miércoles, 11 de marzo de 2009

Humo, humores y aceite

Mi tutoría de hace dos años era conocida, por los profesores del Centro, como “el aula rosa”. Desconozco la condición sexual de mis estudiantes porque, hoy por hoy, ese dato no aparece en el expediente académico, aunque todo se andará. Sí sé que era frecuente que muchos salieran bromeando de ella, comentando que habían estado a punto de caerse tras pisar manchas de aceite. Otro compañero señalaba que en el aula de mi grupo no era capaz de separarse de la pared por miedo a que el resultado del internamiento entre las filas fuera indeseable. Su actitud iba mucho más allá de la pura defensa. Hablamos de un adulto recio y adusto, que llevaba con poco humor las bromas. Redactó en un parte disciplinario lo siguiente: “se ha pavoneado, jactándose de su condición, como si llevara un batín de cola”. Ya entonces, y aun ahora, altera mi atención, dicho sea de paso, esa actitud descrita, dado que mis chicos se portaban mucho peor conmigo que con nadie y, por el contrario, yo no tenía queja de ellos porque eran un buen grupo. Al hombre recio le tenían bastante miedo, así que dudo mucho que alguien se pavoneara de algo en momento alguno. Sí eran culpables, lo admito, de presentar maneras que, vistas por ojos rancios, podrían parecer “amaneradas”. Pero… ¿acaso la ostentación de heterosexualidad era uno de los criterios evaluables descritos en la programación de aquel buen docente?

Si alguien me pregunta si los docentes andaluces somos homófobos, tendría que responderle que muchos sí lo son (aunque otros nos empeñemos en poner un poco de cordura y normalizar esta situación: no ganamos en número, me temo). No es infrecuente escuchar comentarios al respecto en las juntas de evaluación, apelativos sarcásticos o denominaciones despectivas, dentro y fuera de las aulas, por parte de los propios profesores. A pesar de todo lo que se le presupone a este sistema progresista y revolucionario, no hay integración. Me consta que dos de mis compañeros (un profesor y una profesora) son homosexuales y que no solo no lo admiten de cara a sus alumnos, sino que se les han escuchado comentarios que pretenden dar a entender lo opuesto. Evidentemente, los precedentes no han sido buenos para ellos: en otros IES, en aventuras anteriores, ya fueron tildados de, y abogan ahora y por ende por no dejar un resquicio que posibilite que se reedite tal película.

Los docentes gays se escudan (tal vez resulte un poco fuerte decir “se esconden”), pero los adolescentes no tienen esa opción. De todo lo expuesto, sin discusión, lo que me parece más grave son las burlas e insultos que han de soportar, reiteradamente, nuestros chicos, por parte de iguales, de parte de otros estudiantes. Para muchos el día a día se convierte en una pesadilla. Aún hoy. Aclaro: no hablo del pasado que Almodóvar retrata en “La mala educación”, sino de la pasada semana. Y de esta. Y hablo de chicos que han de tragar saliva treinta o cuarenta veces, cada día, tras oír la palabra “maricón”; chicos que tienen miedo a leer en clase porque su tono de voz no es suficientemente grave, que si juegan al fútbol serán golpeados con el balón, a posta, por el chutador más potente de todo el grupo. Hablo de chicos condenados a superar los años, engendrando rencor, sin poder expresar lo que sienten, dado que la sinceridad les acarrearía, en muchos lugares difíciles, palizas y sangrías en sus narices hinchadas y rotas. En pleno siglo veintiuno.

En un partido que enfrentaba al Real Madrid y al Betis escuché cómo para ofender a los aficionados visitantes el graderío capitalino chillaba: “sevillanos, yonquis y gitanos”. Recuerdo que me indigné poderosamente porque no encuentro el matiz peyorativo en la palabra “gitano” y me resulta horrible que alguien la utilice de tal modo, tras haberse derramado tanta sangre inútilmente. Volvemos a lo mismo: ¿por qué nos ofendemos por cosas que no son ofensas?, ¿por qué insultamos con rasgos que no son insultantes? No es necesario, ni deseable, convocar días del Orgullo Gay en los IES (¡es lo que nos faltaba!), pero sí animo a todos a reflexionar seriamente sobre la hipocresía que seguimos demostrando. En pleno siglo veintiuno y con nuestra actitud vehemente y condescendiente, derrochada a destiempo. Nadie tiene prejuicios, nadie es racista… pero cuando conocemos al novio de nuestra hija (o de nuestro hijo) siempre se nos ocurre algo políticamente correcto que reprocharle.