domingo, 3 de enero de 2010

Sangre en las rodillas

Marina se levanta de la cama, pero está triste. Tiene la mirada ida y ha confundido por tres veces su orden de entrada en los zapatos. Marina se levanta de la cama, pero su mente sigue dentro. Sigue dentro de la clase, con los insultos clavados entre su piel y las escamas. Sigue dentro de la cama, pues sabe bien que no le toca levantarse, que mejor haría quedándose dentro del edredón. Se sabe débil, incapaz de ponerle freno a la fuerza que la ha derrotado, que la tiró del caballo, sin ofrecerle a cambio certeza alguna. Marina tiene sed, pero su mano tiembla alrededor del vaso. Se siente pequeña y las imágenes no cesan, pues su cabeza se ha convertido en una batidora, de un tiempo a esta parte. Por eso tiene miedo. Porque se sabe incapaz de confesar su secreto a nadie. La aterra hablar con sus padres, con los profesores, con todas esas personas que dicen que podrán ayudarla. ¿Quién la librará de las palizas posteriores, si se chiva? ¿Quién la escoltará cuando quiera salir por la noche? No tiene arreglo. Los profesores entrarán, sacarán de clase a los culpables… ¿y luego qué? El patio de recreo es pequeño, pero el barrio no es mucho mayor. La encontrarán. Saben dónde vive. ¿Y qué va después de eso? ¿Qué sucede después de la expulsión del centro de los estudiantes que la están acosando?

Marina desayuna. Su madre escucha la radio y de repente la reprende por tener una actitud sumisa, por su falta de brío. Marina ya no estudia, se encierra en su cuarto y escribe cartas deprimentes que nadie leerá jamás. A veces le da por pensar que si sus notas fueran las correctas, su madre no tendría nada que reprocharle. Tal vez por ello toma un cuaderno y se dedica a estudiar unos minutos, embebida y sabedora de que no necesita mucho más para aprobar la asignatura. Sin embargo, la molesta la actitud condescendiente de su madre. La ha reprendido y se ha puesto a estudiar. Marina siente que su madre siente orgullo por haber sido capaz de solucionar el problema con solo unas palabras. ¿Por qué su madre no comprende que ya no hablan el mismo idioma? ¿Cómo es capaz de sentirse bien, si tiene junto a sí a su hija, y esta está sufriendo?

En la esquina superior derecha, con una caligrafía desaliñada, alguien le ha escrito que la quiere matar. Cierra de golpe el cuaderno, consciente de que su madre no debe constatar lo que está ocurriendo. Pero… ¿no eran las madres capaces de saberlo todo sin necesidad de escuchar las palabras exactas? Antes, cuando fue niña, era su certeza. Su madre solía peinarla, hacerle dos coletas, y sonsacaba de ella cada palabra y opinión sobre todos los chicos que a ella le gustaban. De pronto, un día, a su madre se le fundió la inspiración. O eso parece. Marina aún recuerda aquella vez que llegó a casa con las rodillas ensangrentadas. Le dijo a su madre que había estado jugando en el descampado y ella se lo creyó. ¿Cómo es posible que una chica de quince años siga jugando en un descampado? ¿Acaso su madre se ha vuelto ingenua de pronto? Los chicos, de esa edad, van al descampado para otras cuestiones muy diferentes. Por tanto, su madre no tenía derecho a creerla. Marina se sentía muy decepcionada porque su madre, el día que llegó con las rodillas ensangrentadas, debió interrogarla, debió arrancarle toda la verdad a jirones, debió abrazarla con la certeza y la ternura, para ambas, de que todos los problemas tienen solución.

Mientras se pone el sujetador, se pregunta cómo disimulará los moratones en verano. Tal vez, piensa, aquello no dure tanto tiempo. Estamos en diciembre. Pronto llegarán los Reyes Magos y sabe de sobra cuál será su único deseo para la campanada última. Tal vez los insultos cesen de pronto, igual que comenzaron de pronto. La última paliza, la última amenaza… llegará pronto. Al fin y al cabo, ya no da motivos para recibirlas. Se ata los zapatos, toma la mochila y la deposita sobre el hombro que no le duele. ¿Cuánto tiempo podrá seguir fingiendo? ¿Por qué nadie se fija en ella el tiempo suficiente como para descubrir que tiene un problema? Y se plantea, cómo no, mientras contempla el termómetro y se coloca el gorro, dónde van a parar los cisnes del parque cuando se hiela su estanque. Y se siente incomprendida y sola, como el guardián del centeno, durante los meses que no son de cosecha. Se siente incapaz, dentro de su universo retraído, de compartir con los demás nada de lo que verdaderamente siente.