martes, 17 de abril de 2007

Un día cualquiera en un ambulatorio

Estamos en Cádiz, plaza de san Antonio. Son las doce del mediodía y hace un sol radiante. Ella está de baja y no está bien que la vean en la calle con un desconocido. De mí, como nadie sabe que existo, poco importa dónde me encuentro. Sin embargo, a ninguno de los dos nos conviene que nos vean juntos. Le pregunto si está mejor y me responde que ha tenido días mejores. Yo sonrío, pero ella, no. Llevaba mucho tiempo deseando escribir sobre las depresiones que sufrimos los docentes, cuando di a parar con ella. En esta ocasión, la invité a tomar un mojito cubano y ella a mí a un helado enorme dispuesto sobre un cucurucho minúsculo (era imposible no llenarse las manos de vainilla). Tras eso, puse en marcha mi grabadora, un modelo antiguo, de antes de la Guerra.

No la conocí en su mejor día. Poco antes había puesto un parte disciplinario a una alumna, dando comienzo con ello a su suplicio. La causa del parte, no me la contó. Debió de ser algo ciertamente gordo porque expulsaron a la susodicha un par de semanas del centro. No regresó sola. Un novio macarra y una moto de cuarto de litro la esperaban en la puerta. Desde entonces, y durante una semana, la pareja persiguió a la profesora a la salida de clase cada día, intimidándola, con miradas muy hondas, que le robaban el hálito y el ánimo. Dentro de clase, un pequeño motín se originó: era un curso complicado y a eso se sumó que el resto de compañeros repudiaron la acción de la profesora, como no podía ser de otro modo. Curiosamente, mi confidente no acostumbra a ser la mala de la película. Los chicos le tenían cariño, pero queda demostrado que en los centros educativos el tiempo que transcurre entre el amor y el odio es solo un cambio de clase. A pesar de que ella posee cierto atractivo, le encontraron un presunto defecto físico a la altura de las circunstancias. Podía haber sido su nariz, sus labios, su pelo… pero escogieron sus pechos. Y desde entonces, y durante las cuatro clases de la “semana de pasión”, desde todas las partes del Instituto se escuchaban alusiones a su busto, que hacían mella en ella como una gota de agua que parte en dos una roca a fuerza de echarle paciencia.

Con el motín ya iniciado, regresó la chica expulsada, de forma triunfal al Instituto, mientras sus compañeros agitaban palmas a su paso (el borriquito era su novio). Y a Sandra se le vino encima, sobre sí, el peso de quinientas personas hablando de sus pechos, de la moto del chico, de cómo a última hora del viernes iban a crucificarla viva aquellos mismos chicos que meses antes hablaban de ella con respeto (cuán difícil es ganarlo y cuán rápido se pierde). Fue una estupidez. Tan solo una expulsión. De haberlo sabido, hubiera mirado a otro lado y hubiera dejado que esa chica terminara de fumarse a gusto el porro (sería por algo así, supongo, pero ella jamás me lo contó).

Llegó su momento. Última hora del viernes. Escuchó gritos cuando entró en el pasillo porque aquel era su san Martín. Consecuentemente, un inusual temblor en las manos le sobrevino para acompañar este a su ardor de estómago. “Sandra, puta”, ponía en la pizarra, y un dibujo alusivo a su cuerpo, groseramente ensanchado con tiza en ciertas zonas del trazo, completaba el cuadro. Después de eso, oyó gritos envolventes, como los de las salas modernas de cine, y una bola de papel le pasó rozando. Tras pegar un portazo y salir al pasillo a toda prisa, escuchó un clamor de vítores desde detrás de la puerta. Ellos habían ganado. Ella había salido huyendo y dejaba tras de sí su dignidad, diez años de servicio, a treinta animales orgullosos de haberla hecho llorar, y sobre todo se dejaba olvidada la fuerza de voluntad necesaria para volver a entrar allí. Supongo que fue entonces cuando se dio cuenta de que no volvería a hacerlo. Algo se había roto en su interior. Le dolía la cabeza. Le recorría el cuerpo un sudor frío. Se miró al espejo y se sitió indefensa y fea. Por eso, ni siquiera esperó a que llegara el Director. Mucho antes, tomó la maleta y se marchó. En la consulta del médico, aquella mañana, había un chico que se había caído de un andamio… y yo. Allí la conocí.

Prof. Cuyami