miércoles, 25 de marzo de 2009

Cuadros, grillos y grilletes

Laly sueña despierta y por ello he esperado a encontrarme en un estado de hiperconciencia para redactar estas líneas. Solo en estados alterados de ánimo, tras estímulos desgarradores, inmerso en sueños y sueño, me es posible entender ciertas cosas. Hablamos de una artista, de una profesora con arte, que cada día se enfrenta a los invasores de guaridas, a todos los guardias de las mazmorras, a los fantasmas, grillos y grilletes que pueblan sus cuadros, sus dudas y sus muertos; no me es posible hablar del tema con objetividad porque eso sería renunciar a la parte transcendente. Laly es una profesora excelente que, pese a todo, sigue siendo un ser humano. Abarca sueños y suspiros entre sus lienzos y, de pronto, sin dar cabida a tantos sentimientos como su luz debiera engendrar, topa de bruces contra una realidad carcomida y estúpida.

Ahora, en cristiano. Laly tiene un alumno al que todos apodan El Gitano. El Gitano es tosco en las formas y ruin en el fondo. Acude al Centro para hacer negocio y, por desgracia, no me refiero a negocios justos, como bien podrían ser revender bocatas, traficar con chuletas o pintar iconos manga a cambio de besos. El Gitano vende droga y enunciarlo de otro modo sería un eufemismo injustificable. Como en el Centro el Director no tiene los arrestos necesarios para meterle mano al asunto, el tráfico de estupefacientes se ha convertido en una eventualidad más, tal como son los cambios de clase, las peleas en los recreos o los suspensos debidos al poco dormir. De este modo, la mercadotecnia ha funcionado. La droga es la misma, pero no es lo mismo comprársela a uno que a otro. ¿Cómo va a ser igual un porro liado con yerba de un tal don Nadie, que otro procedente de la factoría de El Gitano? Solo el mote ya coloca. La firma hace efecto, claro. Siempre ha sido y será así. La sociedad de consumo es a menudo eso: un eterno placebo de productos iguales, pero más sabrosos conforme más sucio sea el proceder, el actuar, el halo que lo envuelve y envenena todo.

Retomo. En el tejemaneje cotidiano que supone el trafique, Laly se encontraba en una clase centrada en las creaciones de los chicos, tratando de insuflar un poco de magia en un horizonte de pulcra roña. Vio un bulto y, en el quehacer diario de todo docente-policía, se acercó al muchacho de los pelos largos. “No tengo nada, no mires ahí”, inquirió escondiendo el paquete. Inicialmente ella pensó que se trataba de un insignificante móvil, por eso se acercó. Las leyes del Centro lo prohíben, pero el botín fue bastante más sabroso. Hablamos de una bolsita de polen de marihuana, mercancía que crispó a El Gitano sobremanera, tras la fortuita incautación. “Maestra, ¡ni se te ocurra! ¡Eso no lo toques!”. Una tranquila clase, en la que el objetivo era componer un bodegón surrealista, se concreta en una persecución a lo Corrupción en Miami. A partir de ahí, ¿os imagináis qué viene? ¿Suponéis el estrés, la tensión, los insultos, los comentarios, el bajonazo de autoestima cada vez que los alumnos te tratan de loca, por oponerte a una transacción ordinaria, por trazar diques para que el mar no siga comiéndose el terreno? Desde ahí, Laly mirará su coche antes de montarse y respirará aliviada si las cuatro ruedas tienen la misma cantidad de aire, aproximadamente. Desde entonces, le será imposible entrar en el IES, escuchar los gritos de siempre, sin haber amortiguado su conciencia con algún medicamento fuerte. ¿Quién tiene la culpa?

Me vanaglorio de decir que no existen los docentes normales. Todos estamos un poco tocados y tarados. Normal. Te llevas cornadas si toreas desde el albero. Duelen mucho y no son un gaje, sino una putada (perdón por la expresión). Es personal siempre, porque el objetivo de los alumnos, capitaneados por El Gitano, será herirla hasta que logren fundir su resistencia, quebrar sus nervios, prenderla y hacer que derrame sus humores, sus vísceras, el alma al completo. ¿Cómo no va a ser personal si todo salpica como escupitajos reciclados contra el viento? Hablo del viento del mar que aquí trae los fardos que las zodiac de los narcos dejan escapar. Todo el mundo sabe qué significa, en los puertos costeros, una persecución cerca de la orilla. Habrá pesca y alguien cambiará su forma de vestir. Lo normal. Oponerse a lo obvio se le ocurre solo a los locos y a los artistas.

¿Se puede echar a un mal profesor?

Partamos de la base de que no ha pegado a ningún alumno y de que justifica religiosamente todas sus faltas. Prefiero no dar su nombre. Al fin y al cabo, nadie va a conseguir expulsarlo del cuerpo por más que se le presione y, por ende, no está bien alarmar a los padres de una situación que no tiene arreglo. Creemos que posee una seria enfermedad psicológica. Y no es broma. Sus conductas son anómalas. Realiza actos irracionales y no da buenas clases. Acoto: me atrevería a decir que “no da clases”, pero no quiero opinar sin conocimiento de causa. Yo no estoy allí. Soy docente, no alumno. Eso sí, las leyendas sobre lo que hace en sus sesiones darían para rellenar cuatro o cinco escritos como este. Y por las tardes es aún menos discreto. Se cuenta que una vez se bañó en la fuente del pueblo, que agitó sus genitales al paso de un cortejo fúnebre, se marcha sin pagar de los bares y las limpiadoras del Centro han pedido que no las dejen solas por las tardes. Esa es la consigna: si él aparece, todos cierran las cancelas y el paso no está permitido. Es necesario cerrar con llave en todo momento y el equipo directivo ha de autorizarte expresamente la entrada, fuera del horario escolar. Todo por él. ¡Y estoy hablando de un profesor! Tiene el mismo cargo y las mismas responsabilidades que yo, pero se comporta como un auténtico alienígena.

Es cierto: no ha hecho nada grave, pero ha hecho todo aquello que no es grave. Las guardias no las cubre, confunde papel Albal con alijos de coca y se cuenta que una vez dejó una bolsa repleta de pescado crudo en los armaritos de un aula con el consiguiente hedor, posterior a la putrefacción, y con el consecuente escándalo de todos los adolescentes circundantes, descubierto el pastel. Claro, no es grave. Nadie puede echar del cuerpo a un compañero por apestar un armario, por culpa de rumores sobre su estado mental y… ¿Acaso es posible comprobar con un análisis médico si todo esto es serio o no? ¿Acaso él está obligado a rendir cuentas de sus capacidades neuronales? Más bien no. Ahí sigue. Mientras muchos de los nuestros temen que abramos el telediario algún día, ahí sigue. Y muchos no podemos quitarnos de la cabeza aquel fin de semana en que tuvo la feliz idea de perseguir a varios adolescentes con el coche. Fue a horas intempestivas. No queda probado que existiera voluntariedad. Nunca algo es lo suficientemente grave porque certezas hay pocas, dado que la opinión de nuestros alumnos no deja de ser el testimonio de adolescentes. Ahí seguimos. En las mismas. La Administración se cansa de recibir quejas de los padres, de los directores que lo soportaron antes, de todos nosotros. En realidad, no existe ningún mecanismo que posibilite excretar a un docente defectuoso. El sistema es majestuoso, pero… ¿Qué se hace en momentos así, cómo se lucha contra individuos así?

Este será su tercer expediente disciplinario abierto. El otro día fueron cinco las horas que la Inspección pasó evaluando qué podía hacerse. Algunos alumnos declararon. Muchos de nosotros tuvimos que poner por escrito que no cumple con sus obligaciones. Sin embargo, no confiamos en que todo esto sirva para algo. Tendrá la opción de recurrir, pasarán los meses y, mientras tanto, los chicos seguirán encerrados con él. No aprenderán la asignatura que imparte y seguiremos en boca de todos. Cada mañana nos preguntamos por dónde seguirán sus desvaríos, si sabe lo que hace, si sabe demasiado bien lo que hace, o si estamos poniendo en unas manos inconscientes las vidas de muchos seres frágiles. La Inspección nos reitera que nada puede hacerse, que no está en sus manos terminar con esta tensión perenne. Ni los padres tienen voz, ni la tenemos nosotros, ¿está llamado a ganar él, en esta lucha?

Con frecuencia suplico que se defienda a los docentes. Con frecuencia solicito a la sociedad respeto, prestigio y comprensión. Sin embargo, y de pronto, me doy cuenta de que sí existe impunidad extemporánea para pecados mucho más serios y delicados. Al Capone fue arrojado a las mazmorras por incumplir con los tributos viarios. Una conducta inadecuada, sistemáticamente anómala, tantos docentes que corrompen con su abulia las conciencias de nuestros estudiantes, está a salvo. Errores de forma cuestan más caros. Si no golpeas, física, sexual o moralmente, si justificas tus faltas, si estás, aunque no estés, basta. ¿Qué provoca que te echen? ¿Cómo has de actuar si descubres que un compañero está poniendo en peligro la educación de los hijos de los demás? ¿Cómo te comportas si tienes la sospecha de que otro docente supone un riesgo para la integridad de los demás? Acepto ideas. Me vendrán bien. Estamos perdidos.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Humo, humores y aceite

Mi tutoría de hace dos años era conocida, por los profesores del Centro, como “el aula rosa”. Desconozco la condición sexual de mis estudiantes porque, hoy por hoy, ese dato no aparece en el expediente académico, aunque todo se andará. Sí sé que era frecuente que muchos salieran bromeando de ella, comentando que habían estado a punto de caerse tras pisar manchas de aceite. Otro compañero señalaba que en el aula de mi grupo no era capaz de separarse de la pared por miedo a que el resultado del internamiento entre las filas fuera indeseable. Su actitud iba mucho más allá de la pura defensa. Hablamos de un adulto recio y adusto, que llevaba con poco humor las bromas. Redactó en un parte disciplinario lo siguiente: “se ha pavoneado, jactándose de su condición, como si llevara un batín de cola”. Ya entonces, y aun ahora, altera mi atención, dicho sea de paso, esa actitud descrita, dado que mis chicos se portaban mucho peor conmigo que con nadie y, por el contrario, yo no tenía queja de ellos porque eran un buen grupo. Al hombre recio le tenían bastante miedo, así que dudo mucho que alguien se pavoneara de algo en momento alguno. Sí eran culpables, lo admito, de presentar maneras que, vistas por ojos rancios, podrían parecer “amaneradas”. Pero… ¿acaso la ostentación de heterosexualidad era uno de los criterios evaluables descritos en la programación de aquel buen docente?

Si alguien me pregunta si los docentes andaluces somos homófobos, tendría que responderle que muchos sí lo son (aunque otros nos empeñemos en poner un poco de cordura y normalizar esta situación: no ganamos en número, me temo). No es infrecuente escuchar comentarios al respecto en las juntas de evaluación, apelativos sarcásticos o denominaciones despectivas, dentro y fuera de las aulas, por parte de los propios profesores. A pesar de todo lo que se le presupone a este sistema progresista y revolucionario, no hay integración. Me consta que dos de mis compañeros (un profesor y una profesora) son homosexuales y que no solo no lo admiten de cara a sus alumnos, sino que se les han escuchado comentarios que pretenden dar a entender lo opuesto. Evidentemente, los precedentes no han sido buenos para ellos: en otros IES, en aventuras anteriores, ya fueron tildados de, y abogan ahora y por ende por no dejar un resquicio que posibilite que se reedite tal película.

Los docentes gays se escudan (tal vez resulte un poco fuerte decir “se esconden”), pero los adolescentes no tienen esa opción. De todo lo expuesto, sin discusión, lo que me parece más grave son las burlas e insultos que han de soportar, reiteradamente, nuestros chicos, por parte de iguales, de parte de otros estudiantes. Para muchos el día a día se convierte en una pesadilla. Aún hoy. Aclaro: no hablo del pasado que Almodóvar retrata en “La mala educación”, sino de la pasada semana. Y de esta. Y hablo de chicos que han de tragar saliva treinta o cuarenta veces, cada día, tras oír la palabra “maricón”; chicos que tienen miedo a leer en clase porque su tono de voz no es suficientemente grave, que si juegan al fútbol serán golpeados con el balón, a posta, por el chutador más potente de todo el grupo. Hablo de chicos condenados a superar los años, engendrando rencor, sin poder expresar lo que sienten, dado que la sinceridad les acarrearía, en muchos lugares difíciles, palizas y sangrías en sus narices hinchadas y rotas. En pleno siglo veintiuno.

En un partido que enfrentaba al Real Madrid y al Betis escuché cómo para ofender a los aficionados visitantes el graderío capitalino chillaba: “sevillanos, yonquis y gitanos”. Recuerdo que me indigné poderosamente porque no encuentro el matiz peyorativo en la palabra “gitano” y me resulta horrible que alguien la utilice de tal modo, tras haberse derramado tanta sangre inútilmente. Volvemos a lo mismo: ¿por qué nos ofendemos por cosas que no son ofensas?, ¿por qué insultamos con rasgos que no son insultantes? No es necesario, ni deseable, convocar días del Orgullo Gay en los IES (¡es lo que nos faltaba!), pero sí animo a todos a reflexionar seriamente sobre la hipocresía que seguimos demostrando. En pleno siglo veintiuno y con nuestra actitud vehemente y condescendiente, derrochada a destiempo. Nadie tiene prejuicios, nadie es racista… pero cuando conocemos al novio de nuestra hija (o de nuestro hijo) siempre se nos ocurre algo políticamente correcto que reprocharle.

Humo, humores y aceite

Mi tutoría de hace dos años era conocida, por los profesores del Centro, como “el aula rosa”. Desconozco la condición sexual de mis estudiantes porque, hoy por hoy, ese dato no aparece en el expediente académico, aunque todo se andará. Sí sé que era frecuente que muchos salieran bromeando de ella, comentando que habían estado a punto de caerse tras pisar manchas de aceite. Otro compañero señalaba que en el aula de mi grupo no era capaz de separarse de la pared por miedo a que el resultado del internamiento entre las filas fuera indeseable. Su actitud iba mucho más allá de la pura defensa. Hablamos de un adulto recio y adusto, que llevaba con poco humor las bromas. Redactó en un parte disciplinario lo siguiente: “se ha pavoneado, jactándose de su condición, como si llevara un batín de cola”. Ya entonces, y aun ahora, altera mi atención, dicho sea de paso, esa actitud descrita, dado que mis chicos se portaban mucho peor conmigo que con nadie y, por el contrario, yo no tenía queja de ellos porque eran un buen grupo. Al hombre recio le tenían bastante miedo, así que dudo mucho que alguien se pavoneara de algo en momento alguno. Sí eran culpables, lo admito, de presentar maneras que, vistas por ojos rancios, podrían parecer “amaneradas”. Pero… ¿acaso la ostentación de heterosexualidad era uno de los criterios evaluables descritos en la programación de aquel buen docente?

Si alguien me pregunta si los docentes andaluces somos homófobos, tendría que responderle que muchos sí lo son (aunque otros nos empeñemos en poner un poco de cordura y normalizar esta situación: no ganamos en número, me temo). No es infrecuente escuchar comentarios al respecto en las juntas de evaluación, apelativos sarcásticos o denominaciones despectivas, dentro y fuera de las aulas, por parte de los propios profesores. A pesar de todo lo que se le presupone a este sistema progresista y revolucionario, no hay integración. Me consta que dos de mis compañeros (un profesor y una profesora) son homosexuales y que no solo no lo admiten de cara a sus alumnos, sino que se les han escuchado comentarios que pretenden dar a entender lo opuesto. Evidentemente, los precedentes no han sido buenos para ellos: en otros IES, en aventuras anteriores, ya fueron tildados de, y abogan ahora y por ende por no dejar un resquicio que posibilite que se reedite tal película.

Los docentes gays se escudan (tal vez resulte un poco fuerte decir “se esconden”), pero los adolescentes no tienen esa opción. De todo lo expuesto, sin discusión, lo que me parece más grave son las burlas e insultos que han de soportar, reiteradamente, nuestros chicos, por parte de iguales, de parte de otros estudiantes. Para muchos el día a día se convierte en una pesadilla. Aún hoy. Aclaro: no hablo del pasado que Almodóvar retrata en “La mala educación”, sino de la pasada semana. Y de esta. Y hablo de chicos que han de tragar saliva treinta o cuarenta veces, cada día, tras oír la palabra “maricón”; chicos que tienen miedo a leer en clase porque su tono de voz no es suficientemente grave, que si juegan al fútbol serán golpeados con el balón, a posta, por el chutador más potente de todo el grupo. Hablo de chicos condenados a superar los años, engendrando rencor, sin poder expresar lo que sienten, dado que la sinceridad les acarrearía, en muchos lugares difíciles, palizas y sangrías en sus narices hinchadas y rotas. En pleno siglo veintiuno.

En un partido que enfrentaba al Real Madrid y al Betis escuché cómo para ofender a los aficionados visitantes el graderío capitalino chillaba: “sevillanos, yonquis y gitanos”. Recuerdo que me indigné poderosamente porque no encuentro el matiz peyorativo en la palabra “gitano” y me resulta horrible que alguien la utilice de tal modo, tras haberse derramado tanta sangre inútilmente. Volvemos a lo mismo: ¿por qué nos ofendemos por cosas que no son ofensas?, ¿por qué insultamos con rasgos que no son insultantes? No es necesario, ni deseable, convocar días del Orgullo Gay en los IES (¡es lo que nos faltaba!), pero sí animo a todos a reflexionar seriamente sobre la hipocresía que seguimos demostrando. En pleno siglo veintiuno y con nuestra actitud vehemente y condescendiente, derrochada a destiempo. Nadie tiene prejuicios, nadie es racista… pero cuando conocemos al novio de nuestra hija (o de nuestro hijo) siempre se nos ocurre algo políticamente correcto que reprocharle.

La venganza de los capullos

Óscar de la Rosa es uno de esos alumnos a los que nadie quiere tener dentro de su aula. Es mal encarado, no desea aprender y sus formas son agresivas y toscas. Encima, presenta la peor característica que un adolescente puede tener: está crecido. Se sabe importante, es consciente de que los demás estudiantes lo tienen por un referente, de que los profesores hablamos de él en nuestras reuniones; sabe de sobra que no titulará y, por lo tanto, no tiene nada que perder. Las expulsiones le hacen gracia, los partes son una pistola de fogueo y se desfoga inquiriendo a las profesoras del centro con sus modos machistas y soeces.

En cierta ocasión una de nuestras compañeras le confiscó el móvil y él se puso hecho un basilisco, más quemado que la propia metáfora. Durante tres horas la persiguió tratando de recuperarlo, a toda costa. A todas las horas (del día) atosigó a su profesora sin dejar de repetirle que se trataba de un error: haberlo sacado y haber mandado mensajes, y jugado a dos o tres juego, y echado cuatro o cinco fotos, y reproducido un vídeo porno, no eran suficientes motivos para confiscárselo. Tan pesado se puso el interfecto que se arrodilló y paseó de esa guisa tras la docente por toda la planta baja. Pasé a su lado y el individuo me pidió que le echara una fotografía para el periódico del Instituto. Se reía, mientras nosotros le pedíamos que se pusiera en pie. Pensé que era revelador y apreté el gatillo del móvil. La borré minutos más tarde: nunca sacamos primeros planos de menores en la revista.

Hasta ahí, lo normal. Por desgracia, en secundaria todo va más allá. La familia de los capullos florales, con su patulea y progenitores al frente, nos han declarado la guerra por aquel incidente. ¡Qué desfachatez arrebatárselo a su vástago! A pesar de que el Jefe de Estudios pensaba devolvérselo en cuanto se personaran ante él, la matriarca mandó ejecutar. Al día siguiente, una inscripción pomposa (“jodido cabrón”) apareció impresa sobre la carrocería del flamante Lancia cuyas letras, me refiero a las mensualidades, no a la gamberrada, aún hoy sigue abonando religiosamente el máximo responsable de la disciplina del Centro.

¡Ah, no! El incidente no finalizó ahí. ¡Las cosas en Secundaria siempre van más allá! Y nuestra Orientadora hubo de escuchar, cuando transitaba la calle de paisana, comentarios ingeniosísimos sobre la higiene de sus cavidades vaginales, sobre el supuesto hedor que estas desprenden. Lo normal, vaya. Lo más normal del mundo es que te griten eso por haber requisado un móvil. Le quitas el cachivache tecnológico a un hijo de mala madre y te acuchillan oral y drásticamente. Solo les falta atropellarnos con el coche, claro. No lo descarto, claro. Eso, no, pero otras cosas sí las han hecho ya. Mientras meditábamos cómo se podía contraatacar, cuál debía ser la respuesta del IES, recibo una llamada al teléfono de conserjería. Preguntan por mí y, a decir verdad, me contoneo telúricamente mientras me falta el aliento. Es la policía y me pregunta por Óscar de la Rosa. Van a denunciarme y, tal vez, deba prestar declaración de forma inminente.

Hagan memoria. ¿Me denuncian por las treinta horas que pasé tratando de cambiar la conducta de su hijo? ¿Me denuncian por haber intentado enseñarle Lengua, sin éxito, cinco meses? ¿Acaso la causa última de la denuncia es que he telefoneado a sus padres catorce veces para tratar de mejorar la conducta de Óscar? ¿Será por el millón de faltas de asistencia que he tenido que notar y anotar en SÉNECA? No, claro. ¡Eso tampoco es el motivo! Hagan memoria. Me denuncian, cito textualmente, por realizar una “fotografía a un menor de edad, sin consentimiento y en una actitud vejatoria”. ¿Se imaginan? Estas, y no otras, son las cosas de secundaria. Se te quitan las ganas de todo. De educar, de meterte en líos, de tomártelo en serio, de cambiar el mundo. El hombre es lobo para el hombre y algunos padres, directamente, te hacen sentir ganas de aplicar sobre tus orificios nasales, para no percibir el aroma a ponzoña, la máscara de despresurización de cabina. Perdemos altura. Moral.

Carta de un viejo amigo (inédito)

Manuel es delegado de la Facultad de Filología Hispánica. Hace unos días se puso en contacto conmigo para pedirme una columna prestada. Y yo, que no sé decirle que no a los amigos, cuando estos tienen motivos para recibir un “sí”, así lo he hecho. Cito. Esta columna no es mía, que conste. Le presto mi voz.

Se ha gastado ya suficiente tinta en mentir sobre la reforma universitaria europea (el famoso “Plan Bolonia”); de ahí que, a estas alturas del juego, sólo quepa retar a sus defensores a un debate público en el que se analicen, no abstracciones, sino datos concretos y leyes entrecomilladas. No sé a quién pretenderán engañar con la milonga de que en realidad “todo seguirá igual”. Algo así sólo puede sostenerse desde el más absoluto desconocimiento de la legislación educativa de la última década. ¿Para qué organizan entonces todo este cambio a nivel europeo, costoso, polémico y problemático? ¿Para qué entonces esa obsesión con que todo esto salga adelante, llegando a reprimir, expulsar y judicializar a los estudiantes?

Es insultante que resten veracidad a nuestras afirmaciones. Es incurrir en un falso debate. Podemos debatir si nos parece bien o mal que el agua tenga la propiedad de mojar, pero no podemos debatir seriamente con alguien que afirma que el agua en realidad seca. La incursión de empresas privadas en la financiación, dirección y gestión de la institución universitaria, a través de los Consejos Sociales y la ANECA, es algo que figura explícitamente en la LOU y el Real Decreto 1393/2007. ¿Cómo negar la existencia de leyes que son hechos y que han sido publicadas en el BOE?

En un debate con un mínimo de seriedad, los pro-Bolonia tendrían que argumentar por qué para ellos es positivo que los empresarios asuman esas funciones. Negando hechos sólo consiguen hacer el ridículo. ¿Cómo negar la subida del precio de las carreras si esa medida ha sido aprobada por la Conferencia General de Política Universitaria y publicada en prensa? ¿Cómo negar que las nuevas carreras de Bolonia van a ser mera formación profesional, si es lo que dicen las propias leyes que tanto defienden? ¿Cómo negar que han bajado las becas, si cualquier persona que tenga internet puede consultar el Real Decreto 675/2008 y verlo con sus propios ojos? ¿Cómo negar que la única posibilidad de formación especializada será hacer un carísimo máster, o que el 90% de ellos no están becados, si esto es algo que reconoció públicamente el propio Gobierno y no tienes más que ir a matricularte en uno para comprobarlo? Si no tienes dinero, no podrás estudiar. Pero si no trabajas, no tendrás dinero. Al establecerse la asistencia obligatoria, no podrás trabajar. Ergo estás acabado.

Con las nuevas prácticas en empresas, ¿dónde vas a trabajar cuando te gradúes? Muchos puestos de trabajo estarán siempre cubiertos por estudiantes en prácticas. ¿Qué empresario te va a contratar si puede disponer de trabajadores gratuitos cada año? ¿Cómo las grandes fortunas van a estar contra Bolonia, a la vista de eso, o a la vista de que los bancos podrán ofrecer “becas-préstamo” con intereses a los estudiantes? Si, como dicen las nuevas leyes, la concesión de financiación pública se condiciona a la previa obtención de financiación privada o al número de empresas creadas por los graduados, ¿qué será de las humanidades? ¿Quién financiará la filosofía, la historia, la literatura o el arte?

Estas son sólo algunas de las preguntas que los estudiantes hacemos y que nuestro Gobierno, que se dice progresista, se niega a contestar. Mientras tanto, a la espera de algún argumento que nos rebata, lo seguiremos gritando bien alto: ¡No a Bolonia!

Pandora y otros cuentos

Siempre he pensado en la cara de tonta que se le quedaría a Pandora tras ver todo lo que manó de su caja. En el fondo, supongo, albergaba la esperanza de que todo saliera bien, de que todo lo que saliera fuera el bien. Dentro solo quedó la esperanza. Tal vez, segundos más tarde, cerrara la caja con la esperanza de que el efecto fuera reversible pero, en efecto, como la esperanza es lo único que aún seguía dentro, esta réplica no funcionó. Resultó, por tanto, que nada tenía arreglo. Cualquier intento de mejora traía consigo más fracasos, más dolor y más ira. Al fin y al cabo, su historia había terminado. Su error será más recordado que aquel de Arconada. En ocasiones la ESO me recuerda a esa caja que siempre debió permanecer cerrada y a ese balón sin ocasión, deslizándose bajo el cuerpo de nuestro arquero. ¿Por qué la abrieron? ¿Por qué se inició todo este proceso, si antes las cosas funcionaban mejor, si no había peligro, si no era necesario, si era evitable? Ahora, pasados los años, no tenemos una situación más próspera, ni hemos logrado alumnos más competentes: la progresión de las promociones demuestra que alguien se equivocó. Desconozco qué persona tendría entre sus dedos la firma última, pero sí sé que cometió una pifia terrible y que por su culpa nos la colaron a todos.

Caroline es escocesa y tiene catorce años. La veo llorar y montarse en su avión. A lo largo de estos meses lo ha hecho con frecuencia. En virtud del plan bilingüe vino de intercambio con la mala suerte de que su IES adoptivo está en un barrio “con riego de exclusión social”. Se vio de pronto rodeada de gitanos que no comprendían el inglés, obligada a tomar puchero por las noches, incapaz de asimilar por qué se cena a las diez, si ella a esa hora se halla siempre en el séptimo sueño. No basta. “Esta niña es muy rara: no se come ni el puchero, ni la pringá. ¡Será posible!” Y Caroline lloraba deseosa de reparar su realidad de siempre. Por cierto, ahora que cada uno retornó a su casa, solo me preocupa la cara de espanto del patriarca al ver el vestuario que se gasta el Cristóbal ahora que ha vuelto al barrio. “A nuestro hijo nos lo han amariconado, Mari. ¡Nos lo han amariconado! ¡Estos guiris son todos una panda de sarasas y el niño se ha vuelto igual que ellos!”

Contemplo a una maestra de sesenta años descompuesta, con el alma caída bajo los pies, mientras corrige exámenes. “Cuyami, ¡no es posible! ¡Ya lo he visto todo! Treinta años dedicada a la enseñanza y… ¡Solo esto me quedaba por ver! ¿Puedes creerte que la nota más alta en lengua española la haya sacado una chica ecuatoriana? ¡Eso es intolerable! ¡Es lo que me faltaba!” Trato de hacerle entender a mi compañera que los ecuatorianos también hablan español y que si Johanna ha realizado un examen tan imponente es porque su familia le ha inculcado la importancia que el trabajo tiene para la vida… pero ella está en otra onda. Honestamente creo que muchos docentes mayores han perdido la capacidad para escuchar. Hablan, hablan y están acostumbrados a hablar. En realidad, no buscan una respuesta, les engatusa el reflejo de su propio eco. Esa es su finalidad en sí misma y en sí mismos.

En la vorágine gris del patio descubro a un chico de primero que tiene el puño de otro marcado sobre el ojo. Se niega a revelar el nombre del agresor. Lo llevaría a la enfermería, pero no hay. La conserje tiene un botiquín, pero decido acompañarlo al centro de salud no vaya a ser que tenga algún daño en la córnea y nos ganemos, encima, una denuncia de sus padres. Por el camino, le pido que me explique lo sucedido y se niega. Medito mis posibles extorsiones y finalmente me decanto por la más agresiva. “Vale, te lo has ganado… ¡diré a todos que te lo hizo una chica! Diré que no fuiste capaz de defenderte y que una chica de primero te pegó”. Lo hago con la esperanza de herir su orgullo, pero con la suficiente sorna como para recular si me veo obligado a ello. “Maestro, ¿cómo sabes que fue eso lo que pasó? ¿Quién te lo ha dicho? ¡Mataré a quien te lo haya dicho!”. Mientras transcurre mi hora de guardia, sentado en la sala de espera, mientras las viejas del pueblo se afanan en colarse porque hay médico nuevo y todas están ansiosas por conocerlo y que les tomen la tensión, lo miro y me apiado de sus lágrimas. “Óscar, no te sientas mal… Las cosas han cambiado. ¡Ya sabes cómo se las gastan las chicas de tu edad! Tienen muchísima fuerza y bastante mala leche. Lo que te ha pasado a ti, nos ha pasado a todos alguna vez”.