¡Sed valientes! Y, si os queda algo de tiempo libre, hacednos alguna visita. Porque os vamos a echar muchísimo de menos… ¡Suerte en la vida!

El capricho

Sostengo que alguien ha decidido que perdamos el mes de julio. Sostengo que de aquí a unos años nuestras vacaciones se quedarán “solo” en el mes de agosto. Un compañero hace años me dijo que este tema es tabú. (Él llevaba veinte años temiendo por sus vacaciones de julio, del mismo modo en que yo tiemblo ahora). En los cuatro años que llevo publicando una columna semanal no recuerdo haberlo abordado, salvo de refilón, por cierto pudor malsano. Es como si a todos nos diera miedo de que se descubriera nuestro secreto, cuando llevamos toda la vida siendo señalados por ello. Es como ocultar un embarazo de ocho meses… De hecho, es más que posible que todo el sector no-docente lea este artículo y espete un “que se jodan” bastante sentido, tras exponeros mi inquietud. No dirán, me temo, un “que se fastidien”. Tampoco un eufemístico “que se chinguen”, ni nada parecido. Me temo que nuestras vacaciones remueven los ánimos más pausados y sacan lo peor de cada casa. ¡De cuánta falta de empatía adolece el mundo!
Por si alguno no lo recuerda, he pasado cinco años en la universidad, he hecho un infumable curso (el CAP, que se parece mucho al nuevo MasterCAP, del que ya hablaré otro día). Después de eso, me expuse a unas oposiciones a las que concurrimos miles de aspirantes para no demasiadas plazas. Aquel día de julio gané un sueldo para toda la vida y dos meses de vacaciones al año. Si el sueldo no fuera el que es, si las vacaciones no fueran las que son, es posible que yo ahora me dedicara a otra cosa. Si te ofrecen unas condiciones laborales no está bonito que te las cambien, luego. ¡Digo yo! Los funcionarios, aunque nos rebajen el sueldo un cinco por ciento, también tenemos sentimientos. Las universidades están abiertas y las oposiciones, también. Al que le gusten nuestras condiciones… está abierto a presentarse. ¡Eso es más productivo que quejarse y patalear como niños pequeños! Si te duele un ojo, la solución a tu problema no está en meterle un dedo por el ídem a la persona que está junto a ti.
Yo envidio profundamente al maquillador del “Sé lo que hicisteis”. Su trabajo tiene muchas ventajas, igual que el mío. Pero no deja de ser un privilegiado, dentro de un colectivo que pasa miles de horas de pie. El trabajo que me concede dos meses de vacaciones es el mismo que puede hacer que cualquier día un adolescente me parta la cara. Es el mismo trabajo que solo es superado en bajas por depresión por los funcionarios de prisiones. Todo el mundo señala que admira mis vacaciones, pero luego me dicen que “no serían capaces de aguantar a los niños”. No se entiende lo uno sin lo otro, pues ambas dimensiones van de la mano. Los trabajos no se parcelan: no se elige lo bueno de uno y lo mejor de otro. Son compartimentos estancos. Aquel que quiera dos meses de vacaciones estará expuesto a vivir a quinientos kilómetros de la dirección de su DNI, por ejemplo, como a mí me pasa. Si compensa o no, ya es cosa de cada uno. Lo que tengo claro es que la envidia es muy mala y que solo es superada, como lacra humana, por la estupidez.
No vivimos tan bien. No somos privilegiados: estamos dentro de los funcionarios tipo A que menos cobramos. Que tengamos dos meses de vacaciones, julio y agosto, no es un capricho. Cuando llegan las vacaciones muchos papás y mamás se agobian porque no saben qué hacer con sus nenes tantas horas. Nosotros los tenemos nueve meses y, para más inri, no tenemos a dos o a tres. Tenemos cientos de hijos. (Y no nos toca llevarlos al cine, sino enseñarles Matemáticas). Hijos que nos cuentan sus problemas, inquietudes, que nos buscan, nos encuentran, nos hieren y nos aman. Lo he contado miles de veces: este no es un trabajo normal, es emocionalmente muy fuerte. ¡Por eso tenemos tantas vacaciones! Está la opción de pasar de todo, de ser un funcionario de la tiza, ¡claro!, pero si verdaderamente hemos de formar seres humanos, el primer paso ha de ser no perdernos a nosotros mismos. Solo el que lo vive sabe hasta qué punto podemos llegar quemados a junio.

Cinco por ciento

Honestamente, pocas cosas me preocupan menos que el dinero. El desamor, el Mundial de fútbol y, si me apuras, hasta la política... todo ello es más importante. Para mí. Atesorar dinero, acumularlo por acumular, me parece una idiotez. Es cierto que tener dinero te permite hacer cosas y hacer cosas está bien. Comprar cosas no está mal. Por tanto, tener dinero es bueno, ¡a qué negarlo!, pero no es tan bueno como malo no tenerlo. No tener dinero sí es algo grave. No tener dinero sí te lleva irremediablemente, en esta sociedad nuestra, a tener muchísimos problemas. Tener dinero, por el contrario, no te permite conseguir las cosas que verdaderamente nos hacen felices. Al menos, yo lo veo así.

Tras esta lección de educación en valores, que no termino de creerme ni yo, aunque haya sido sincero en ella, quiero comenzar pidiéndole perdón al mundo por ser funcionario. Lo siento: yo saqué unas oposiciones tipo A. Sé que hay a quien le molesta nuestra existencia. No presumo de ello, pues yo soy profesor, y no me siento cómodo bajo la etiqueta de funcionario. ¡Pero lo soy! ¡Ya es hora de salir del armario y de reconocer mi condición! ¡Se da la casualidad de que competí contra muchos otros y que gané! Desde aquí, y con algo de retraso, pido perdón por ello. Y ya que lo soy, me defiendo por serlo: lo que tenemos, nos lo hemos ganado. Le pese a quien le pese. Nuestras condiciones laborales son las que son y, aunque es comprensible que nos bajen el sueldo un cinco por ciento, tenemos derecho a quejarnos. A ningún trabajador le gusta que le alteren su nómina, a la baja, o que le supriman prestaciones.

Parece que por el hecho de que haya otros en peor estado, no tienes legitimidad para quejarte tú: eso es una auténtica gilipollez. Nos quejamos por la improvisación con la que se gesta la medida, por la falta de información previa, por la chapuza política en la que vivimos. Nos quejamos porque entendemos que había muchas otras soluciones. Nos quejamos porque se ha derrochado el dinero en ministerios inservibles, por ejemplo, y terminamos pagando los recortes personas que hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos. No sé de Economía más que de ciclismo. Ahora bien, ¿qué sentido tiene prometer cuatrocientos euros por la patilla antes de empezar una legislatura y después, a las bravas, pegarle un tajo a los trabajadores, por una cantidad muy superior, dentro de ese mismo cuatrienio? Es estúpido y está bien alzar la voz contra las acciones estúpidas.

Pienso hacer la huelga del 2 de junio… o el día que sea. Lo que me sorprende no es que los funcionarios hagamos huelga. Lo que me sorprende es que nosotros que somos, en puridad, el colectivo más acomodaticio de todos, vayamos a ser de los primeros. Lo sorprendente no es que se nos ocurra quejarnos, lo paradójico es que los demás no se hayan quejado con más fuerza. Admito que otros tienen problemas mayores que la reducción de un puñado de euros. En tal caso, ¿por qué a ellos no se les escucha más? Nos limitamos a hacer lo que otros no hacen, pues para nosotros es más fácil. Asumo que somos muchos, que somos un colectivo poderoso. Por tanto, también acoplo a nuestra causa la necesidad de dar la cara y de defender la necesidad de un cambio en la gestión económica, de una nueva manera de hacer las cosas. Nuestra crispación, por una reducción en el sueldo, es la misma que tantos españoles en paro poseen. (Aunque a menor escala, es la misma). Si nosotros nos vemos legitimados para hacer un día de huelga, ¿qué no habrían de hacer ellos?

Escuché decir a un compañero que dará cinco minutos menos de clase por cada cien. No seamos estúpidos: somos privilegiados. Antes bien, la profesionalidad va más allá del sueldo, de las condiciones laborales y de los problemas que puedan surgir en nuestro gremio. Trabajamos por dinero, claro. Pero tenemos un buen salario, más que justo, y lo seguirá siendo aunque cobremos un cinco por ciento menos. Además, tenemos una fuerte responsabilidad social que va mucho más allá del dinero. Ahora bien, a ningún trabajador le gusta que le guinden lo que siente que es suyo. Y ese es nuestro caso.

Hoy hago huelga

No voy a llorar. Ni vestiré de negro. No pienso manifestarme ni gastar mi dinero para ir a ningún lugar. Hoy, en esta mañana de martes, pienso haberme levantado tarde. Bajaré las persianas para que la claridad de junio no me saque de las sábanas antes de tiempo. Trataré de haber ligado. Saldré a desayunar fuera, compraré el periódico y leeré todos los artículos, menos el mío. Habrá quien piense que hago la huelga para tener un día más de vacaciones y no es verdad. Pero ya que la tengo, lo hago. La lucha, casi siempre, parte de la ira. La ira desaparece con un buen café y con una tostada de tomate y aceite. (Esto es una huelga funcionaria). Definitivamente, mientras tú lees esto, yo estaré haciendo huelga y viviendo un maravilloso día de domingo, en martes. Estoy seguro de que la mayoría de padres del IES no mandarán a sus hijos a clase. Y se acordarán de nosotros y de nuestras madres, porque piensan que trabajamos poco. Me da igual. No me importan. Igual que yo no les importo a ellos.

Hago huelga porque llevo toda la vida haciendo las cosas bien. He trabajado muy duro para llegar a tener un buen puesto de trabajo. Nacieron cien niños el mismo día que yo. De esos cien, cincuenta no llegaron a empezar el bachillerato. De esos cincuenta, solo veinticinco lo terminamos. De todos esos, solo ocho terminamos una carrera universitaria. (Y redondeo al alza, que conste). De los que lo lograron, alguno trabaja con familiares, otros montaron una empresa. Solo tres nos atrevimos a afrontar unas oposiciones de tipo A y yo fui el que las sacó. No tengo mérito, tuve suerte. Pero también quiero lo que es mío. Estamos hablando de muchos años de esfuerzo, de dedicación constante. Si echo cuentas, vivo peor que muchos de los que estudiaron menos y bebieron más. Vivo peor que otros jóvenes que sí reciben ayudas para comprar una casa, a los que no les cuesta trescientos euros al mes la gasolina. Ellos viven mejor porque tienen a su familia más cerca, porque han escogido dónde vivir. Y a ellos nadie los mira con el desprecio de “tú eres funcionario, no tienes problemas”.

Hemos luchado mucho. Muchos trabjadores nos miran con desprecio porque alguien les ha inculcado que los funcionarios no somos trabajadores, que somos parásitos que vivimos de las arcas del Estado. Pero somos gente honrada, en la mayoría de los caso, que competimos y que ganamos, a los que nadie nos ha regalado nada, pues entramos en la única empresa en la que el enchufismo casi no existe. Pues bien, ahora nos quitan lo que con tanto ahínco conquistamos. Nos roban lo que es nuestro, lo que nadie antes nos regaló. Nos hacen polvo el bolsillo para que saquemos al Gobierno de una crisis que no provocamos nosotros. Vamos a la huelga porque se van a alterar las condiciones laborales, de un modo bajista, sin pacto, sin acuerdo, por un golpe injusto sobre la mesa.

No es por el dinero, es por mi dignidad por lo que hoy no iré a trabajar. No es por dinero, es porque si uno no se atreve a parar, a desafiar al poder, a llevar la contraria a quien te paga, hacen contigo lo que quieren. Si hoy estoy durmiendo hasta tarde es para que se den cuenta de que toda la sociedad española está cabreada. Los parados, los funcionarios, los autónomos, la patronal y hasta los sindicatos... Si todos estamos cabreados, será porque algo no se está haciendo bien. Y si algo se está haciendo mal la solución no es agachar la cabeza y mirar hacia otro lado. Tampoco seguir trabajando. La solución es gritar bien fuerte que ciertas cosas han de cambiar.

Jamás me ha interesado demasiado la política. Ahora bien, no me gusta que me engañen y me siento engañado. Me da igual quién ganara la Guerra Civil y quién se toma los cafés con Bush o con Fidel Castro. Me da igual, no me importa. Solo quiero que los gobernantes gestionen los recursos con un poco de cabeza, que las nóminas no bajen, porque los precios sí suben. Solo quiero vivir en un país donde la gente no lo pase tan mal. Porque yo estoy bien, nosotros vivimos bien, y estamos cabreados. Estamos cabreadísimos. Por tanto, ¿qué no sentirán aquellos que lo pasan verdaderamente mal?

Las columnas que quedan para terminar este curso serán sobre docencia, sobre las clases, sobre las oposiciones y no sobre política. No me gusta meterme en política. Pero hoy no voy a dar clases y, por tanto, no me parece muy coherente hablar de un trabajo que hoy no tengo ganas de ejercer. Y punto. Porque no me apetece arrimar el hombro para sacar del apuro a gente que no se lo merece. Punto. Así de egoísta soy. Todo el mundo sabe que los funcionarios somos malas personas. Será eso lo que me pasa. Ya mañana tendremos tiempo para retomar las lecciones, para explicar todo aquello que los niños hoy no aprenderán.

El velo

El martes un padre nos preguntó, en el Consejo Escolar, qué vamos a hacer con respecto al tema del velo. ¡Nos pilló en fuera de juego! Los profesores que representamos al claustro, nos miramos entre nosotros perplejos: ese tema no se había hablado y, por supuesto, ninguno tenía conocimiento de qué opina el resto de compañeros. Las directrices oficiales dicen que “cada centro decidirá, en el reglamento propio, si se admite o no el uso del velo”. En nuestro ROF no se contempla… porque todavía no se nos ha dado el caso. Se nos dará, seguro. Pero todavía no se nos ha dado. ¿Qué debía responder el director, ante la pregunta del padre?

Tomó la palabra y vacilante dijo: “Será preciso revisar el documento. De momento, en nuestro instituto no se permite el uso de gorras ni de tocados para el pelo, en el aula. Por tanto, tendríamos, de momento, que aplicar esa norma general”. Poco puedo resumir de lo que pasó a partir de su respuesta. Los partidarios del sí, entre estos los padres, señalaban que la libertad para escoger atuendo es constitucional, que toda persona ha de estar en condiciones de seleccionar una religión y de seguir con decoro sus usos. Los detractores, por supuesto, esgrimían que es una muestra de sumisión y que, si tan importante es para nosotros la lucha en pro de los derechos de las mujeres, de la igualdad entre chicos y chicas, no es lógico asumir iconos que encierran cierto sometimiento patriarcal.

Algo dijeron los partidarios del velo de que el sometimiento no existe si nos encontramos ante una elección consciente. Algo dijeron los detractores de que todas las culturas no son equiparables y de que es, por supuesto y en cualquier caso, una exigencia para los foráneos aceptar los usos sociales de la nación que los acoge. También escuché algún comentario desafortunado sobre los peligros del Islam, de ciertos integrismos. Alguien pronunció también la palabra “burka” y eso llevó a que otros se escandalizaran y a que subiera, por tanto, la crispación. Sobre esto, un profesor comentó que no habría forma de vigilar si los alumnos hablan en clase, o si copian, si llevan el rostro tapado. Y si hacemos una excepción, todos tendrán derecho a ella… Para otros la excepción es eso, una excepción, plenamente justificada por motivos históricos. Al fin y al cabo, nuestra cultura es fusión de culturas y hemos, por nuestro carácter de andaluces, de ser respetuosos con otras formas de pensamiento.

Fueron pasando los minutos. Afortunadamente, nadie solicitó una votación, a pesar de que es competencia del Consejo Escolar decidir sobre esta cuestión. Me di cuenta de hasta qué punto una prenda de vestuario puede aglutinar política, creencias religiosas, una concepción educativa y, si nos ponemos, hasta una visión del mundo (¡el ser humano es fascinante!). Por ello, todos trataban de dar su opinión con contundencia. Ese momento, no sé bien por qué, me recordó a la “alianza de civilizaciones”. Que conste que la disputa que se libró entre nosotros no fue contraproducente y las formas se mantuvieron, al menos en general. Sin embargo, tampoco dio fruto alguno.

Lo siento: yo no hablé. No sé qué opino, de hecho. Cuando uno lee un texto de opinión, espera leer una opinión. ¡Tiene sentido! Por el contrario, yo no opino. Estoy con ello inventando un género periodístico nuevo: el de la no-opinión, el de la anti-columna. Pero es que, en realidad, no sé lo que pienso y, por tanto, no puedo opinar. No tengo una opinión formada, a pesar de que he hecho los deberes. Me he esforzado por leer lo que otros han dicho; todos los argumentos, a estas alturas, nos los sabemos todos. ¿Y qué? ¡Yo me quedo igual! Las dos posturas tienen sentido y razón, en parte. Y en parte, no. ¿No podemos echarlo a cara o cruz y que la providencia decida?

El hambre y la guerra

Hay muchas cosas que me gustan de la LOGSE. Respecto de la Postguerra, estamos mejor: ahora todo el mundo debe estudiar. Ahora lo marginal se lleva al centro (en ambos sentidos de la palabra “centro”). Me gusta que los docentes nos hayamos quitado la carcoma, que hablemos desde debajo de la tarima y que se hayan perdido las corbatas. Nos han humanizado. Ahora se educa y no se impone. Hay debate y nuestra autoridad se cuestiona… porque todo ha de cuestionarse. Y eso es bueno.
Sin embargo, las cosas no funcionan del todo. Y me da por pensar que puede existir cierta relación entre la crisis económica y las lagunas en el sistema educativo (¡qué obviedad he dicho!). Falta hambre. ¡Falta sangre! Entiendo que las hambrunas son algo terrible. Es espantoso que las personas deban pelear entre ellas por un pedazo de pan. Me ponen los pelos de punta los relatos sobre la guerra, sobre la postguerra, sobre cualquier postguerra. Empero, y visto desde otro lado, la superación se despierta a capricho en ellas. Porque no hay caprichos, cuando se carece de lo básico. Nadie lo impone, ningún régimen lo sugiere, pero la gente pelea sistemáticamente cuando no le queda otra. Algo tiene que ver todo esto con los instintos de supervivencia, con el valor que todos tenemos dentro y que solo se despierta cuando nos hace verdadera falta.
De eso va el tema. Falta ambición. Nuestros adolescentes no se esfuerzan porque no pasan hambre. No tienen nada que ganar y, como siempre se dice, serán los primeros, en mucho tiempo, en vivir una expectativa económica peor que la de sus padres tenían cuando heredaron la sociedad. ¿Y qué les toca? ¿A dónde les lleva la zozobra? No pelean, porque nadie les ha enseñado a perder. Echo en falta orgullo, amor propio, rabia y, si se me apuran, hasta odio. El odio de alguien que se parte la cara por conseguir lo que siente suyo. Generamos personas que saben perder con demasiada buena cara y que, por tanto, no son personas. Como si eso significara algo, lo de saber perder, digo. (Perder no es bueno, se cuente como se cuente). De este modo, nuestra sociedad se ve superada por otras razas, y por otras razones, por otros pueblos, para los que la palabra “victoria” sí sigue significando algo.
Europa, Occidente… ¡estamos en crisis! El motivo parece sencillo: nos hemos acostumbrado a la buena vida y la historia siempre señala con su dedo índice a los que se duermen entre los laureles. Son esos los que se llevan siempre un bofetón de campeonato. ¡No se alarmen! ¡De esto nadie se muere, claro! No es la apocalipsis, por tanto: tampoco se está tan mal siendo mediocres. Pero así le va a nuestros chicos: ¡mediocres perdidos! Mediocres y perdidos. No tienen ni sangre, ni horchata, ni droga, ni café, dentro. Llevan las venas vacías porque demasiados hemos sido los que hemos velado para que no aprendan a sangrar. Demasiadas lágrimas les hemos ahorrado cuando, en el fondo, y si lo pensamos bien, no es tan malo llorar: todas las luchas las ganan aquellos que no tienen miedo. Los soldados y las peluqueras son incompatibles, reitero. Salen con vida de las trincheras aquellos que tienen las rodillas peladas.
Creo que ahí está la clave: falta ambición. Eso les pasa: no quieren más nota, porque no quieren nada. La moto la reciben en cualquier caso. Nos saben de farol: sus padres los quieren y se lo dan todo. Todo, menos un motivo sobre el que crecer, obvio. Somos demasiados sensatos y demasiado buenos: hemos omitido la lucha, la guerra, la revolución. Los hemos “amamonado” con tanto discurso políticamente correcto, con tanto sentimiento barato de Disney, protegiéndolos tanto de sus propios errores. Los jóvenes no son radicales y lo radical es esencial, en el sentido estricto y puro de la palabra. Tenemos jóvenes avejentados, que no tienen sed. Ni siquiera creen en valores equivocados. ¡Aunque esa sea precisamente la clave de sol de la juventud! Por todo ello, por la carencia de motivos para equivocarse, llevados por su falta de ambición, no se plantean cambiar el mundo porque no conocen su mundo. No solo no quieren comérselo, sino que lo desconocen. No se sienten portadores de manzanas y estrellas. El futuro les pertenece…pero ellos no lo saben.

Pendientes (acepción dos)

Estefanía, el otro día, me dijo que se había hecho un piercing en el ombligo. Yo le confesé que, hace años, leí en una revista que cierta tribu que se perfora todo el cuerpo, justo ahí no se hace nada porque es peligroso. Desconozco si la anécdota es verdadera o no, porque es algo que alguien me contó que le contó alguien. Pero es eso lo que suelo decir en esos casos, porque no termina de parecerme bien que los adolescentes se hagan agujeros, en lugares no siempre higiénicos, y no lo digo por las partes del cuerpo, sino por los establecimientos, sin consentimiento paterno. Ella me dijo que lo único peligroso de lo que había hecho era que sus padres la descubrieran. Su plan consiste, cómo no, en ir recatada hasta el verano. (Al menos en casa, claro). Como Estefanía es una buena estudiante, quiere esperar a las notas de junio para dar la noticia.

Hace muchos años me quemé con el tubo de escape de una moto. Pasé dos días sin contarle a nadie lo que me había pasado, porque me sentía un poco estúpido. Ahora, pasado el tiempo, recuerdo con pudor los contorsionismos que hube de hacer para que nadie me mirara la pantorrilla. Fue estúpido, pero en mi caso también inevitable. Hacerte un boquete porque sí, me parece una auténtica gilipollez. Supongo que si me parece tonto es porque yo ya no estoy a la última o porque se me ha olvidado lo que es ser adolescente. Eso sí, si ven que sus hijos e hijas ocultan sistemáticamente alguna parte de su anatomía, no duden en pasarles un detector de metales por encima, si verdaderamente les interesa descubrir todos sus secretos.

En el fondo, aunque sea una dimensión tan superficial, los tatuajes y los pendientes son una seña de identidad, claro. Curiosamente, y viendo que nuestros adolescentes han convertido su cuerpo en auténticos campos de golf, me parece una persona mucho más segura de sí misma, con una identidad más marcada, aquella que llega a la mayoría de edad sin haberse hecho nada de eso. Porque hay que tener mucha personalidad, o muchos huevos u ovarios, según toque, para desoír las modas. Y ahora mola, y mucho, perforarte la lengua, la ceja… y hasta los genitales, si se tercia. Así que (de)muestro toda mi admiración y respeto para todos aquellos que no lo han hecho, todavía.

Cuatro o cinco veces por año, y no exagero, he dejar a algún alumno ir al servicio porque se le ha infectado un pendiente. Y lo ves sin poder vocalizar, o con un vórtice purulento en el ombligo, suplicándote una excursión a los baños, en mitad de tu explicación. Acongojada o acongojada, según corresponda, y con ciertos motivos. Porque, en el fondo, se sienten muy niños como para asumir los riesgos de sus acciones. Porque nadie les dice, y si lo hacen tampoco con demasiado ahínco, que no siempre esas cosas salen bien, que se contraen infecciones… y, más aún, si se intercambian las argollas entre ellos.

De todo, lo más curioso es que ha dejado de ser un rasgo marginal. Los alumnos que cuentan con más arandelas que una persiana, no son siempre los menos dotados académicamente. Ni socialmente. La democratización de estas cosas es un hecho. Y ya nadie se asusta si su hijo se lo hace. O fingen que no les importa, que es otra cosa más cercana a la realidad. ¡Y me alegro! Porque a mí no me gusta demasiado todo esto y pienso que esa es la línea decisiva para convertir todo esto en una moda denostada, para revertir la tendencia. El día en que deje de ser algo prohibido, de hecho, no tengan ninguna duda de que se terminará el negocio.

En cualquier caso, no se avergüencen si sus hijos se han hecho algún pendiente y tampoco si se lo han ocultado. ¡Es lo normal! Además, ser adolescente es un lío. A veces se nos olvida que lo fuimos, de hecho. Y es muy difícil no darle una calada a un porro, hacerte un agujero en el ombligo o ver “Física o Química”, cuando todos los demás lo hacen… y tú te sientes tan perdido. Admitámoslo: hay bastante de verdad en ese tópico de que “todos los demás lo hacen”, aunque reconocerlo nos duela. Como un piercing infectado.

Pendientes

Me gustaría hablar en esta columna sobre piercings, que es un tema mucho más divertido que este que me traigo entre manos… De hecho, ¡lo haré en la próxima, lo prometo! Pero ahora no toca. Las pendientes que me traen por la calle de la amargura son otras. Aunque también se te claven dentro. Ustedes tendrán conocimiento de ese mito que dice que un repetidor promociona “automáticamente” al curso siguiente, por imperativo legal, saque las notas que saque. Dado que no es así del todo, la pregunta es obvia: ¿a dónde van a parar las asignaturas que no se aprobaron, otrora? ¿Desaparecen bajo ese mismo vacío? ¿Siguen suspensas? Lógicamente, esas son las pendientes de las que hoy me toca hablar. De las pendientes del imperativo legal.

Hay una especie de paraíso recóndito en el que moran todas las materias de cursos pasados que algún profesor, que se encontrará ahora a varios cientos de kilómetros de aquí, les cateó a sus hijos. Presuntamente, los profesores vigentes hemos de evaluar a los nenes de su asignatura en curso, pero también de todo su lastre. Ahora bien, la mayoría de las veces el seguimiento de pendientes se convierte en un pegote para cubrir el expediente. Nunca mejor dicho. Un alumno que difícilmente puede con la Lengua de cuarto, ¿habrá de examinarse también de la literatura de tercero? ¿Cuándo y cómo? Al final terminas por mandarle un trabajito y rezas al dios de la Junta para que lo haga bien, pues es un auténtico marrón aprobarle la superior y suspenderle la pasada.

Tengo un alumno llamado Alejandro que, en todos mis exámenes, dibuja a Bob Esponja sobre el folio. Solo eso. Desde septiembre ha ido perfeccionando su técnica y en el control del tema ocho me ha entregado un diseño tan espectacular que me he visto en la obligación moral de ponerle un dos, aunque todo lo demás estuviera en blanco. ¡Era espectacular! Ocupaba el DIN A4 entero y tenía muchos colores. La pega es que yo no dé plástica, sino Lengua, claro. ¡Por eso no puedo aprobarlo! Por desgracia, no fue capaz, nunca lo ha intentado, de responder a alguna de las preguntas del cuestionario. Alejandro tiene diecisiete años y sigue calentando el banco porque no tiene ganas de ponerse a trabajar. ¡Tan sencillo como eso! Cursa cuarto de la ESO.

El otro día le compré un peluche de Bob Esponja que encontré en un mercadillo. ¡Le hizo mucha ilusión! Me dijo que jamás un profesor le había regalado nada (contando con el dos que le puse en el examen del tema ocho, ese es mi segundo regalo en pocas semanas). Por fin, con la alegría del momento, me atreví a preguntarle por qué no se tomaba un poco más en serio el curso: “Maestro, tengo veintidós asignaturas pendientes. Soy el alumno de todo el instituto que tiene más pendientes”. Y puso cara de pena, de veras. Pero de persona que tiene un lugar y no se atreve a ir al dermatólogo. Algo como de cervatillo que se sabe rodeado. Le agobia el tema, realmente. Y, aunque se lo haya buscado él solito, no es para menos.

Me dio el punto y me acerqué hasta el archivador donde están las calificaciones. Según parece, he de evaluar a Alejandro de la Lengua de cuarto, tercero, segundo y primero de la ESO. ¡Las tiene todas suspensas! Asimismo, tiene también Refuerzo de Lengua, asignatura que ya no impartimos, de segundo. O sea, que soy su profesor en cinco asignaturas, aunque solo lo veo tres horas a la semana. Y me gustaría, lo prometo, tomármelo más a pecho. Pero no tengo ganas, ni tiempo, para pensar qué demonios hago con Alejandro. Me gustaría concebir un plan de recuperación global, ofrecerle a Alejandro una alternativa de seguimiento. ¿He de ponerle cinco exámenes para que me pinte cinco dibujos de Bob Esponja? No tiene adaptación, no es un tema de capacidad… Y, dado que no tengo hijos, y al paso que voy tardaré en tenerlos.... Si le pongo exámenes que pueda hacer, me quedaré sin dibujos para mi frigorífico. ¡No me compensa!

En momentos así me gustaría ser un gurú de la pedagogía, un transcendido de la vida. Mirar al auditorio y decir “Alejandro ha desarrollado una respuesta a los conflictos del tipo pierde-pierde”. Y creerme con algo de verdad. Por desgracia, ponerle nombres rimbombantes a las cosas no hace que los problemas se solucionen. No todo tiene solución, de hecho. Y Alejandro, el año que viene, dejará de estudiar y se irá al campo. Las cosas son tan duras y tan sencillas como eso. Con o sin pendientes.

Y los conserjes de noche

Quedó algo de nosotros en esos lugares. En una boca de metro. En todas esas esquinas que solíamos doblar. Es una historia que se escribe en los portales, en la breve intensidad de las primeras luces. Porque Estefanía, aquella chica que vino con nosotros al viaje de cuarto de la ESO, con el que celebrábamos el haber concluido el tranco obligatorio de nuestra formación, le dijo claramente a aquellos gallegos que no quería bailar. También les dijo que no quería besos. También les respondió “nada de eso” a sus invitaciones para subir a su habitación de hotel. Compartíamos hotel con ellos, y ya es mala suerte. Uno de los profesores responsables no salió, porque estaba cansado. Aquella era la última noche del último viaje que haríamos juntos. El otro profesor, ¡pobrecito mío!, tenía que acompañar a veinticinco adolescentes a una discoteca de Madrid. Todo lo light que se quiera, pero en la que nos sirvieron alcohol.

Estefanía había dicho que no. Y se le acabaron todas sus formas corteses de decir “no”, de hecho. Y probó también con las descorteses, pero tampoco funcionaron. No funcionaron y, menos aún, cuando descubrió que su móvil no estaba en el bolso. En algún momento alguien le había sustraído, de su cartera de fiesta, su Nokia con cámara de fotos y GPS incorporado. Por ello, y por tanto, no le quedaba más remedio que irse a la habitación más temprano, con la esperanza de encontrarlo allí. Un móvil es algo muy importante. En él llevas tus números de teléfono, mensajes especiales, fotografías… Todo eso es crucial porque todo lo que eres, en el fondo, cabe en un terminal. No es una seña de identidad: es tu identidad, en sentido pleno.

Sonó el teléfono de su habitación, en el hotel, cuando ella ya había regresado. De fondo se escuchaban risas y bromas. Reconoció bien pronto que una de las personas que estaban al otro lado del cable era uno de los chicos que tanto la había molestado en la discoteca. Ellos también estaban de viaje de estudios, aunque tendrían un par de años más. Estefanía había cumplido dieciséis la semana anterior. Una voz burlona, con pretensiones de parece sofisticada, le pidió a Estefanía que subiera a la habitación 306. Allí estaba su móvil y lograría recuperarlo previa consumición de una copa con ellos. Era una copa sólo, pero debía ir sola. No querían hacerle nada. Ella sabía que solo tenía que tomar una copa para recuperar lo que era suyo. Ya era mayor y capaz de solucionar sus propios embrollos. Se vistió de nuevo, con la misma ropa de fiesta. Subió al ascensor. Tocó la puerta.

Dentro había mucha gente y mucho ruido. Media docena de chicos, como poco. Estefanía no recuerda si había alguna chica, pero sí muchos rasgos de la media docena de chicos. Habían puesto música en un portátil. Los altavoces estaban al cien. Y aquel niñato, el que tenía la voz pretendidamente sofisticada, y una sonrisa semejante a la que el demonio pondría en una situación similar, le tendió una copa. En ella había coca-cola y algo más. Estefanía no reconoció el sabor de ese algo más. ¿Sería ron? ¿Güisqui? ¿Una mezcla de ambos? Por desgracia, le confesaron algo, pero no le dieron su móvil.

Estefanía despertó sin la camiseta. En ropa interior, básicamente. Había amanecido y no contaba con el valor necesario para descubrir quién permanecía en la habitación todavía. No recuerda nada más. Ella estaba tirada sobre una moqueta sucia y asquerosa. Y se sentía sucia y asquerosa. Incapaz de arrebatarse la duda. Descarnada y confusa, sin valor para confesarle a nadie lo que había ocurrido. Despierta solo para encarar que iba a llegar bastante tarde al desayuno y que, además de sus pesares, tendría que escuchar una buena bronca por ello. La última bronca del último viaje. De su vida. Porque le quedaban unas diez horas para regresar a casa y se mordió los labios. Se tragó las lágrimas. Se prometió a sí misma que nunca más, mientras viva, saldrá de su pueblo.

Isabel

Esta semana operan a la profesora de Apoyo. Sobrevivirá. Porque es una mujer fuerte, pero sobre todo porque tiene un corazón importante. Y me da por pensar, mientras se tramita su baja en algún despacho del Instituto, en lo poco que valoramos su trabajo casi siempre. A pesar de que atiende a lo “peor” de cada casa, o tal vez por eso, nadie le atiende a ella. Lo admito, y lo reconozco, jamás me dio por descubrir, hasta este momento, qué se esconden tras las siglas PT. Es maestra, claro, porque su vida la ve con la sencillez de todos aquellos que lo comprenden todo. Y su cometido, cómo no, es atender a los niños que nadie domeña. Su cometido es dar a leer a los que no saben (nada), soportar a los que nadie soporta, adaptar curricularmente a los bajos, los más pequeños y sencillos, que llegan a la secundaria siendo todavía primarios.

Yo, tras su mirada firme, tras los gritos que no siempre da, creo ver la entereza eterna de una mujer que tiene entre sus manos el reto de integrar lo diverso y derivado. La admiro. Se lo cuento: llegan a secundaria muchos alumnos, tras cada curso, que no superaron los objetivos de la primaria. Pero tienen que estar. Por edad y por cojones. Y tras nombres tales como Joshua o Jonathan, ella se busca las habichuelas y se las busca a ellos, que es un reto mucho más complicado y hermoso. Porque en su clase siempre está el mundo estancado. Por eso y por ella nunca pasan los años, pues sus adolescentes no dejan de ser niños jamás. Siguen, cumplidos los dieciséis, leyendo novelas de Barco de Vapor. De las sencillas. Y por este motivo siempre la imagino como esa Wendy que no traicionó a Peter Pan, que optó por no crecer, a pesar de que la adultez atesore otras ventajas, de entre las que descarta el adulterio.

Porque la “T” de la “PT” es de “terapia”. Y ella es una terapia, una terapia llamada “paciencia”. Porque la “P” debería ser de “paciencia” y no de otra cosa. Y su terapia de la paciencia consigue doblegar los espíritus más revirados. He escuchado decir a muchos compañeros que los PT viven bien, pues tienen pocos alumnos y acampan en el Olimpo de la secundaria. Yo vivo bien. Y cuando doy clase en bachillerato, y explico como esta mañana, la diferencia entre todos los tipos de pronombres “se”, me acuerdo de ella y me planteo lo duro que ha de ser estar encerrado toda la vida entre la unión de una “s” con una “e”, en el universo de la sílaba y de la suma. Sin más. Y, más aún, saber que tus alumnos son mirados con desprecio, sin la certidumbre de que el trabajo vale.

Y tú, por ende, como la que atiende y cura las heridas de los que se abrieron el cráneo y se saben muertos en mitad del campo de batalla, planeas entre las grietas del sistema. Es muy duro tener todas las tiradas de arena, sin ninguna cal. Aunque nunca me quedara claro cuál es la buena y cuál la mala, en el refrán. Imagino que a ella le toca la arena siempre, pues se torea sobre arena. Y sus morlacos embistes, de tan hartos como están de sentirse inferiores.

La vida del PT es un deambular constante entre materiales adaptados, entre objetivos capciosos y casposos. Mucha pedagogía para abordar el Nunca Jamás de todos aquellos a los que nadie augura demasiados telediarios. Y, entre tantos, la ves recluida en su torre de marfil, como los personajes de algún relato de Rubén Darío. Como si, en efecto, alguien la recordara, salvo cuando no está. Porque valoramos las cosas, muchas cosas y muchas veces, cuando nos toca adentrarnos de guardia y sin ella. Porque valoramos a los que se llevan a los cafres cuando estos han de regresar a nuestra aula. Eso es duro. Eso pica. Ella, en el ángulo muerto de la lumbre, ¿qué premio recibe?

Querida PT, querida Isabel, te mantengo el nombre por primera vez en más de ciento y pico columnas. Porque este es mi homenaje y mi denuncia contra todos los que hablan sin saber, hacia todos los que no valoran aquello que suena sencillo. Como si lo sencillo fuera fácil acaso. No sé a los niños, doy por hecho que sí. A mí me enseñas muchísimo. Y te necesitamos sana y salva, pronto y entre nosotros. Porque sin ti, y tenlo claro, jamás sabría responder a las preguntas que requieren de una mirada esencial.

Baja o expediente

Aun a riesgo de ser yo el próximo, más tarde o más temprano me caerá, les cuento lo que ocurrió recientemente en el instituto en el que trabajo. (Mamá, no te asustes, casi siempre digo que le pasan a otro las cosas que me pasan a mí, así que en este caso es al revés). “O te das de baja o te expediento”. Pongo una vela a Dios y otra al demonio, que conste, porque no me gustan las verdades absolutas. “O te das de baja o te expediento y te vas fuera para siempre”, le dijo un inspector a una compañera. Lo reitero y lo reafirmo: esas palabras son palabras de inspector.

No me toca a mí valorar qué pudo llevar a la directiva a invocar el consejo de guerra. Tampoco me interesan las intenciones de unos y de otros. Lo que realmente me horripila es que todos los andaluces vamos a pagarle dos mil euros a una persona que no hizo bien su trabajo, mientras que otros estaremos jugándonos la vida en la carretera, en estas carreteras tercermundistas, madrugando y luchando cada día, por tomar café. Lo repito por si se me perdieron con el hipérbaton: le pagaremos dos mil euros por tomar café a una profesora inútil. Y la inspección no resuelve nada, se limita a prolongar el problema y fomenta la picaresca. Y el centro no puede hacer nada, salvo lanzar la pelota bien lejos, a otro año y a otro centro. Y esa compañera volverá y si no está en condiciones de dar clase, por el motivo que sea, o ha descubierto que se está mejor sin hacer nada, como auguro que pasará, volverá a escuchar la misma resolución de alguien: si no vales, date de baja. Y cobra igual, claro. Cobrará dos mil euros por tomar café. ¡Inquietante! Y a mí me da envidia, mentiría si no lo confesara o si dijera que es sana. Me da envidia que sirva lo mismo trabajar que no hacerlo, si lo que subyace no es un problema de salud, sino una pura cuestión de capacidad.

Hay, dentro del profesorado, docentes que jamás aprobaron un solo examen en unas oposiciones. Algunos se apuntaron en una lista en el momento adecuado. Por culpa de somanta panda de inútiles, otros nos vemos manchados y se cuestiona el buen nombre del gremio. ¿Se imaginan cuantísimos millones de euros se tiran a la basura, cada año, subvencionando gandules? ¡Claro que los docentes estamos acomodados! Nuestros contratos son, ni más ni menos, lo que le ocurrió al Betis de Lopera: a perpetuidad y sin ningún plus por incentivos. No creo demasiado en la ley de calidad, que conste, soy agonóstico, pero sí pienso que todas las estructuras vigentes fomentan el inmovilismo. Y ante todo, y sobre todo, me revienta las narices que con mis impuestos se pague el salario de alguien que estudió unos meses y que vivirá de ello toda la vida sin dar un palo (bien) al agua. Es una triste guasa que seamos tan intocables, y se lo dice a alguien a quien le viene de perlas ser intocable.

Admito que pongo una vela a Dios y otra al demonio, cuando solicito más ayuda, más autoridad, mejores condiciones, menos alumnos por clase, y cargo contra nuestro propio bando… ¿Acaso un gran poder no conlleva una gran responsabilidad? Y eso implica que quien haga la trastada, la pague. Y si alguien no resulta válido, no está de más que lo echen. Porque si alguien no enseña a leer a los alumnos, me llegarán salvajes a cuarto. ¿Y quién será el guapo que los titulará, entonces? Admitámoslo, somos un colectivo que vive demasiado bien en algunos sentidos. Y en otros, ¿qué me cuentan?

Este viernes faltaré porque tengo asuntos personales importantes. He preguntado a la directiva si había alguna solución y me han dicho que me vaya al médico. ¡Volvemos con la picaresca! Esa es la solución que se te dan siempre, pues no hay licencias para necesidades básicas. Somos los únicos, o casi los únicos, funcionarios sin días por asuntos propios. ¿Acaso no tenemos una vida propia? Y a ese cargo, por esa cuenta, cualquier situación importante nos lleva al médico a fingir que nos duele un dedo del pie o que anoche estuvimos vomitando profusamente. Y te toca ir, perdiendo la mitad de la mañana que has robado, a mentirle a un facultativo que, la mitad de las veces, te firmará lo que quieras, pues eres de la privada y él también cobrará por cada firma que eche. Conseguir una baja, como bien sabe y recomienda la inspectora, es fácil. Acudir al médico, si tu hija se te casa, lo es mucho más. Por cierto, ¡miren qué gracioso! En el ultimátum de la inspectora no impuso la causa de la baja. ¡Qué suerte que te dejen elegir!

Living Las Vegas

Érase una vez una apuesta maestra que daba clase en un reino muy lejano, llamado Andalucía. Todos los días, en torno a sus faldas alegóricas, se arremolinaban un importante número de mozuelos que acudían a su amparo para aprender Matemáticas. Era muy querida por todos. Sus palabras reverdecían locuaces y frescas. Todas las mañanas derrochaba sonrisas y simpatía. Porque era alcohólica.

Sí, vale. Lo admito: me he pasado un poco. Pero es que estoy alucinando. Un cirujano me confesó, hace unas semanas, que fuma un porro antes de cada operación, pues eso le ayuda a relajarse. Hay cosas que vives mejor sin saberlas. ¿Imaginan a un profesor que da clases borracho? ¿Imaginan a una profesora que lleva una petaca en el bolso y que se esconde en el ascensor del instituto para beber? Dejen de imaginar y créanselo. La realidad siempre supera, con creces, nuestras elucubraciones. He visto cosas que no creerían y que se perderán como lágrimas en la lluvia. O como los restos de orina tras tirar de la cadena. ¿Cuántos puntos (en las oposiciones) te quitan si das positivo en un control de alcoholemia?

En casi todos los centros hay algún profesor que tiene fama de acudir ebrio a clase, o con resaca. Y no es casual. Ocurre, porque pasa. Y pasa porque, lógicamente, somos trabajadores que no hemos de someternos a pruebas de alcoholemia, ni de tóxicos, antes de entrar en el aula. ¡Faltaría más! Pero si a mi jefe de estudios le diera por instalar un medidor en los urinarios, más de uno se llevaría una sorpresa con los resultados que iban a recogerse. Alucino con ciertas conductas, con hasta qué punto los estragos de una mala noche pueden resentir el trabajo de los docentes. Son una minoría, por supuesto. No es este un gremio de personas de vida loca, por lo general. Pero los hay y contra ellos poco puede hacerse. Si sus hijos les dicen que Don Tal huele a días de vino sin rosas, no hacen mal en desconfiar. Es posible, aunque no seguro, que no les mientan.

En cierto pueblo costero, de cuyo nombre no puedo acordarme, pues me expongo a una querella criminal si lo cito, los profesores tenían fama de beodos, por reunirse todos los jueves en el bar de la villa. A la mañana siguiente los veías cruzarse en los pasillos y se miraban sin verse. La fama estaba bien ganada, os lo aseguro. Un compañero, tras una mala noche, accedió a poner una película en el televisor del aula. La escogieron los alumnos. Se apoyó sobre la palma de su mano, sobre la mesa del profesor. No llegó a dar una cabezada, pero cuenta que cuando sus ojos se abrieron del todo, lo primero que vio frente a ellos fue una rubia desnuda sobre un coche. Ni se había parado a pensar que la cinta escogida por los chicos podría no ser adecuada. Tenía resaca y el Red Bull no hace milagros, aunque dé alas.

Estoy de acuerdo en que la vida personal no ha de mezclarse con el trabajo. Nadie ha de fiscalizar las cartas que recibo, ni si mi dieta es rica en sodio. Ahora bien, comprendo que no es prudente que un conductor destroce su tacómetro o que un piloto de aviones haya pasado la noche previa a un vuelo brindando con las azafatas de media Air Comet (para olvidar, con alcohol, las penas, supongo). ¿Quién pone el límite? ¿Cómo se corrobora que un docente está en condiciones de dar una clase? ¿Pasa algo si estás drogado, si has bebido, si la noche anterior la pasaste de parranda? A veces basta con ir al médico y fingir un dolor de estómago, claro, qué les voy a contar que no pueda hacer cualquier otro profesional, pero… ¿Y si acudes al tajo? ¿Hasta qué punto puede ser peligroso encerrar a una persona alcohólica, por ejemplo, con treinta adolescentes? Y las hay, se lo aseguro. No son muchos, pero un borracho por centro siempre cae. O casi siempre.

Alicia en su país (inédita)

“Estamos en la tierra de nadie, pero es mía. Los inocentes son los culpables, dice su señoría. No cuentes qué hay detrás de aquel espejo o no tendrás poder, ni abogados, ni testigos”. Esta frase está sacada de una canción desgarradora. Perdona, Charly, por la herejía. Prometo no desvelar de qué hablabas. Y si alguien quiere saberlo, pese a todo, que investigue. O que tome un avión y le pregunte a las madres de la Plaza de Mayo, pues seguro que ellas tienen la respuesta, aunque nadie se la haya dado.
Siento la comparación. Empiezo fuerte. Vivimos en un país odioso. Estoy cabreado porque los que asumen el poder son los más ineptos. Te acusan de no respetar su trono y de no saben mirar entre líneas: lo que les asusta no es tu osadía, sino el reflejo de su propia estupidez sobre ti. No sé si me entienden: con frecuencia este cortijo nuestro, esta Andalucía nuestra de pandereta, donde los poderosos tienen el culo como pandorgas aunque se definen como rojos, otorga autoridad moral a muchos que no tienen valor ni para oler lo que procede de la roña de su propio ombligo. Nos utilizan, juegan con nosotros, con la gente honesta, y con frecuencia los jóvenes nos vemos sobrevolando la nieve, sin entender qué hay detrás de una redacción dificultosa, de una convocatoria extraña, de oposiciones donde algunos tienen las respuestas subrayadas en lápiz. Y no se dan cuenta de lo que hacen, de lo que dicen, de ese aire ocultista que todo lo impregna. Lo que hace que Andalucía funcione es la inercia. Sin inercia, se caerían hasta los aviones.
¡Maldito socialismo! ¡Maldito modelo! Cada día salgo al ruedo de las clases, de las clases sociales y de las otras, y me la juego por ellos. Yo y muchos como yo. En su nombre. En ese mismo nombre que maldigo, paradoja. Pero ellos llegan, firman, se hacen las fotos, cuentan las noticias, y te hacen creer que no existe nada al otro lado del espejo, que Alicia desapareció sin más. No desapareció, se la quitaron de en medio. La secuestraron y la violaron. Por escribir columnas como esta, por cierto.
Estoy enfadado, lo siento. Cristalicen este cabreo sobre su jefe, pues seguro que se parece al mío. Estoy enfadado porque vivimos en un sistema falocéntrico donde el que llega no es el que más ha trabajado, sino el que tiene más amigos. Hablo de educación y hablo de todo. Hacer las cosas bien, con frecuencia, te lleva a sentirte tonto. No hablo de nada, porque hablo de todo. Hablo de las licencias de obra, de las VPO, hablo de los trabajos asignados en los pueblos, de la ausencia de empresas productoras y de la venta de materias primas, de las subvenciones a las grandes familias. Hablo de que al final, cuando tratas de gritar, cuando intentas cambiar las cosas, darle la vuelta a la tortilla sin huevos del sistema, trabajas por tu sociedad y te esfuerzas… te estrujan entre papeles, inspecciones, formularios y libros de actas. Te extorsionan y tratan de callarte. La esperanza no vende. La libertad para proclamar esperanza, menos.
Tengo más lectores cuando escribo cabreado porque la gente está cabreada y no se da cuenta. La gente quiere protestar y no se atreve: por eso las columnas más bestias son las más celebradas. ¿Y quién tiene la culpa de eso? Yo, no. Porque nadie me escucha. No supongo nada, no creo opinión: no tengo criterio, pues soy un niñato, en manos de un sistema que no entiendo. No hay respuestas y no hay libertad en Andalucía. Ea, ¡ya lo he dicho! Si Larra viviera, celebraría su aniversario con otro disparo. Al fin y al cabo, escribo con seudónimo, como él, porque si no lo hiciera así, ahora mismo vendería hamburguesas en alguna franquicia globalizadora. Y no es plan. Me gusta dar clase. ¿Por qué lo dudan? Amo dar clases. Si no lo amara, hace tiempo que hubiera mandado a más de uno a tomar vientos.
Algún día les hablaré de la libertad de expresión en las administraciones. De momento me contento con decirles que no existe. Anden con cuidado. Este parece un lugar tranquilo y pacífico… No trato de meterles miedo porque yo no tengo miedo. Trato, más bien, de confesarles que no están solos. Andalucía tiene jóvenes que luchan, gente trabajadora, jueces horados, políticos sinceros. El problema es que nadie los ve porque desaparecen, como Alicia, al otro lado del espejo.

Plan de cetro

No sé qué tiene el poder que engancha tanto. No sé qué tiene el poder que engaña tanto. He visto a hombres vender a sus compañeros por un puñado de horas, por un horario tranquilo, por un cargo o un saco de monedas. Siempre se les critica, pero cuando llegan, se convierten en una versión atroz de lo que ellos mismos criticaron antes. Hablo de los cargos directivos y de todos aquellos que los ambicionan. Los que llegan, se manchan las manos, por supuesto. Convierten el instituto en suyo y el “plan de centro” en “plan de cetro”. Si no estáis conmigo, estaréis contra mí. Y la educación, los niños, las ansias por cambiar el mundo… ¿dónde las dejamos?

Me acuerdo de todo esto a colación de la novedad legislativa que se está presentando. La gracia está en que la Junta de Andalucía da más poder a los directores y jefes de estudios (los secretarios casi nunca pintan nada, salvo honrosas excepciones, así que para ellos esto no cuenta demasiado). ¿Aún más poder? A alguien se le olvida que los que acceden a estos puestos situados en la cúspide poseen una oposición, como mucho, igual a la mía. Y no más estudios (como mucho, igual). No es un concurso de méritos. No es una carrera democrática. Es una carrera de obstáculos donde has de sortear las zanjas y montañas de roña que te dejó el antecesor. O sea, es como la política… pero sin elecciones. Todo lo demás, para llegar dentro, es igual. La parte mala, digo. ¿Acaso alguien se cree que llegan a la directiva los más preparados o los que gozan de un mejor proyecto?

Y ahora me cuentan, o nos cuentan, que nos van a fiscalizar desde dentro. Tendrán un mayor poder sobre nuestras licencias, sobre los cargos y jefaturas. Podrán amenazar, convencer y coaccionar. Podrán hacer lo que han hecho siempre muchos (que no se me ofendan los honrados, pues no hablo de ellos), pero con mayor impunidad y contundencia. A la administración les bastará con apretarles las clavijas a ellos y nuestros jefes nos harán lo mismo a nosotros. Yo pensaba, cuando era alumno, que los profesores son seres que transmiten lo que saben, que tienen una autonomía inexpugnable donde nadie se mete (donde nadie te coacciona para cambiar una nota). Pero no. Cada vez menos. Más poder para los que ya tiene más poder de la cuenta. ¿Y quién manda sobre ellos? Nadie me ha explicado cómo se derroca a un mal director… y llevo ya cuatro años buscando la respuesta.

He leído que el consejo escolar pierde transcendencia con esta novedad legislativa. ¿Acaso alguna vez lo tuvo? Llevo ya muchas reuniones y nunca vi nada que fuera más allá del lavado de imagen. Se pinta bonita la realidad y los padres asienten. Y si los padres no asienten, ¿acaso importa? Si algún padre, perteneciente a algún consejo escolar, lee estas palabras, que se plantee si algo de lo que ha dicho o hecho en esa cámara ha servido para algo. Para desahogarse, puede. Para mejorar el funcionamiento del centro, ni mijita. Son los directores y los jefes de estudio los que mandan. Lo cual, que conste, no me parece mal. Pero cuando ya de por sí es injusto el modo de acceso, pues se perpetúan en exceso en el cargo, pues cierta meritocracia barata hace que nadie nuevo pueda acceder con garantías, lo último que me quedaba por oír es que, a partir de ahora vayan a tener un control mayor, a costa del resto de estamentos: sobre los horarios, sobre los recursos, sobre las sustituciones (decidirán cuáles se cubren y cuáles no) y si se ponen hasta de nuestras almas.

Será un “plan de cetro”. Los que trabajan en educación ya sabían todo lo que he contado hoy. Eso sí, el hallazgo expresivo sí me lo apunto. La nueva normativa hace que los centros estén regulados por un “plan de cetro” y ante eso todos deberíamos plantarnos. Yo ordeno. Tú, obedeces. Y si no te gusta, te meto el BOJA por alguno de los ojos. Y aquí mando yo, porque lo digo yo. Porque por algo fui tocado por el divino derecho. Eso sí, que a nadie se le ocurra decir que no hay libertad para expresarse o discrepar. Aquí es siempre todo muy cívico y ético.

San Valentín Sangriento

Cada mañana ve su firma en el parte de faltas de cuarto y siente una punzada próxima al esternón. Se esfuerza por no cruzarla, transitan zonas diferentes del edificio, pero les es imposible, cada dos por tres, no penetrar el uno la paz del otro. Se ven. Se huyen. Se odian. Se amaron tanto… Por de pronto, los alumnos no comprenden por qué la tutora no se lleva nada bien con aquel profesor. Temas del dinero, se dicen. Temas ignotos, imaginan (aunque no conocen el significado de la palabra “ignoto”), se cruzan de hombros. Pero no. Se amaron y mucho. Y ahora, tras tantas decepciones, tras tantas traiciones, tras el vacío que deja el sudor frío del colchón de aquel invierno, les toca el reto de seguir adelante, de trabajar juntos, de compartir un proyecto nuevo.

Sus miradas jamás se cruzarán en los claustros. Cercenan los grupos de trabajo. Los lugares del café han sido diseñados en virtud de un plan que ninguno de los dos ha compartido con el otro, pero que se saben. Cada vez que alguien le dice “dile a la tutora de cuarto”, él lo resuelve con un lacónico mensaje al móvil. Ella utiliza alumnos. Se amaron demasiado, se odian demasiado. Pasan los días y el curso, los concursos de destinos, los pasos del funcionariado errático, que otrora los unió, ha de separarlos. Esperemos y en junio. No ha llegado la sangre al río, pero casi casi. Las lágrimas y los desvelos sí naufragaron. La directiva, creyendo cierto rumor extendido, no les hizo compartir guardias. Tratan de no existir el uno para el otro. Actúan como si todo aquello, aquel pasado curso, aquellos meses y los sueños y noches que compartieron juntos, fueran un borrón al que lograron echar tippex encima. Y a tiempo.

Llegó San Valentín y el Instituto se arrebata de claveles y de rosas, notas y cartas. De todas partes surgen corazones rojos y flechas clavadas. “Que pase cuanto antes”, es su deseo. Porque es difícil asumir que lo tuvieron y todo cuanto se les marchó, como la canción del verano, como todos aquellos cafés en los huecos, los esfuerzos por coincidir en ordenadores próximos, los besos en los departamentos, huyendo de todos, olvidando al marido, que es ahora exmarido, olvidando que cada hora en punto empezaba una nueva función a la que acudían con una sonrisa zurcida sobre la comisura de los labios. El tránsito frenético de los alumnos tenía sentido. Entonces. Todo se veía perfecto en aquel San Valentín en el que ambos eran, mutuamente, el uno para el otro, vórtice frugal de unicornios y desiertos. No había palabras. Por aquel entonces, hace un año, ahora se conmemora su primer aniversario, se miraban y el universo entero echaba a rodar de nuevo.

Los amores imposibles salen mal porque son imposibles. Y sus finales son atroces. En el amor y en la guerra, no se hacen rehenes. Todo instituto tiene mucho de amor y mucho de guerra. Los rehenes, entre ellos, fueron fusilados a traición. Uno a uno. Se hicieron todo el daño posible. Y podían mucho. Hirieron, sangraron, perdieron la fe, se marchitó todo y solo quedó el poso añejo de un café quemado y de los sobres de azúcar que guardaban de estos (con frases que hablaban de ellos). Valiera o no la pena, ya pasó. Y no queda nada. Pasó de largo y aquel amor adolescente, entre adultos, es el eje del mal, un conflicto, un problema para todos. Dentro de un instituto los profesores, cuando se aman, lo hacen de un modo muy adolescente, poco maduro, torpe y oscuro. Todo se mezcla con todo: el medio lo impregna y lo carcome todo.

Hoy se celebra San Valentín. Volverán los ramos de flores, los poemas y las tarjetas. Los alumnos miran a su tutora. Hoy no brilla. No saben ver qué se esconde detrás de su mueca de horror, del vértigo frito de sus labios. “Será que ella nunca se ha enamorado”, se dicen. Pero su alianza de casada, muy gastada y oxidada, se esconde en un cajón del departamento anejo. Y él, en su transitar furibundo por los pasillos de la planta cuarta, dejaría escapar una lágrima de no ser porque se sabe incapaz de poner el freno al resto. Que no comience. Que no comience. Que no regrese de nuevo el dolor.

Somos Esparta

Os prometo que yo quiero contar cosas bonitas. Me gustaría hablar de un sistema educativo en el que los alumnos aprenden, en el que los profesores enseñan, en el que los centros tienen instalaciones y todos nos llevamos bien. No me pagan más si le doy caña al sistema. De hecho, jamás nadie de EL MUNDO me ha pedido que sea crítico o mordaz. Siempre he tenido libertad para escribir lo que he querido, lo que he considerado oportuno en cada momento. Ahora bien, para todos los que somos escépticos, hoy es un gran día. Tenemos datos. Tenemos elementos para el desánimo y para demostrar por qué no creemos en las personas que nos dirigen. Por fin, todos van a creernos y dejaremos de ser como Casandra.
Coincidimos todos en afirmar que nuestros alumnos recibirían una mejor atención con más profesorado, con grupos más pequeños, por tanto. Es una de las pocas cosas en las que todos, no conozco ninguna excepción, estamos de acuerdo. Hace dos años salieron 1200 plazas de profesores de Lengua y Literatura. Solo dos años después, 260. En serio, créanselo: solo habrá 260 nuevos profesores de Lengua Castellana y Literatura en toda Andalucía para el curso próximo. Teniendo en cuenta que la gente se jubila (ya sea a los 65 ó a los 67 años), visto que los profesores no somos inmortales, que cada año se crean nuevos centros y que la oferta educativa se diversifica, ¿me puede explicar alguien cómo se justifica este recorte? No se crean plazas, se destruyen. Luego llegarán los reproches, los lloros, las exigencias de la Administración. Acepto que estamos en crisis, que todos los sectores lo sufren, que no se puede crear funcionario indefinidamente, pero… ¿Acaso nuestra educación puede permitirse que solo haya 225 nuevos profesores de Inglés para toda Andalucía? ¿10 nuevos de Filosofía? ¿100 nuevos de Educación Física?
Me siento robado, honestamente. Ya sabrán que salen plazas cada dos años. Por tanto, y en buena teoría, no habrá una nueva hornada de docentes hasta 2012. Hasta entonces tendremos que tirar para adelante con lo puesto. Me siento como si un equipo de fútbol, que está en puestos de descenso y con varios lesionados, no realiza fichajes en el mercado de invierno. Necesitamos más gente. Necesitamos más profesores. Si queremos verdaderamente que los resultados mejoren, habrá que dejar a un lado tantas presiones por parte de la inspección, tanto márketing patatero, y Zapatero, y meter un poco de carne (humana) en el asador.
Para colmo, no sé si saben que esta convocatoria de oposiciones es la segunda del proceso eufemísticamente llamado “transitoria”. Eso es una forma fina de decir que se pretende que la inmensa mayoría de las plazas vayan a parar a los interinos. Se le quita a uno las ganas de estudiar, si llegas de nuevas. Habrá más de un setenta por ciento menos de plazas en Lengua y, además de eso, las directrices son que las poquitas que han salido vayan a parar a los que ya están aquí trabajando con nosotros. O sea, que no entrará gente nueva. O sea, que los opositores de primer año lo tienen más difícil que nuestro flamante cuarto millonésimo parado para llegar a fin de mes.
No sé explicarlo más sencillo. Así es como valoran la educación de nuestros hijos los que nos gobiernan. Así es como se saca una región adelante. Así se mejoran los resultados y las competencias. Sigan culpándonos y, del mismo modo, mostrando palabras que no se corresponden con la realidad. Dicen que apuestan por la educación, que el futuro son los jóvenes, pero no se contrata a nuevos profesores. Dicen una cosa y hacen otra, como siempre. Dense cuenta. Que nadie se deje engañar por las sonrisas baratas de tamaño hatajo de catetos. Porque hay que ser cateto para derrochar un año 1200 plazas y dos años después cerrar el grifo de esta forma tan mezquina. ¡Catetos! ¡Ineptos! Ni entrenándose lo harían peor. ¡Vaya panda de sinvergüenzas!