lunes, 24 de diciembre de 2007

El silencio de Lucas Cordero

Es otoño. Caen las hojas de los árboles sobre la baranda y por la ventana parece filtrarse una estela violeta de viento, una serenata ocre, una esquirla puntiaguda que aflora tras el balanceo de los barrenderos, del murmullo quedo que insufla la calle. Mientras el pueblo se adormece y parece calibrar su propio letargo, Lucas se apoya sobre el pupitre y deja caer su cabeza sobre la terca madera que proyecta su sombra contra la pared. Es primera hora. Casi todos albergan dormido el espíritu, sin temple aún para mucha farándula, sin mirada en la mirada, con el frío estancado sobre las sienes. A las ocho y media de la mañana nadie reconcome cosas profundas.


Gilberto López imparte plástica. Pidió a sus alumnos que se trajeran papel de estraza para elaborar una composición. El profesor explica. Habla muy despacio porque sabe que sus pupilos están dormidos y que no es conveniente despertarlos todavía (la mañana será larga). Asesta cada palabra de aquella clase con cuidado, con delicadeza, moldeando el temple y el tempo. Les explica que han de dibujar con ceras blandas en cuatro colores. En la imagen debe aparecer “una figura humana en una habitación conocida”. Lo demás lo deja a libre elección de los alumnos.


Se escucha un pequeño murmullo. Nada serio, es temprano. Jorge Leal, un alumno de sobresaliente, pregunta si los colores pueden ser cualesquiera. Gilberto responde que sí, pero que es interesante que pertenezcan a la misma escala cromática. Natacha pregunta si puede dibujar a alguna persona de las que están en la clase. El profesor responde que sí, pero que ha de comentarle antes qué pretende hacer porque no quiere que se le falte el respeto a nadie. Natacha se pone colorada porque pretendía dibujar a Gilberto en la habitación de ella… y le da vergüenza decírselo a él, directamente. Natacha está, de forma platónica (claro está), enamorada de su profesor. Gilberto lo sabe, esas cosas siempre se saben, y de hecho lo utiliza para captar la atención de su alumna, de forma especial. “Una alumna enamorada estudia más que una alumna que no lo está”, le contó hace dos noches Gilberto a su novio, mientras cenaban en un restaurante chino.


La amiga de Natacha, una chica llamada Ruth, hace la pregunta por ella: “¿Y podemos dibujar a un profesor?”, y Gilberto dice que sí, pero les pide también que no sean crueles. Gilberto se ríe. En sus seis años de profesión cree haberlo visto todo. Sin embargo, en una esquina, sepultado por un enorme chaquetón rojo, Lucas Cordero acaba de tener una idea. Sale del letargo y toma los colores. Lucas Cordero no pregunta, porque Lucas Cordero nunca pregunta. Es un chico retraído, su piel es pálida, tiene la mirada profunda. Algunos profesores comentan que es “como si te viera desnudo”. Sonríe. Media sonrisa. Toma el color rojo y el negro. Los agita con agria vehemencia sobre el papel de estraza. Con un trapo acaricia la cera blanda y la extiende a lo largo y ancho de toda la composición. Más rojo. Más rojo. Sigue dibujando y el mundo parece evaporarse. Allá a lo lejos, sale el sol. Comenzó la clase siendo de noche todavía. Ha amanecido y en lontananza se inmiscuye en el pueblo un amanecer de tonalidad naranja clarito (¿qué ceras hay que mezclar para obtenerlo?).


Gilberto felicita a Natacha. Definitivamente lo ha dibujado más guapo de lo que es (¡al novio de Gilberto le encantará ese dibujo!, seguro que lo cuelga en su despacho). Ruth dibujó a una niña china dándole la mano a una niña árabe, que lleva un pañuelo sobre la cabeza (lo ha copiado del libro de Educación para la Ciudadanía). Gilberto la felicita para que Ruth no sienta celos de Natacha, pero Gilberto sabe también que Ruth no se ganará la vida dibujando. “Montmartre está lleno de pintores con menos talento que tú”, suele decirle. Pero sabe que miente.


A punto de tocar la campana, Gilberto le pide a Lucas Cordero su creación. Queda pasmado, se horroriza. Sobre el papel se observa con claridad la figura de un hombre degollado. La sangre chorrea prominentemente. El hombre degollado permanece de rodillas, con las manos juntas, suplicando clemencia, despojado ya de su cabeza. El captor posee una sonrisa enorme, que traspasa su rostro. Con un hacha ha segado el cuello de su presa. A decir verdad, Gilberto no se atreve a preguntarlo, pero todo parece indicar que el fondo reproduce el despacho del Director del Centro. Y el hombre sin cabeza es ni más ni menos que el Director.


¿Y ahora qué?

Querido Reyes Magos

Queridos Reyes Magos:


Soy consciente de que es un poco pronto para enviaros esta carta. Sin embargo, mañana me acercaré a Correos y la franquearé porque este pueblo del litoral almeriense está muy alejado del verdadero Oriente y porque las comunicaciones (sobre todo por carretera, por tren ni hablamos) son algo defectuosas y poco afectuosas, así que será mejor que vayamos bien de tiempo (vosotros sois magos, pero los carteros no tanto). Ni que decir tiene que he sido muy bueno a lo largo del año. Me he portado bien… aunque creo que voy a suspender bastante. Pero no es culpa mía, ¡que conste! Es más bien que me tienen manía. Hay profesores muy malos, muy crueles, que ponen muchos deberes y que suspenden a los alumnos porque les da la gana… pero yo no soy uno de ellos.


¿Qué pido? ¿Qué pido? ¡Uf! ¡Qué presión! ¡Son muchas cosas! Yo pido todo lo que se me ocurra y vosotros veis qué se puede hacer. En primer lugar deseo un instituto que no esté lejos de todo. Estoy un poco harto del turismo rural. Admiro a los habitantes de las Alpujarras, pero no me gustaría ir para allá, sino regresar a mi tierra: ¿sería posible que se liberalizaran las permutas? Es que es un poco duro estar a trescientos kilómetros de casa (y trabajar con cafres) y me consta que hay muchos profesores que tienen que pasar por el exilio, no solo yo. En segundo lugar, me gustaría tener algún grupo de Bachillerato porque se me empieza a olvidar lo mucho que amo esta profesión y lo que me gustaba que me hicieran caso (sé que Bachillerato no es como cuando yo estudié COU, pero algo es algo). También me gustaría tener en mi aula solo a inmigrantes que hablen mi idioma y, sobre todo, que estos no estén en grupos con más treinta alumnos. De hecho, me gustaría contar con grupos un poco más reducidos siempre. Más que nada porque los alumnos de ahora no son como los de antes y veinte ya parecen demasiados… salvo que estén dormidos o drogados (ambas cosas ocurren a veces).


Quiero material informático en el Centro, porque se habla de un ordenador por cada dos alumnos, pero creo que se os acabó el cargamento antes de llegar a Almería. También os pido un guardiacivil en la entrada y en la salida, que vigile la valla a través de la cual le venden droga a los alumnos en el recreo (así de paso evita las peleas y las agresiones en la calle). Me gustaría también un aparcamiento dentro del Instituto, para que no nos pinchen las ruedas ni nos rallen la pintura. Si es posible, desearía días de asuntos propios, como el resto de funcionarios. Pero prefiero en vez de eso una alternativa digna para todos aquellos alumnos que con catorce años decidan no seguir estudiando (que dedican dos años a calentar el asiento, haciendo el mayor daño posible, porque no hay otra cosa para ellos). ¡Ah, ya! ¡Quiero pastillas Juanola! Una caja XXL para la garganta, porque mandar a callar te deja las cuerdas vocales un tanto mermadas. De todas formas, lo que más me gustaría de todo sería un poco de más autoridad: que los alumnos vuelvan a hacernos más caso, que los padres nos respeten un poquito más, que no agredan a ningún otro compañero más, que no vivamos tan al límite. No quiero escuchar tantos insultos al cabo del día, ni recibir pintadas en las paredes del centro, me gustaría que volviera la tarima, que nos hablen de usted. Quiero estar por encima. Me gustaría que ser profesor volviera a significar algo. Me gustaría que nuestro trabajo estuviera un poco mejor valorado por la sociedad: dejar de ser asistente social o educador social, explicar mi asignatura y educar a los alumnos que verdaderamente quieran ser educados. ¿Sería posible pedir padres que colaboren más? ¿Sería posible que los chicos vinieran educados ya de casa o que trajeran de serie un dispositivo para sentarse y callarse cuando entra el profesor? Y, sobre todo, y ante todo, esta carta es para pediros… ¡que le traigáis carbón a los alumnos a los que se lo hemos suspendido todo! El cargamento de motos es un poco excesivo, el año pasado os pasasteis con las motos. Si yo los suspendo y vosotros les traéis una moto, ¿con qué cara miro al alumno de turno en enero cuando le diga que yo voy a volver a suspenderlo… y él me responda que “le da igual”?


Gracias. Gracias. Gracias. Nunca me habéis fallado. ¡Haced lo que podáis, también esta vez! Y de paso aprovecho para desearos una feliz Navidad para vosotros tres, para vuestros camellos y para todos los que creen en vosotros. Oye, por cierto, ¿eso de los “camellos” va con segundas? Es que trabajo en un instituto y, por ello, me he acostumbrado a pensar mal siempre.


Prof. Cuyami

jueves, 6 de diciembre de 2007

¿Diagnósticos o autopsias?

Tomo EL MUNDO [página cuarta, carta al Director firmada por Don Agustín Pérez Morán, profesor de Lengua y Delegado de la Asociación de Profesores de Instituto. Viernes 30 de noviembre de 2007]. Le pido disculpas, Don Agustín. No puedo abordar este tema mejor de lo que usted lo ha hecho. Sin embargo, y como no podía ser de otro modo, sí puedo aportarle una dosis cruel y mayor de mala uva a sus argumentos. Marca de la casa.

Si han estado listos los señores lectores supondrán a estas alturas que quien les escribe es profesor de Lengua y Literatura (eso sí, dentro de dos o tres semanas lo negaré todo, en otra columna). Hace cosa de un mes entró la directora de mi centro en el despacho departamental y nos contó que “iban a” realizarse por segundo año las pruebas de diagnóstico. Id est: un examen que se aplica a todos los alumnos de tercero de ESO para medir las destrezas (en Lengua y Matemáticas) que estos tienen tras finalizar el primer ciclo de ESO. Estas pruebas son una patraña, a pesar de que se revisten de cierta sofisticación malsana: supuestamente son anónimas, pero nos entregan a los correctores la equivalencia de códigos y de nombres de los estudiantes; se pide a todos los centros de Andalucía que se comience a la vez, aunque no hay nadie “externo” que presencie esto, y se les entregan toneladas de papel timbrado a los chicos, para que se asusten y piensen que no están perdiendo su tiempo. El objetivo, a toda costa, es demostrar que nuestros alumnos tienen un nivel académico general genial. Por lo tanto, se les presentan unas preguntas lastimosas, a su altura: el año pasado la prueba estrella estaba basada en una canción de Andy y Lucas (en lugar de textos clásicos, pues estos están pasados de moda) y este año les pidieron a los alumnos que definieran: “pringao”, “tío” y “tron”, para medir con ello sus competencias lingüísticas. ¡Canela fina! Es solo un ejemplo.

Todos los datos que salen en los medios de comunicación (de izquierda) sobre la calidad de nuestra enseñanza, toda la propaganda, todos los proyectos, todo está basado en las 1770 notas que cada profesor de Lengua ha de poner por cada grupo de alumnos (sí, sé que parece una locura ponerle tantas notas a tan solo 30 exámenes, pero loco te vuelves tú cuando terminas de corregir todo eso). Son miles de códigos que, tras tres o cuatro horas, te parecen todos iguales de absurdos. Para colmo, no nos pagan un plus por corregir esas pruebas, a pesar de que se pierde una semana entera en dicho trabajo y a pesar de que los demás profesores, de otras áreas, no tienen que corregirlas (es un agravio comparativo que quedó segundo en el campeonato mundial de agravios comparativos).

Paso a glosar un ejemplo. Se plantea un texto a los alumnos sobre las personas con minusvalías físicas. Se les pide que opinen al respecto. Nosotros, los profesores, hemos de poner siete notas sobre lo que cada alumno ha respondido. Evaluamos por separado: la coherencia, la cohesión, la riqueza semántica, la corrección normativa, la caligrafía, la presentación, la fluidez en las ideas… ¡así hasta siete notas para una sola redacción! Llega el momento de leer lo que el alumno ha escrito: “Po a mí me parece bien.” Remarco el punto final porque es sobrecogedor: ahí queda eso. Y al “eso” hay que ponerle siete notas (más notas que palabras ha escrito el alumno). Y no hablo de un caso aislado. Casi ninguno redacta con fluidez más de diez o doce líneas… y nosotros tenemos que exprimirnos la sesera para calibrar eso en términos psicopedagógicos, de tal manera que nuestro centro salga bien parado, de tal manera que mejoremos las calificaciones del año precedente para no ser castigados por la Junta.

Lean la carta al director publicada por Agustín. No sé y no puedo mejorarla. Las pruebas de diagnóstico son una patraña. No es pesimismo, ni melancolía, sino espíritu crítico: el sistema no funciona. Lo único que demuestran esas pruebas, lo único que se vuelve a poner de manifiesto, es que la única solución que tiene el sistema educativo es retroceder diez años y comenzar de nuevo. ¿Por qué no volvemos al BUP? ¿Por qué no llevamos el primer ciclo de la ESO a los Colegios para que los maestros hagan con ellos lo que muchos licenciados no hemos sido capaces de hacer (me incluyo)? Hay que volver atrás, tirarlo todo. Regresar al sistema antiguo, olvidarnos de todo esto. El día que entró en vigor la LOGSE fue el comienzo del fin. No todo está perdido… se puede rectificar volviendo atrás, si reconocemos que hemos estado perdiendo el tiempo. Mi consejo: no se crean las estadísticas. Jamás se las crean. En dos años no he leído ni una sola estadística oficial sobre la educación secundaria que refleje lo que está pasando realmente. Estamos generando analfabetos funcionales. Es culpa de todos (y ahí me incluyo: le pongo entusiasmo, pero no sé hacerlo mejor). ¿Cómo de mal han de hacer las pruebas de diagnóstico los chavales para que se den cuenta los que mandan, de una vez por todas, de que llevamos diez años metiendo la pata?

Prof. Cuyami