martes, 24 de abril de 2007

Las manías existen

[Creada durante una junta de evaluación, allá por el mes de marzo]

Inmerso estoy en un maremágnun colosal de exámenes, de listas y de trabajos defectuosos. Tal es mi caos que puedo garantizarles que me equivocaré con varios chicos. Seguro. Mis listas tienen positivos, negativos, notas de exámenes y del cuaderno. Tengo apuntado a lápiz cuáles se han portado bien en las clases y más o menos sé qué alumnos han dejado de venir al Instituto. Sin embargo, estos son solo números, datos fríos, difíciles de calibrar y que, a buen seguro, me harán equivocarme en varios casos. ¿Qué hacer con el que se esfuerza y no puede? ¿Qué hacer con aquel que supura los exámenes sin esfuerzo, pero que no merece aprobar? ¿Cómo juzgo yo a ese pillastre que me tiene enfilado desde la primera clase? Él me juzgó a mí primero. Me acusó de ser antipático, de padecer catalepsias, criticó mi forma de explicar y de vestir, llegando más tarde a la conclusión de que no hago bien mi trabajo. Él me juzgó… y ahora me ha llegado el turno a mí. Su nota será mi venganza. Esta semana termina la segunda evaluación.


Admitámoslo: somos personas. Es inevitable que cuando pasas cinco horas a la semana con otros seres vivos, algunos generen en ti simpatía y otros, antipatía. Cuando yo estudiaba, llegué a creerme que son alucinaciones de todo estudiante. Pero no. Eso de que a ciertos profesores les caemos mejor que a otros, me parecía una verdad tan dolorosa que me la fui refutando yo solito. Pero no. Soñaba que las chicas calladitas tenían un talento innato para rondar el cinco sin llegar jamás a pegar un costalazo contra la red del alero. Pero no. Milongas y migajas: existen niños a los que disfrutas suspendiendo porque es sana y legítima una venganza a destiempo. Eso, sí. Antaño se vengaban de mí, de mi actitud arrogante cuando era alumno… y ahora soy yo el que me cobro con creces todos los gritos que me dejan sin voz, todos los ratos malos que tengo que supervisar por culpa de mis criaturitas. Por fin, han llegado las notas y somos solo nosotros ahora los que dictamos sentencia; los que tenemos siempre la última palabra.


En un sistema donde la disciplina escasea tanto, un alumno que sabe comportarse, tiene medio curso aprobado. Un alumno educado y correcto, es casi imposible que perezca en su empeño de irse con el título de ESO mientras que, por el contrario, al payaso de la clase siempre le costará el doble de esfuerzo aprobar. [Este párrafo es un momento histórico, un profesor por fin va a reconocer una verdad universal]. Lo chillaré con todas mis fuerzas para que el tabú se rompa para siempre: les cuesta más aprobar a los alumnos irrespetuosos porque se le coge manía. Sí, M-A-N-Í-A. Con todas las letras y con todas las consecuencias: la vida no es justa, y nosotros tampoco podemos serlo porque ellos no lo son con nosotros. Se intenta, pero no se consigue. Ellos se suspenden, haciendo exámenes malos… pero nosotros los rematamos.


Junta de Evaluación. Cuatro de la tarde. He tomado un café de la maquinita de la Sala de Profesores porque me estoy quedando frito. Antaño pensaba que las notas surgían de un lugar más glamoroso, pero constato que me equivoqué. Todos tenemos cara de sueño, estamos cansados porque esta mañana también dimos clases. Ahora, rodeando una tabla redonda, vamos analizando caso por caso la vida de nuestros pupilos. Inevitablemente, se ironiza sobre el poco futuro que tienen algunos, se cotillea sobre sus vidas, sobre sus padres, se compara a tal chica irresponsable con sus hermanos y, en ciertas ocasiones, llegamos a mencionar sus motes, como ellos hacen con nosotros. Nota bene: “el Lichis es un prenda bueno, no se parece en nada a su hermano”. “Yo podía haberlo aprobado, estaba rozando el cinco, pero no se lo merece…”. Poco a poco, los nombramos y pasan al patíbulo. Nombre a nombre, de Abascal a Zambrano. Los buenos se despachan rápido porque en las Juntas toca vengarse de los malos, hacer sangre, y rara vez salvar náufragos. De vez en cuando, discrepa alguien e incurre entonces en la mayor ofensa posible: “El Gorra no es tan malo, conmigo se porta bien. Será que tú no sabes tratarlo…”. Y así, poco a poco, se nos va la tarde. Mientras ellos juegan a la Play en casa, mientras se les cae el mando de las manos cada dos por tres. Su hermana, se lo dice: “Juan [Montero Valle, segundo B, siete suspensos], ¡qué torpe te veo hoy! ¿Será que alguien está hablando de ti?”


Prof. Cuyami

miércoles, 18 de abril de 2007

Arenga militar (inédita)

Generalmente escribo estas columnas los fines de semana, cuando la hinchazón de la garganta no reviste ya gravedad. En esos momentos, estoy calmado y he dormido bien la noche antes. De no seguir el protocolo de desintoxicación adolescente, escribiría con rabia todos estos textos. La rabia de los docentes es muy específica y se muestra en el desprecio que llegas a sentir por algunos alumnos en algunos momentos. El líder es tu enemigo y, sin embargo, deseas ayudarlo más que nada. Él está en el extremo opuesto del mundo y en secreto maldices su existencia. ¡Cuán lejos llega eso de que “del amor al odio va un paso”! Dado que ya mentimos demasiado a diario, convendrá que por una vez me permita decir alguna verdad, lo que se siente cuando un alumno te insulta. Esta columna está escrita para el antihéroe que todo profesor se cruza en algún momento y viene a reflejar lo que todos hemos pensado alguna vez, nuestros instintos más bajos, lo que nunca hemos podido decirles. Querido Manuel Valverde, alumno que se merece dos tortas, a ti te dirijo estas letras:

“Estas líneas son para ti a pesar de que soy consciente de que, si sigues por ese camino, nunca aprenderás a leer como Dios manda. Y mejor así: porque en la construcción nadie valora a la gente que se pasa de listo. Colocarás ladrillos toda tu vida, pero no podrás olvidar a ningún profesor, a pesar de que no te recordará a ti demasiada gente. Ni siquiera cuando pegues a tu mujer, a la que habrás embarazado sin querer, porque no sabes conversar ni diez minutos seguidos, tendrás tus diez minutos de fama. Ni siquiera entonces tu nombre saldrá en los periódicos porque pondrán tus iniciales, porque no tienes un nombre ni lo tendrás nunca si sigues así, porque lo único que te hace distinguirte del montón es que estás en un instituto cualquiera y que las chicas te miran porque eres un niñato. ¡Espabila! Eso pasará: ellas no se quedan con el chico malo del Instituto. ¿Quieres ser un infeliz toda tu vida? Y aún menos se quedarán contigo, que eres un perdedor. Te jactas de que los profesores no te importamos y cuando te expulsan a casa cuentas los días que te faltan para regresar, porque nos echas de menos porque tú sin el Instituto no eres nada, aunque lo odies. Porque jamás vas solo a ninguna parte. Golpeas al débil en los recreos y nunca te enfrentas al profesor que realmente tiene carácter. Agachas la cabeza cuando alguien más grande que tú te insulta y te van a reventar a palizas en la calle por ser un bocazas sin cabeza (¿a dónde vas a llegar tú sin el título de la ESO?): no eres listo, no tienes dinero, no tienes ni siquiera el estilo necesario para ser un buen delincuente. Y pese a todo, te dedico todas mis mañanas y todos mis esfuerzos porque creo en ti. ¡Despierta! ¡Cambia un poco! Hazme caso porque todas estas cosas te las digo porque yo sí sé qué es lo mejor para ti…

¿Y tú me desafías? ¿Y tú me insultas? ¿Y tú me dices que no sé con quién estoy hablando? Por desgracia, en eso aciertas: no sé qué hago hablando contigo porque eres un mocoso que colocará los suelos que yo ensucio, que se revela contra todo porque todo se le queda grande… ¿No te das cuenta de que vas por un mal camino? ¿No te das cuenta de que vas a ser un infeliz toda tu vida si no cambias de actitud? Todos son más listos que tú, aunque les ganes en maldad, y te levantas de clase y “la lías”, porque no eres capaz de entender lo que decimos, porque te esfuerzas y suspendes, porque tu capacidad no da para ganarle a las cartas a nadie, y por eso rompes siempre la baraja. Pídeme ayuda y yo te ayudo. Quiero enseñarte y deseo que tú me dejes enseñarte. ¿Tanto te pido? ¿Por qué te sientes tan orgulloso de ti si no has conseguido nada? Te venden la peor droga porque eres un crío de barrio al que nadie respeta fuera. Cuando te echemos del Instituto, no serás nada. Cumplirás los dieciséis y no tendrás título, ni sabrás trabajar. A los dieciocho tu cuerpo tendrá los achaques de los treinta. Serás del Real Madrid o del Barça, para ganar en algo, pues solo así te sentirás un poco menos miserable: si no cambias, serás el clásico tarado que finge que los coches lo atropellan, que roba en el metro con un destornillador, porque ni siquiera es capaz de comprar una navaja. Cambia, espabila: tómate la vida en serio y deja de hacer el gilipollas. Si no, probablemente, morirás sin salir del pueblo. Te mandará al hoyo una sobredosis y para tu lápida no habrá jamás ningún epitafio digno (“vivió y murió solo: no os perdisteis nada”). Cambia. Estás a tiempo. Tienes toda la vida por delante. Quiero ayudarte. Déjate convencer.”

Prof. Cuyami

martes, 17 de abril de 2007

Un día cualquiera en un ambulatorio

Estamos en Cádiz, plaza de san Antonio. Son las doce del mediodía y hace un sol radiante. Ella está de baja y no está bien que la vean en la calle con un desconocido. De mí, como nadie sabe que existo, poco importa dónde me encuentro. Sin embargo, a ninguno de los dos nos conviene que nos vean juntos. Le pregunto si está mejor y me responde que ha tenido días mejores. Yo sonrío, pero ella, no. Llevaba mucho tiempo deseando escribir sobre las depresiones que sufrimos los docentes, cuando di a parar con ella. En esta ocasión, la invité a tomar un mojito cubano y ella a mí a un helado enorme dispuesto sobre un cucurucho minúsculo (era imposible no llenarse las manos de vainilla). Tras eso, puse en marcha mi grabadora, un modelo antiguo, de antes de la Guerra.

No la conocí en su mejor día. Poco antes había puesto un parte disciplinario a una alumna, dando comienzo con ello a su suplicio. La causa del parte, no me la contó. Debió de ser algo ciertamente gordo porque expulsaron a la susodicha un par de semanas del centro. No regresó sola. Un novio macarra y una moto de cuarto de litro la esperaban en la puerta. Desde entonces, y durante una semana, la pareja persiguió a la profesora a la salida de clase cada día, intimidándola, con miradas muy hondas, que le robaban el hálito y el ánimo. Dentro de clase, un pequeño motín se originó: era un curso complicado y a eso se sumó que el resto de compañeros repudiaron la acción de la profesora, como no podía ser de otro modo. Curiosamente, mi confidente no acostumbra a ser la mala de la película. Los chicos le tenían cariño, pero queda demostrado que en los centros educativos el tiempo que transcurre entre el amor y el odio es solo un cambio de clase. A pesar de que ella posee cierto atractivo, le encontraron un presunto defecto físico a la altura de las circunstancias. Podía haber sido su nariz, sus labios, su pelo… pero escogieron sus pechos. Y desde entonces, y durante las cuatro clases de la “semana de pasión”, desde todas las partes del Instituto se escuchaban alusiones a su busto, que hacían mella en ella como una gota de agua que parte en dos una roca a fuerza de echarle paciencia.

Con el motín ya iniciado, regresó la chica expulsada, de forma triunfal al Instituto, mientras sus compañeros agitaban palmas a su paso (el borriquito era su novio). Y a Sandra se le vino encima, sobre sí, el peso de quinientas personas hablando de sus pechos, de la moto del chico, de cómo a última hora del viernes iban a crucificarla viva aquellos mismos chicos que meses antes hablaban de ella con respeto (cuán difícil es ganarlo y cuán rápido se pierde). Fue una estupidez. Tan solo una expulsión. De haberlo sabido, hubiera mirado a otro lado y hubiera dejado que esa chica terminara de fumarse a gusto el porro (sería por algo así, supongo, pero ella jamás me lo contó).

Llegó su momento. Última hora del viernes. Escuchó gritos cuando entró en el pasillo porque aquel era su san Martín. Consecuentemente, un inusual temblor en las manos le sobrevino para acompañar este a su ardor de estómago. “Sandra, puta”, ponía en la pizarra, y un dibujo alusivo a su cuerpo, groseramente ensanchado con tiza en ciertas zonas del trazo, completaba el cuadro. Después de eso, oyó gritos envolventes, como los de las salas modernas de cine, y una bola de papel le pasó rozando. Tras pegar un portazo y salir al pasillo a toda prisa, escuchó un clamor de vítores desde detrás de la puerta. Ellos habían ganado. Ella había salido huyendo y dejaba tras de sí su dignidad, diez años de servicio, a treinta animales orgullosos de haberla hecho llorar, y sobre todo se dejaba olvidada la fuerza de voluntad necesaria para volver a entrar allí. Supongo que fue entonces cuando se dio cuenta de que no volvería a hacerlo. Algo se había roto en su interior. Le dolía la cabeza. Le recorría el cuerpo un sudor frío. Se miró al espejo y se sitió indefensa y fea. Por eso, ni siquiera esperó a que llegara el Director. Mucho antes, tomó la maleta y se marchó. En la consulta del médico, aquella mañana, había un chico que se había caído de un andamio… y yo. Allí la conocí.

Prof. Cuyami

martes, 10 de abril de 2007

Pésame al inventor del cero

Tiemblen. Las nuevas eras dan miedo y lo de estrenar milenio fue una picota, un piquete y fatuos picadillos en comparación con lo que ahora arranca. Tiemblen de forma sincera porque Brahmagupta, al que cierto anuncio daba las gracias hace poco, llora cual soez plañidera con su frasquito repleto del preciado líquido… pues yace sin vida su creación. Se nos va, se nos muere. O lo matan, que tiene más guasa. Agarren fuerte sus recuerdos y no desdeñen a esos maestros de escuela que el peso del talante ha castrado. Su marca se marcha, se nos fue el cero: comienza una era, por ende, porque se inicia el primer año tras el cero (el año primero, por tanto o por tonto).

En efecto. Desde la semana que viene, y ya para siempre, quedan abolidos los ceros del sistema educativo andaluz (!). No estoy de broma, ojalá bromeara (aunque hay cosas con las que no se juega). Por suerte y por desgracia, no tengo la costumbre de mentirles: a partir de la próxima evaluación, la menor calificación que puede obtener un alumno en nuestros institutos será un uno. Sí, lo sé: siguen pensando que les estoy mintiendo, pero es cierto lo que digo. Si un determinado sujeto no acude al Instituto en todo el curso ni una sola vez, si no comparece a ninguna clase jamás, se habrá ganado un uno por su cara bonita, por poner su nombre… o por no ponerlo, ni siquiera. Gran hallazgo, nuestros políticos son genios: esos zagales habrán mejorado sus calificaciones de forma abrumadora. ¡Más de un cien por cien subirán las notas de todos los absentistas! ¡Qué digo un cien por cien! ¡Sacarán infinitamente más nota! Si el cero no existe, las calificaciones suben. Si las calificaciones medias suben, la gente estará más contenta e irá a votar de mejor humor porque ya nadie se avergonzará en la charcutería de que a su hijo le han puesto un cero en matemáticas. Para empezar porque ya no hay ceros. Para seguir porque pronto no habrá matemáticas. Tiempo al tiempo: si se busca que las notas suban, que nuestros alumnos no suspendan, primero eliminarán las notas bajas. Luego, las asignaturas… y todo el pescado estará vendido (o toda la chacina, porque el ejemplo que puse antes transcurría en una charcutería).

Desconozco qué iracundo señor inventó el número uno, pero si yo fuera él, me echaría a temblar. Ya saben que “cuando las barbas de tu vecino veas cortar…”. Pues eso, que no acabo el refrán porque no hace falta. Han suprimido el cero, pero tal vez sea eliminado algún otro dígito y si consiguen, sin que nos demos cuenta, eliminar el uno, el dos, el tres y también el cuatro, el sistema educativo habrá supervivido a la LOGSE, obteniendo además las mejores calificaciones de la historia. Si nos prohíben las notas inferiores al cinco, no habrá fracaso escolar. Es un plan magistral, y además está plenamente justificado. ¿A cuántos niños los ceros les han arruinado la vida? ¿Cuántas carreras académicas se han visto truncadas de esa forma tan tosca? Por el contrario si, de ahora en adelante, sus hijos les juran sobre la tumba del hámster caído que no van a traerles ningún cero más, podrán creerles sin miedo y comprarles la moto sin esperar a las notas: como poco, les traerán un uno.

Me asombra que los docentes convoquemos cero huelgas y cero funerales por el cero, pese a que será preciso y precioso que estemos todos vigilantes, no vaya a ser que traten encima de engañarnos, que nos vendan de nuevo que los resultados han vuelto a mejorar cuando en realidad lo que se hace, otra vez, es cambiarle el nombre a las cosas. Yo, por mi parte, he decidido cobrarme con creces esta sustracción (he aprovechado para poner todos los ceros que me ha sido posible, por los viejos tiempos y por los que vendrán), mientras me enjugo las lágrimas sabedor de que los ceros que he puesto en esta evaluación, que han sido muchos, serán los últimos de toda mi carrera docente. De todas formas, tenemos que levantar la cabeza y engrandecer nuestro espíritu, pues comienza otra era mejor, pues nuestras aulas serán más habitables y más felices, pues se han marchado para siempre las tercas lacras del anticonstitucional cero, pues es seguro que Brahmagupta era, además de un cretino integral, también de derechas…

Prof. CuyamiDen s