viernes, 21 de noviembre de 2008

Conversación, poco sueño y muchos sueños. [Inédito]

"Soy maestra y doy clase en la ESO por lo que mi horario está lleno de Cármenes y de Juanes.

Intento enseñarles inglés mientras que ellos y ellas me enseñan a mí a ser más persona. A veces también hago mis pinitos y me pongo a intentar enseñarles valores, cosa mucho más difícil, por cierto.

Coincido contigo en que les cojo cariño. Llevo ya 20 años cogiéndoles cariño y no puedo evitarlo.

En esta semana me han acusado de dos cosas: en la primera unos compañeros/os con plaza definitiva en el centro me han acusado de poner mucha energía en el centro para ganar méritos y así poder mantener la comisión de servicios que me mantiene más cerca de mi casa. Otro compañero me ha confesado que él cree que yo me “superimplico” porque lo necesito.

Arrastro estas dos acusaciones con algo de dolor. La orientadora me ha dicho que no me preocupe que lo estoy haciendo bien. No me ha convencido. Yo creo que me ha aplicado la teoría del refuerzo positivo y a pesar de que a ella también la quiero mucho, tengo mis dudas.

Cuando el lunes vuelva a encontrarme con la Carmen o con el Juan tendré que estar convencida de algo. ¿Puedes ayudarme, profesor Cuyami? Por favor."


No. No puedo ayudarte. Esta es la primera vez que escribo un texto ex profeso para este blog. Jamás lo hice, porque jamás nadie me pidió que lo hiciera. No puedo ayudarte porque esta profesión no tiene certezas, porque nos guía la fe, una lumbre en mitad de una oscuridad demoledora. Y sin embargo... la luz la portamos nosotros. El día que pierdas el "vértigo creativo" estaremos perdidos. Plenamente. Quema tanto, duele tanto, porque es importante... Si te arriesgas a sentirte profesor, estás condenado a una incadescencia perenne, duele la sed. No puedo ayudarte, no puedes escapar de ti misma: sufres por amor. Esa espina, esa ira, la rabia de sentir la obra inacabada... eso se llama amor. AMOR con mayúsculas. Eso no tiene cura.

Esta mañana organizamos en el centro un casting para un grupo de teatro. Colocamos en la puerta del departamento un folio que ponía "el casting será hoy. Espere su turno". Tres profesores se colocaron en una mesa amplia. Dispusimos en tres pequeñas cartulinas los nombres de estos. Hacían cola en el pasillo y repasaban una hoja con un monólogo que debían declamar. En prepararlo todo tardamos diez minutos. Todos los chicos serán admitidos. Y sin embargo... surgió la magia. Con tres cartulinas y un folio creamos poesía, magia, literatura: cambiamos la vida de gente sencilla, que toda la vida recordarán una espera de diez minutos en un pasillo para llegar a ser actores. No tiene importancia, y la tiene. Esa es la magia de esto: crear magia, con cuatro detalles, hacer un destello, dotar de magia las vidas de los demás. Hacer, repartir, sembrar de esperanza este mundo tan jodido. Por una sonrisa, de rodillas, de cara al peligro. Sin miedo a nada, por tenerle miedo a todo.

Bla, bla, bla. No sé explicarlo. He dormido quince horas en cuatro días por trabajar demasiado. Eso sí, me pillas hoy entusiasmado porque he dormido quince horas en cuatro días por trabajar demasiado. Cuando sale todo mal, es una putada. Lo admito. ¡He perdido tantas veces! No puedo ayudarte, pero sí puedo pedirte que recuerdes las estrellas que has sembrado a lo largo de tu trayectoria profesional: ellas te alumbrarán dentro de esta oscuridad desoladora, y si las recuerdas con toda tu fuerza, estoy seguro de que comenzarás a llorar antes de terminar de leer estas palabras. Por ellos y por amor. Tus alumnos, los hijos de estos, tu fuerza y tu voz son ya inmortales, resuenan y resonarán siempre.

Cuelga este texto en tu taquilla. Repásalo de vez en cuando. Recibe mi sonrisa.

"Gracias, profesor Cuyami, por tu respuesta. Cada viernes necesito ese empujoncito que me avive la sonrisa para el siguiente lunes. Comparto tus palabras, me apoyo en ellas y en otras muchas que así llego más lejos.

Tu artículo del otro día, tus comentarios de la Carmen, me parecían incompletos. La Carmen tira la mesa y saca pecho, ¿Y qué? ¿Cómo sigue la historia? ¿Como siempre represión, represión, represión o hay más?

Les hay que dicen: “Yo quiero para mis hijos e hijas un centro limpio de Cármenes, que retrasan el aprendizaje del resto y yo deseo un futuro brillante para los míos”. No saben lo que se pierden. Claro, en pequeñas dosis. Lo malo es cuando el centro concertado, ese muy alto y muy grande que está cerca del mío, recomienda a todo alumnado algo esquivo que busque en la pública el apoyo psicológico que necesita. Y vienen una, dos, tres personas ... con fracaso escolar, inadaptación, conductas disruptivas, trastornos de no sé qué y de no se cuántos.

Yo necesitaba que tú me confirmaras que gente como tu Carmen y mi Juan, con todo lo que llevan a cuestas, vienen al instituto con la esperanza y el deseo interior (probablemente desconocido incluso para ellos y ellas) de que alguien les mire a los ojos sin rencor, sin resentimiento. Vienen al insituto pero sin cruzar del todo la barrera; ellos tampoco quieren que se las sigan dando “de frente”. Por precaución incordian, desconfían, agreden antes de ser agredidos, retan ... Es su modo de ser personas supervivientes. Probablemente un día descubrieron que tenían el corazón demasiado blandito y decidieron reforzarlo con doble chapa."

miércoles, 19 de noviembre de 2008

La Carmen y la lluvia

Esta es la historia de una frase: “si hago eso, ellos ganan”. Para comprender qué hay detrás de esa afirmación he de dar un pequeño rodeo y comenzar por el principio. Os pido disculpas y una pausa. Pensad.


La Carmen tiene los ojos surcados por el maquillaje siempre; se pinta de guerra con una línea gruesa y negra. Posee una cadena que nunca se quita. Colecciona oros. Los bastos, los reparte su padre cuando bebe más de una copa. Algún corazón ha roto ya con su espada: una palabra aguda, unas reacciones bruscas, un tono de voz marcado y pausado, que dilata cualquier pausa, que crispa, tensa y anima. Ella es las circunstancias. Dijo Ortega que todos somos “nosotros mismos y nuestras circunstancias”. Ella es circunstancia para todos. Cuando quiere, no hay clase. Patalea, grita, arremete contra los que la insultan y devuelve salivazos a cambio de una mala mirada. Cuentan que se dice que la leyenda narra que posee una navaja y que no teme sacarla. La temo y la adoro. Admito que me gusta que sus fines de semana duren cuatro días. Llegan las ocho y media de la mañana de un martes y, con frecuencia, no se toma ni siquiera la molestia de entrar en el aula. “¿Para qué? Si el profesor me va a echar de todas formas, aprovecho y así gano tiempo”. Se va directamente a la sala de expulsados, toma un cuaderno y pinta escaleras y botas de tacón alto. Jamás sus boas devoran elefantes.


Un buen día tomó su mochila y la arrojó sobre el escritorio del Jefe de Estudios. “¡Yo me voy de aquí! ¡Me tienen manía!”. Conste que es cierto. El Jefe lo sabe y yo también. La miró, por tanto, y le preguntó sus motivos. “Los profesores me odian, los compañeros me desprecian… ¡y aquí no me habéis enseñado ni a leer! ¡Esto es una mierda de instituto porque no sé sumar, ni restar, ni multiplicar! ¡No he aprendido nada, joder!”. Permítaseme las palabras malsonantes. Reproduzco y cito, no narro: no quiero darle cierto toque de Casa de la Pradera, porque no lo hay por ninguna parte. Imaginen el gesto. ¿Qué respondes? Cinismo, lo justo. ¡Deseamos que se vaya! ¡Cómo no! Somos trabajadores. ¿Qué limpiador desea vivir perennemente un primero de enero? A veces el camino fácil no es tan malo.


Charlamos. Con la base que tiene, no la aceptarán en el instituto más cercano sin un motivo serio. En efecto, no le hemos enseñado a leer ni a escribir y para que migre antes debe aprender lo básico. La orientadora se sienta con nosotros. Toma una hoja de papel. Yo tomo café. Consejo de guerra. Penamos que sería bueno que durante cuatro meses la dotemos de ciertos mecanismos básicos: algo de aritmética, mucho dictado, reglas de conducta, pensamiento lógico… “La lluvia en Sevilla es una pura maravilla”, y tendremos una doncella, una princesita capaz de engañar a cualquiera. Nos reímos de mi ocurrencia, pero admito que no tiene ni pajolera gracia. Estamos tensos porque de tanto que nos hemos peleado con ella, y contra ella, le tenemos bastante aprecio a la Carmen.


Como tutor, me toca acercarme. La saco de clase. Empuja la mesa antes de salir. Cae. Los demás ríen. Se convulsiona el mundo en un segundo y el profesor que trataba de explicar, maldice mi gracia: le he formado un motín. Parece decirme con la mirada que no la devuelva al aula antes de que toque la campana. La siento en mi despacho. Le cuento el plan. Específico. Le digo que podrá irse, que aprenderá algo antes y que tendrá un profesor para ella sola. Todos tendremos lo que queremos, claro. Y ella lo sabe. Afila sus uñas sobre mi escritorio y me cala como lluvia de noviembre (que ni siquiera en Sevilla es maravillosa, aunque eso no se lo explicaran a My fair lady). “Si lo hago, ellos ganan”. “No aceptaré, aunque me convenga. De mí se espera otra cosa. Mis compañeros esperan otra cosa de la Carmen y no puedo traicionarlos. Si me rindo, los profesores ganan. Y no se lo merecen. No me habéis tratado bien”.

martes, 11 de noviembre de 2008

Pecés y pelis de terror

Como legisladores no se ganan la vida, pero escogiendo nombres tronchantes sí son unos fenómenos. No me parece casual que llamaran “eso” al sistema educativo más amorfo de la historia y, por tanto, no puede ser fortuito tampoco que los institutos con ordenadores en sus aulas sean un “tic” de nuestros fabulosos librepensadores que de tanto dejar fluir el flujo incontrolable de sus conciencias, varan más allá de los cerros de Úbeda. De allí, precisamente, es una amiga que me cuenta que su centro, de Primaria, continúa con las mesas listas para que se coloquen los ordenadores y que Sus Majestades no se apresuran a realizar la entrega que llevan dos años aguardando. Dicho lo cual, y tras entrelazar una encuesta con esta idea previa, descubro que casi siempre, en la primaria, el ordenador es un juego, solo eso. Si realizan bien los deberes, se les conceden diez minutos de ciber asueto (en días previos a las notas, cuatro horas). Una constante es. En ciertos cursos de cuarto de ESO, muchos compañeros siguen tomando los ordenadores para el mismo fin: no tienen una finalidad educativa, porque eso requiere de una preparación previa que nadie hace, son un premio o, meramente, una distracción para que el ganado no moleste, mientras ellos corrigen exámenes.

Vayamos por partes. Los centros TIC son institutos modernísimos que, siguiendo los pasos de la Bauhaus, son concebidos de manera inteligente, con ordenadores en todas sus aulas y un montón de cartelitos que indican que lo son. El objetivo era que los chicos fueran suprimiendo poco a poco los cuadernos por pecés (?), pero solo se ha conseguido aficionarlos al buscaminas y a los dos o tres jueguecitos tontos de Guadalinex. Por desgracia, en vez de computadoras instalaron tartanas que estaban obsoletas desde antes de echar a rodar. Por desgracia, poco a poco se fue agotando el crédito (de los buenos propósitos) y pasó a llamarse “tic” a institutos que solo tenían unas cuantas clases con ordenadores (o sea, todo guizque) y no los que tenían ordenadores en todas las clases. Esos centros de segunda generación también tienen en la puerta muchos cartelitos en los que se explicita que son TIC… pero no tienen tantos ordenadores como cartelitos, desgraciadamente. No obstante, casi que lo prefiero. El ordenador sobre el que escribo pierde valor por momentos. ¿Se imaginan en qué se convierte un instituto con ciento treinta ordenadores, tras cinco años? Hablamos de un cementerio informático donde ni los elefantes osan echar su siestecita final. Los monitores de las clases parecen ya la imagen mental que tengo de la tele de la casa de mi abuela. Para colmo, a los teclados les han intercambiado las letras entre sí y el otro día vi uno que, por primera vez en la historia, seguía riguroso orden alfabético, gracias al chico que dedicó una guardia entera a quitar las chapitas de las teclas y disponerlas como le vino en gana.

Sin embargo, lo peor sigue siendo la imposibilidad de mover las mesas. Sin parangón es el engorro de ver a los chicos escribiendo en un ladito de la mesa porque el monitor de la reconstrucción mental de la casa de mi abuela les robó el resto del espacio, no ofreciéndoles ninguna contraprestación a cambio. Bueno, vale: especifico. ¡No todo es tan inútil! Los centros TIC sí resultan muy beneficiosos para los que asumen el cargo de “coordinador de”. En pago a estos servicios se les entregan cinco horas sin dar clases, a la semana, cinco horas de reducción que a don Pedro le vinieron genial para ligarse a la administrativa del centro. En su misión, y no hablo de seducciones sino de trabajo, se contentó con ir contando el número de bajas y hacer una estadística sobre qué curso escacharraba más ratones (el mayor punto débil de esos robustos mamotretos que parecen sacados de la Alemania de la postguerra son los ratones: los alumnos deberían trabajar en alguna empresa de fumigación). Solo esa estadística hizo. Don Pedro nunca me aportó el dato que siempre quise saber. Intuyo, pero no lo tengo confirmado, que poseemos el récord de horas consecutivas sin que ningún profesor emplee los ordenadores como herramienta de trabajo. No me extraña. Dan cursos de dos tardes y pretenden con eso cambiarle la visión docente a gente que lleva veinte años en el gremio. Tras varios años en el ajo, lo que comenzó siendo una película de ciencia-ficción ha cambiado de género y da más miedo que Psicosis. Y de todo, lo que más susto provoca es que tantas toneladas de chatarra, tantos ordenadores que no soportan ni siquiera la última versión de Guadalinex, concebida ex profeso para tal fin, la paguen ustedes con sus dolientes impuestos.

martes, 4 de noviembre de 2008

Asperger y el Asteroide

Cambio los nombres, el resto es verídico. Estamos de excursión y todos los chicos comparten la comida salvo él. Lobato permanece con la mirada ida, dando tumbos como las piedras que arrojan contra los patos los alumnos disruptivos. Su madre tuvo la idea feliz de animarlo a venir. Ya aquí, Lobato consiguió durante las tres primeras horas pasar el mayor tiempo posible con nosotros. Los profesores, con otras necesidades comunicativas más adultas, deseosos también de ver si sería capaz de superarse, lo dejamos con verónicas (Sánchez y Martínez) y naturales (un libro de naturales repleto de manchas de bollería industrial), frente al “Toro” (apodo de Miguel Cañas). Pronto las compañeras lo abandonaron y las burlas del fornido muchacho, que se fue con ellas dos, lo devolvieron soltero y solitario a las inmediaciones del lago.

Lobato posee un síndrome que los sicólogos denominan “Asperger”, que no es demasiado semejante al autismo, aunque mucha gente tiende a confundirlos. Probablemente complete sus estudios de Secundaria y no sería raro que llegara a Bachillerato o, incluso, a la Universidad. De hecho, no es infrecuente que algunos de estos chicos introvertidos, con descomunales problemas de adaptación, lleguen más lejos que otros de una normalidad más aparente que cierta. No es tonto, todo lo contrario, pero sus alardes intelectuales están concentrados en puntos excepcionalmente concretos del saber humano. Pinta alas de mariposa, en un cuaderno de esquinas puntiagudas, y las dota de un realismo que me enternece y me asusta. Sin embargo, frecuentemente las musarañas anidan en su cabeza y no es capaz de mantenerse a este lado de la realidad: se distrae. Y cuando atiende, no oye. Percibe rumores y colores, pero no ve. No siempre, al menos. Su mente vara por otros derroteros, en mundos de elfos, dibujos animados y sucesos a un tiempo perversos y ancestrales. Pero no siempre. Otros días, parece (y es) un chico normal: copia, pregunta, siente calor y frío.

En los recreos casi siempre lo veo solo, con un libro, con las mejillas de un color cobrizo: su cabeza no se estanca jamás, pero cualquiera que lo observe sin excesivo mimo diría de él que permanece en Babia. Parece distraído, pero capta más matices que el resto y razona de forma magnífica. Creo que fue Lobato quien me hizo llegar una carta anónima, hace unos días. Lo sé porque se mostraba incoherente e imprecisa, con los mismos giros que él imprime cuando habla. Me sentí halagado, lo admito, porque fuera capaz de mostrarse de ese modo frente a mí. Reproducía de forma milimétrica palabras que yo había pronunciado en clase y las convertía en reproches: atacaba que les prohíba comer chicle, me llamaba feo, estaba ofendido porque en los cambios de clase no se puede salir del aula. Nadie hubiera podido retener mis expresiones, y reinterpretarlas, salvo él. La primera frase del texto era “desde este momento tu mente está bajo mi control”. Me decidí a guardar el secreto. Ambos tenemos ya demasiados problemas. Lo asumo como un lance digno. Eso sí, me quedé con las ganas de hablar con él del tema, de introducirme en su mundo, partir esa barrera y ver las luces que él ve, jugar con los duendes, echar carreras con las hadas y morir de mil formas espantosas. No puedo. Todos mis mecanismos restallan cuando concibo alguna idea más rara de la cuenta, a pesar de que a veces me dé por mirar a través de esa ventana.

Existen muchos chicos con este síndrome que no están diagnosticados, cuyos padres los reprenden y no logran comprender que sus adolescentes razonan de un modo diferente al del resto de especimenes de su edad. Yo siento lástima por Lobato porque su apertura al mundo será difícil, porque no conseguirá un desarrollo normal nunca, porque sus compañeros de trabajo se reirán de él, durante las horas del café… y la soledad no le viene bien. ¿Pero acaso existe otra opción para él que no sea estar solo? Los adolescentes están demasiado ocupados en entenderse a sí mismos: no dedican una porción de su tiempo a comprender también a quien más necesita ser comprendido. Todo adolescente se siente la persona más rara del Universo, todo adolescente se siente poseedor del asteroide B-612 y no mira más allá de los cascabeles de su estrella. Todos se sienten. Lobato lo es.

Asperger y el Asteroide

Cambio los nombres, el resto es verídico. Estamos de excursión y todos los chicos comparten la comida salvo él. Lobato permanece con la mirada ida, dando tumbos como las piedras que arrojan contra los patos los alumnos disruptivos. Su madre tuvo la idea feliz de animarlo a venir. Ya aquí, Lobato consiguió durante las tres primeras horas pasar el mayor tiempo posible con nosotros. Los profesores, con otras necesidades comunicativas más adultas, deseosos también de ver si sería capaz de superarse, lo dejamos con verónicas (Sánchez y Martínez) y naturales (un libro de naturales repleto de manchas de bollería industrial), frente al “Toro” (apodo de Miguel Cañas). Pronto las compañeras lo abandonaron y las burlas del fornido muchacho, que se fue con ellas dos, lo devolvieron soltero y solitario a las inmediaciones del lago.

Lobato posee un síndrome que los sicólogos denominan “Asperger”, que no es demasiado semejante al autismo, aunque mucha gente tiende a confundirlos. Probablemente complete sus estudios de Secundaria y no sería raro que llegara a Bachillerato o, incluso, a la Universidad. De hecho, no es infrecuente que algunos de estos chicos introvertidos, con descomunales problemas de adaptación, lleguen más lejos que otros de una normalidad más aparente que cierta. No es tonto, todo lo contrario, pero sus alardes intelectuales están concentrados en puntos excepcionalmente concretos del saber humano. Pinta alas de mariposa, en un cuaderno de esquinas puntiagudas, y las dota de un realismo que me enternece y me asusta. Sin embargo, frecuentemente las musarañas anidan en su cabeza y no es capaz de mantenerse a este lado de la realidad: se distrae. Y cuando atiende, no oye. Percibe rumores y colores, pero no ve. No siempre, al menos. Su mente vara por otros derroteros, en mundos de elfos, dibujos animados y sucesos a un tiempo perversos y ancestrales. Pero no siempre. Otros días, parece (y es) un chico normal: copia, pregunta, siente calor y frío.

En los recreos casi siempre lo veo solo, con un libro, con las mejillas de un color cobrizo: su cabeza no se estanca jamás, pero cualquiera que lo observe sin excesivo mimo diría de él que permanece en Babia. Parece distraído, pero capta más matices que el resto y razona de forma magnífica. Creo que fue Lobato quien me hizo llegar una carta anónima, hace unos días. Lo sé porque se mostraba incoherente e imprecisa, con los mismos giros que él imprime cuando habla. Me sentí halagado, lo admito, porque fuera capaz de mostrarse de ese modo frente a mí. Reproducía de forma milimétrica palabras que yo había pronunciado en clase y las convertía en reproches: atacaba que les prohíba comer chicle, me llamaba feo, estaba ofendido porque en los cambios de clase no se puede salir del aula. Nadie hubiera podido retener mis expresiones, y reinterpretarlas, salvo él. La primera frase del texto era “desde este momento tu mente está bajo mi control”. Me decidí a guardar el secreto. Ambos tenemos ya demasiados problemas. Lo asumo como un lance digno. Eso sí, me quedé con las ganas de hablar con él del tema, de introducirme en su mundo, partir esa barrera y ver las luces que él ve, jugar con los duendes, echar carreras con las hadas y morir de mil formas espantosas. No puedo. Todos mis mecanismos restallan cuando concibo alguna idea más rara de la cuenta, a pesar de que a veces me dé por mirar a través de esa ventana.

Existen muchos chicos con este síndrome que no están diagnosticados, cuyos padres los reprenden y no logran comprender que sus adolescentes razonan de un modo diferente al del resto de especimenes de su edad. Yo siento lástima por Lobato porque su apertura al mundo será difícil, porque no conseguirá un desarrollo normal nunca, porque sus compañeros de trabajo se reirán de él, durante las horas del café… y la soledad no le viene bien. ¿Pero acaso existe otra opción para él que no sea estar solo? Los adolescentes están demasiado ocupados en entenderse a sí mismos: no dedican una porción de su tiempo a comprender también a quien más necesita ser comprendido. Todo adolescente se siente la persona más rara del Universo, todo adolescente se siente poseedor del asteroide B-612 y no mira más allá de los cascabeles de su estrella. Todos se sienten. Lobato lo es.