miércoles, 18 de abril de 2007

Arenga militar (inédita)

Generalmente escribo estas columnas los fines de semana, cuando la hinchazón de la garganta no reviste ya gravedad. En esos momentos, estoy calmado y he dormido bien la noche antes. De no seguir el protocolo de desintoxicación adolescente, escribiría con rabia todos estos textos. La rabia de los docentes es muy específica y se muestra en el desprecio que llegas a sentir por algunos alumnos en algunos momentos. El líder es tu enemigo y, sin embargo, deseas ayudarlo más que nada. Él está en el extremo opuesto del mundo y en secreto maldices su existencia. ¡Cuán lejos llega eso de que “del amor al odio va un paso”! Dado que ya mentimos demasiado a diario, convendrá que por una vez me permita decir alguna verdad, lo que se siente cuando un alumno te insulta. Esta columna está escrita para el antihéroe que todo profesor se cruza en algún momento y viene a reflejar lo que todos hemos pensado alguna vez, nuestros instintos más bajos, lo que nunca hemos podido decirles. Querido Manuel Valverde, alumno que se merece dos tortas, a ti te dirijo estas letras:

“Estas líneas son para ti a pesar de que soy consciente de que, si sigues por ese camino, nunca aprenderás a leer como Dios manda. Y mejor así: porque en la construcción nadie valora a la gente que se pasa de listo. Colocarás ladrillos toda tu vida, pero no podrás olvidar a ningún profesor, a pesar de que no te recordará a ti demasiada gente. Ni siquiera cuando pegues a tu mujer, a la que habrás embarazado sin querer, porque no sabes conversar ni diez minutos seguidos, tendrás tus diez minutos de fama. Ni siquiera entonces tu nombre saldrá en los periódicos porque pondrán tus iniciales, porque no tienes un nombre ni lo tendrás nunca si sigues así, porque lo único que te hace distinguirte del montón es que estás en un instituto cualquiera y que las chicas te miran porque eres un niñato. ¡Espabila! Eso pasará: ellas no se quedan con el chico malo del Instituto. ¿Quieres ser un infeliz toda tu vida? Y aún menos se quedarán contigo, que eres un perdedor. Te jactas de que los profesores no te importamos y cuando te expulsan a casa cuentas los días que te faltan para regresar, porque nos echas de menos porque tú sin el Instituto no eres nada, aunque lo odies. Porque jamás vas solo a ninguna parte. Golpeas al débil en los recreos y nunca te enfrentas al profesor que realmente tiene carácter. Agachas la cabeza cuando alguien más grande que tú te insulta y te van a reventar a palizas en la calle por ser un bocazas sin cabeza (¿a dónde vas a llegar tú sin el título de la ESO?): no eres listo, no tienes dinero, no tienes ni siquiera el estilo necesario para ser un buen delincuente. Y pese a todo, te dedico todas mis mañanas y todos mis esfuerzos porque creo en ti. ¡Despierta! ¡Cambia un poco! Hazme caso porque todas estas cosas te las digo porque yo sí sé qué es lo mejor para ti…

¿Y tú me desafías? ¿Y tú me insultas? ¿Y tú me dices que no sé con quién estoy hablando? Por desgracia, en eso aciertas: no sé qué hago hablando contigo porque eres un mocoso que colocará los suelos que yo ensucio, que se revela contra todo porque todo se le queda grande… ¿No te das cuenta de que vas por un mal camino? ¿No te das cuenta de que vas a ser un infeliz toda tu vida si no cambias de actitud? Todos son más listos que tú, aunque les ganes en maldad, y te levantas de clase y “la lías”, porque no eres capaz de entender lo que decimos, porque te esfuerzas y suspendes, porque tu capacidad no da para ganarle a las cartas a nadie, y por eso rompes siempre la baraja. Pídeme ayuda y yo te ayudo. Quiero enseñarte y deseo que tú me dejes enseñarte. ¿Tanto te pido? ¿Por qué te sientes tan orgulloso de ti si no has conseguido nada? Te venden la peor droga porque eres un crío de barrio al que nadie respeta fuera. Cuando te echemos del Instituto, no serás nada. Cumplirás los dieciséis y no tendrás título, ni sabrás trabajar. A los dieciocho tu cuerpo tendrá los achaques de los treinta. Serás del Real Madrid o del Barça, para ganar en algo, pues solo así te sentirás un poco menos miserable: si no cambias, serás el clásico tarado que finge que los coches lo atropellan, que roba en el metro con un destornillador, porque ni siquiera es capaz de comprar una navaja. Cambia, espabila: tómate la vida en serio y deja de hacer el gilipollas. Si no, probablemente, morirás sin salir del pueblo. Te mandará al hoyo una sobredosis y para tu lápida no habrá jamás ningún epitafio digno (“vivió y murió solo: no os perdisteis nada”). Cambia. Estás a tiempo. Tienes toda la vida por delante. Quiero ayudarte. Déjate convencer.”

Prof. Cuyami