miércoles, 4 de agosto de 2010

El capricho

Sostengo que alguien ha decidido que perdamos el mes de julio. Sostengo que de aquí a unos años nuestras vacaciones se quedarán “solo” en el mes de agosto. Un compañero hace años me dijo que este tema es tabú. (Él llevaba veinte años temiendo por sus vacaciones de julio, del mismo modo en que yo tiemblo ahora). En los cuatro años que llevo publicando una columna semanal no recuerdo haberlo abordado, salvo de refilón, por cierto pudor malsano. Es como si a todos nos diera miedo de que se descubriera nuestro secreto, cuando llevamos toda la vida siendo señalados por ello. Es como ocultar un embarazo de ocho meses… De hecho, es más que posible que todo el sector no-docente lea este artículo y espete un “que se jodan” bastante sentido, tras exponeros mi inquietud. No dirán, me temo, un “que se fastidien”. Tampoco un eufemístico “que se chinguen”, ni nada parecido. Me temo que nuestras vacaciones remueven los ánimos más pausados y sacan lo peor de cada casa. ¡De cuánta falta de empatía adolece el mundo!
Por si alguno no lo recuerda, he pasado cinco años en la universidad, he hecho un infumable curso (el CAP, que se parece mucho al nuevo MasterCAP, del que ya hablaré otro día). Después de eso, me expuse a unas oposiciones a las que concurrimos miles de aspirantes para no demasiadas plazas. Aquel día de julio gané un sueldo para toda la vida y dos meses de vacaciones al año. Si el sueldo no fuera el que es, si las vacaciones no fueran las que son, es posible que yo ahora me dedicara a otra cosa. Si te ofrecen unas condiciones laborales no está bonito que te las cambien, luego. ¡Digo yo! Los funcionarios, aunque nos rebajen el sueldo un cinco por ciento, también tenemos sentimientos. Las universidades están abiertas y las oposiciones, también. Al que le gusten nuestras condiciones… está abierto a presentarse. ¡Eso es más productivo que quejarse y patalear como niños pequeños! Si te duele un ojo, la solución a tu problema no está en meterle un dedo por el ídem a la persona que está junto a ti.
Yo envidio profundamente al maquillador del “Sé lo que hicisteis”. Su trabajo tiene muchas ventajas, igual que el mío. Pero no deja de ser un privilegiado, dentro de un colectivo que pasa miles de horas de pie. El trabajo que me concede dos meses de vacaciones es el mismo que puede hacer que cualquier día un adolescente me parta la cara. Es el mismo trabajo que solo es superado en bajas por depresión por los funcionarios de prisiones. Todo el mundo señala que admira mis vacaciones, pero luego me dicen que “no serían capaces de aguantar a los niños”. No se entiende lo uno sin lo otro, pues ambas dimensiones van de la mano. Los trabajos no se parcelan: no se elige lo bueno de uno y lo mejor de otro. Son compartimentos estancos. Aquel que quiera dos meses de vacaciones estará expuesto a vivir a quinientos kilómetros de la dirección de su DNI, por ejemplo, como a mí me pasa. Si compensa o no, ya es cosa de cada uno. Lo que tengo claro es que la envidia es muy mala y que solo es superada, como lacra humana, por la estupidez.
No vivimos tan bien. No somos privilegiados: estamos dentro de los funcionarios tipo A que menos cobramos. Que tengamos dos meses de vacaciones, julio y agosto, no es un capricho. Cuando llegan las vacaciones muchos papás y mamás se agobian porque no saben qué hacer con sus nenes tantas horas. Nosotros los tenemos nueve meses y, para más inri, no tenemos a dos o a tres. Tenemos cientos de hijos. (Y no nos toca llevarlos al cine, sino enseñarles Matemáticas). Hijos que nos cuentan sus problemas, inquietudes, que nos buscan, nos encuentran, nos hieren y nos aman. Lo he contado miles de veces: este no es un trabajo normal, es emocionalmente muy fuerte. ¡Por eso tenemos tantas vacaciones! Está la opción de pasar de todo, de ser un funcionario de la tiza, ¡claro!, pero si verdaderamente hemos de formar seres humanos, el primer paso ha de ser no perdernos a nosotros mismos. Solo el que lo vive sabe hasta qué punto podemos llegar quemados a junio.