domingo, 19 de diciembre de 2010

PISA

Me prometí a mí mismo no escribir esta columna, pero me han vencido. El informe PISA ha dejado de tener interés comunicativo, pero la gente es muy pesada. Me aburre que el Madrid y el Barcelona siempre ganen (en gran parte por eso soy del Betis) y ya jamás me fijo en los datos sobre siniestralidad de las carreteras. En verano hace calor y en invierno frío. Inundaciones, cotas de nieve… Hay noticias que no son noticia. Como el estado de la cuestión de nuestra educación, por ejemplo. No tengo nada nuevo que decir, nadie se sorprende ya. (Aunque, tal vez, sí convenga hacer memoria, como todos los años). Los indicadores no indican nada. Más aún cuando algunos medios de comunicación destacan, encima, que hemos mejorado algo en comprensión lectora. Seguimos yendo como el culo (de los países de la OCDE) y debería estar prohibido por ley hacer una valoración positiva de lo que es evidente: nuestros resultados son un mojón. Un mojón en nuestro camino, que evidencia que vamos mal, que hemos de darnos la vuelta, pues estamos cada vez más lejos del destino, no más cerca.

Los primero alumnos de la ESO están llegando al mundo laboral. Se demuestra en los pequeños detalles, en cuestiones de forma: ortografía, falta de ingenio y mediocridad productiva. La cultura no está de moda. El esfuerzo no se valora. La competitividad está mal vista y nuestros objetivos son que los nenes sepan leer y hacer cuentas. Y echando cuentas, con calculadoras o sin ellas, echo en cara al modelo que hay que apostar a lo máximo para conseguir el mínimo. Los fracasados de hace un par de décadas, ahora serían estudiantes decentes, los que marcan el listón y el punto medio. Ahora bien, los humanos somos un poco anormalitos: vamos por camadas. Ahora pintan bastos, nótese el juego de palabras, y en otro tiempo éramos más finos. No corren buenos tiempos para la lírica, ni para la narrativa, aunque nuestros jóvenes sean unos artistas echándole teatro y cuento. Son rachas. Son rachas y modas. Y esta racha no es buena, por eso toca volver atrás y rescatar del modelo precedente los elementos que sí eran válidos, cambiando de ese modo la generación (perdida). Y todo el mundo sabe las causas de esta pérdida: la aplicación, a destiempo, de leyes que no eran necesarias. La falta de una alternativa eficaz para los alumnos que no superan ESO. La escasez de estabilidad en las plantillas. La ratio. El despilfarro que se hace de los medios y la paradójica carestía de otros. Profesores sin vocación por las vacaciones, o fritos a rellenar papeleo, en centros donde no se les permite hacer lo que deben. La pérdida del respeto. La desazón que produce en los progres la existencia de una ley universal del báculo: el docente manda, el alumno obedece. La pérdida de la tarima. Los padres y su permisividad. Los prejuicios hacia nuestro colectivo de una sociedad profundamente estúpida, que no sabe que las reivindicaciones del profesorado siempre repercuten en el bien común.

El diagnóstico está claro. Todo el mundo conoce el problema. Todo el mundo conoce las soluciones. (Los sindicatos viven de exponerlas, de hecho). Y las mesas sectoriales, y los anteproyectos de LEY, y todas esas cosas feas, me hacen temer que el único problema aquí es de pasta. Si todos sabemos lo que pasa y estamos hartos de aparecer entre los últimos puestos del Informe, año a año, solo veo dos opciones: o las personas que tomas las decisiones son incompetentes o no se invierte suficiente dinero para revertir las tendencias, para implementar las ideas que todos tenemos y que siempre promulgamos con juicioso orden en las charlas del café. Descarto que los mandatarios sean ineptos, pues es un sacrilegio asumir que la democracia eleva a gente poco cualificada hasta ciertos cargos, y solo se me ocurre ver que los países más productivos se dejan mucho más dinero que nosotros en todo lo referente a educación.

No sé si quiero ser padre. El otro día me di cuenta de que me da una pereza atroz transmitir una cierta cultura a mis hijos. Pienso en el modelo educativo en el que trabajo… y sospecho que los padres que consiguen que sus hijos entiendan algo del mundo, duermen poco, y se esfuerzan demasiado. Sin ellos estaríamos aún más abajo en PISA.

Índigo

Victoria, la chica de los ojos azules, la estudiante de la camiseta de “Me llamo Earl”, que siempre se sienta a mi derecha, y que tiene los cabellos rubios, me ha dicho que tiene depresión. Un amigo de su padre, un afamado psicólogo, ha estado charlando con ella. Sobre la vida y sobre el mundo. Tiene dieciséis años. Después de esa conversación ambos han llegado al acuerdo de que los sentimientos de Victoria no son muy normales (y, por tanto, ¿son nocivos?). Por ese motivo, porque lo anormal es peor que lo normal, ha venido a contarme que tiene un problema. Poco antes la he visto entrar en la biblioteca, apesadumbrada, con los puños apretados, y con ganas de llorar. No estoy seguro, pero creo que ha estado buscando en el diccionario qué significa tener depresión (aunque yo le hubiera recomendado que buscara mejor el significado del adjetivo “raro”).

La tengo delante (o es como si la tuviera delante) y quiere saber lo que pienso. Todos los años reparto una hoja en blanco a mis alumnos y les pido que apunten, en quince minutos, todas las palabras que conozcan con la letra P. Es una forma sencilla de cuantificar su capacidad de expresión. Ella dio unos resultados muy anómalos: superó ampliamente a los demás compañeros y utilizó una serie de palabras que casi ningún adulto emplearía. Recuerdo uno de sus exámenes: estaba repleto de ilustraciones sobre nazarenos ensangrentados, a modo de ejemplificación. Me hizo gracia porque el sentido del humor es una marca evidente de inteligencia. La mayoría de la gente estúpida que conozco trata de enmascarar su propia estupidez aparentando que las cosas no les hacen gracia (en realidad, su problema es que no saben captar la ironía). Pero Victoria es audaz y decidida, y tiene una cautivadora forma de encarar la vida, aunque eso la lleva a regodearse en el dolor, a exagerar lo que siente, a llevar su autocrítica hasta niveles desaforados.

No, Victoria. Tú no tienes depresión. Tu única enfermedad se cura sin medicación, pero es muchísimo más grave: se llama adolescencia. Y la adolescencia es así, es lo que tiene y lo que tienes. Odias el mundo y el mundo te odia. Y te agobian problemas que no existen, o que existen a ratos, y generas otros con la esperanza de sentirte más viva. Pasas al día seis horas sentada escuchándome a mí (y a otros adultos), ¿cómo no vas a estar loca por padecer anorexia, ansiedad, manía persecutoria o conductas disruptivas? Algo tendrás que inventarte en lo que pensar mientras nosotros te hablamos. Algo tendrás que hacer para desengrasar tus neuronas, que juegan al ajedrez y que planifican de más. Has de amargarte, amarte, amar y desnutrirte, porque estás aprendiendo a vivir, y en ese proceso hemos de probarlo todo: hacernos daño, infringir daños, destruir todo lo que nos fue impuesto y desnaturalizar nuestra propia existencia. Correr todos los riesgos y saltarnos todas las normas es bueno, porque te llevará a construir otras reglas, constituyentes de un nuevo orden, más justo. Has de llorar cuando te pillen. Hacerlo mal, dejando cabos sueltos, para tener una excusa para volver al lugar del crimen, para borrar las huellas, para mirar la cara del asesino, sintiendo que todo encaja, aunque no deje de ser, en suma, un mero proyecto de caos aparente. (Seguro que tu habitación está desordenada. Eso también denota creatividad y un fuerte mundo interior).

No tienes depresión. Ni estás loca. Eres inteligente. Probablemente ese sea el problema. Todos los años tengo delante a chicos que no controlan su propia creatividad, que afrontan problemas que les superan porque están muy por delante de lo que deberían estar sintiendo. No te engañes, esos son los elegidos, los que únicamente tienen la llave para cambiar el mundo, para reventar y reinventar los verdaderos cimientos de nuestras ciudades. Victoria, no todos somos iguales. Eso es tan obvio como que tú no tienes depresión. Eso sí, ¿has oído hablar de los niños índigo?

El túnel

Recuerdo aquella columna con mucho orgullo. Conté la historia de un chico del Centro cuyo padre tenía el síndrome de Diógenes. Unos días antes llegaron los civiles y se lo llevaron. Me tocó explicarle a aquel señor, cuyo olor corporal horrorizaba a nuestra orientadora, que estaba embarazada, que no volvería a ver a su hijo. Se lo habían llevado y no me permitían decirle a dónde. (A decir verdad, yo tampoco lo sabía con mucha precisión). Recuerdo cómo lloró, cómo gritó, cómo maldijo al cielo y cómo yo estaba convencido de que me pegaría. A mí o a mi director. O a ambos. Creo que es lo que yo hubiera hecho de estar en su situación. No. Se vino abajo. Lloró como solo lloran las personas que no sabrán recuperarse jamás del golpe. Aquel hombre, al fin y al cabo, estaba enfermo y no volvería a ver jamás a su hijo.

Aquel hombre, el padre de Juan, del niño que hablaba con las gaviotas, murió pocos meses después. Me dio la noticia un antiguo alumno, que se metió en mi coche. Abrió la puerta del copiloto y me lo soltó a quemarropa con la puerta cerrada, porque no quería que se enterara nadie de la calle, no sé bien por qué. A decir verdad, desde mi ingenuidad, todo aquello me resultaba muy emocionante. Como el narrador que soy, aunque últimamente ejerza poco de ello en mis columnas, sabía que aquella era una historia preciosa. Sin muchos escrúpulos la conté. Y me sentí bien cuando varios lectores me felicitaron por lo bien que había plasmado el drama humano, la dureza de ciertas vivencias que siempre se ceban con los bajos fondos. (Me sentí un escritor comprometido, pensé que Larra se sentiría orgulloso de mí). Más aún, sentí que ser profesor te permite ayudar a los más necesitados y llegué a la conclusión de que somos todos muy santos y muy divinos.

Han pasado cinco años y creo que no volvería a contar aquella historia. Juan, el niño que jugaba con las gaviotas, ha cumplido los dieciocho y le han devuelto las riendas de su vida. El problema es que es ahora un juguete roto. Se crió sin familia y era frágil y puro. Verlo entre los otros me hacía imaginar a El Principito sentado en las rodillas de una prostituta. Aquel niño fue insultado y escupido, porque jamás se sociabilizó, pues era de otra especie. Jamás nadie supo decirle lo que necesitaba saber: nadie lo enseñó a defenderse. Para sobrevivir los adolescentes atacan a los que son más débiles. Juan era más débil que todos los demás niños y, por ese motivo, recibió tantos golpes. Todos lo utilizaron como bidón de fuel emergido entre los restos del naufragio. Arramplaron con su luz para apoderarse de un poco de autoestima. Se creían fuertes porque no eran tan débiles como Juan.

He vuelto a verlo. Me sorprendió y mucho. Estaba en un descampado y poco o nada queda de la luz del niño que jugaba con las gaviotas. En solo cinco años se ha convertido en un delincuente precoz. Su irrupción en mi barrio puede que guarde relación con el cristal del coche que el otro día me destrozaron. Me cagué en los cabrones que lo habrían hecho, obviando que esa persona puede que fuera mi Juan. Obvié que hace unos años pasé más tiempo pensando en cómo contar su historia que en buscar la fórmula más adecuada para socorrerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y si él la ha lanzado contra mi coche tiene derecho, pues está libre de culpa. Juan, ni más ni menos, es el resultado de la tardanza de Asuntos Sociales, de las trabas mentales de sus padres, de mi propio pasotismo, y de todo aquello que habrá vivido en estos años, sin familia y sin cobijo, en un centro de menores, rodeado por otros juanes como él. O peores.

Soy un hipócrita. Y me siento, y declaro, culpable.

Autoridad del profesorado

El otro día vi una noticia interesante. Un alumno había insultado a un profesor y había sido condenado a no poder acercarse al perímetro del que había sido su centro educativo. Recibió un castigo de adulto, aunque era todavía menor de edad. La noticia reabría el debate social sobre la idoneidad de concedernos a los profesores el rango de autoridad y sobre cómo se capearían los dislates de la Ley del Menor, desde dicha condición. Un castigo semejante se impondría por la ofensa hecha a un civil o contra un policía, ¿por qué a nosotros, por sistema, no se nos protege igual?

No comprendo las manifestaciones sobre cuestiones maniqueas (del tipo “no a la guerra”, “el paro es malo” o “las patatas fritas son sabrosas, aunque engordan demasiado”). Eso sí, lo que aún entiendo menos son aquellas reivindicaciones sobre las que hay consenso, pero que no se conceden. De sobra es conocido por todos que hay un serio problema de disciplina en las aulas. Sería hipócrita si no digo que ahora mismo estoy en un centro donde los alumnos, en líneas generales, dan asco de lo buenos que son. No obstante, no por ello olvido lo que he vivido en otros centros y en otros años. En este gremio mío la gente ve su película, pero olvida que hay muchas otras. Hace varios años que no tengo problemas serios dentro de clase, pero eso no hace que entienda menos necesario pelear por aquellos que han de estar en institutos más complicados. Hay profesores para los que dar clase supone arriesgar su integridad física. Solo el que lo probó lo sabe.

Para todos ellos, para los alumnos de esos centros, para los padres de todos esos alumnos, para los comerciantes de la zona, para los conserjes y jardineros, que nosotros recibamos el rango de autoridad es positivo y urgente. Pondría fin a la desprotección con la que muchos trabajan. Sería un sustento legal idóneo de cara a llevar a cabo nuestra labor a diario y con decoro. Nos devolvería a la posición, por encima de la tarima, que jamás debimos perder. Y no niego que habrá quien se aprovechará de forma insidiosa de ese rango, pero como siempre será una asquerosa minoría. Solo eso. La mayoría de los profesionales con los que he trabajado buscan lo mejor para los alumnos siempre. Y con autoridad lo seguirían buscando. La mayoría de los profesores a los que conozco desean hacer mejor su trabajo y piensan, pensamos, que nuestra figura ha de tener el reconocimiento social que merece... porque ello hará que la sociedad se vea beneficiada. Y no hablo de dinero, esta vez. Hablo de respeto. Hablo de que todos los políticos dicen que la educación es muy importante, que la formación es la clave para salir de cualquier crisis, y a la hora de la verdad nos vemos solos y pisoteados.

He leído un millón de panfletos, de todos nuestros sindicatos, reivindicando que se nos conceda el rango de autoridad. Sin embargo, todavía no he escuchado a nadie que no esté de acuerdo con esta petición. Nosotros lo pedimos, pero no sé quién está diciendo que no. Los padres dicen que quieren profesores que se impongan. ¡Hasta los alumnos se quejan si no les impones autoridad! Comprendo que mi formación, y rango, no ha de llevarme a ser un pacificador del mundo. No quiero poder sacar una placa, estando de paisano, y gritar “alto, soy profesor”. Pero en mi centro, y en sus alrededores, parece justo que estemos tan protegidos como un portero de fútbol en el área pequeña. ¡Pobre del que nos toque! Porque llueve sobre mojado y nos han tocado mucho. Todos los meses hay agresiones, aunque solo unas pocas salgan a la luz. Todos los días recibimos ciberacoso, ya hablaré otra semana del tema, y mi sola palabra ya debería bastar para zanjar ciertas investigaciones.

Si por casualidades de la vida este artículo cae en manos de algún político, trato de persuadirlo recordándole que se apuntará un tanto, si nos dan lo que pedimos. Creo que todos los medios le reirán la gracia, pues esa gracia es justa y legítima. Además de populista (que no solo “popular”), es consensuada, pues toda la sociedad la demanda. Sé que legislar conforme a lo que la gente pide y necesita es poco divertido, pero tiene también sus ventajas: tienes a tus trabajadores más contentos y les es un poco menos duro digerir que les vas a quitar media paga de Navidad. No pido ordenadores, ni despachos para todos, pues todo eso es caro. A veces las cosas inmateriales son las que más ilusión nos hacen (ese es, al menos, el espíritu de “la Navidad sin regalos”, a la que nos están avocando este año). Con más máquinas de café y con un poco de más autoridad, el mundo será un entorno más próspero y habitable. Brindo por ello.

Harry Potter

Que me llamen oportunista no me importa. Alguien oportunista es aquel que aprovecha sus oportunidades, lo cual no puede ser tan malo y, menos aún, en los tiempos que corren. Sí es cierto que, desde hace años, quería escribir una columna sobre la saga de los Slytherin y de los Gryffindor y que la hago coincidir con el lanzamiento de la película correspondiente al último libro. Tan desventurada coincidencia se debe a mi mala memoria. He tenido que ver miles de carteles en todas partes para recordar que tenía un encargo que satisfacer. Y aquí me hallo. Para dar mi opinión, por si le sirve a alguien.

Cuando estábamos en los cursos más altos de Filología solíamos hacer análisis de Harry Potter en los cambios de clase. Nos hacían gracia datos tales como que Snape, apellido que viene a significar 'serpiente', el símbolo de su casa, tenía un nombre de pila latino (Severus) que coincidía a la perfección con su rasgo espiritual más sobresaliente. Nos gustaba ver cómo había símbolos bíblicos, ¿acaso Albus no es un trasunto de Dios?, cómo Cancerbero aparecía, junto a elementos celtas, cómo fusionaba la Rowling un universo, nunca mejor dicho, de mitologías. Siempre, por ello, coincidíamos en que era una saga con una pluralidad muy notable de lecturas. Eso era lo que nos gustaba: satisfacía muchos horizontes de expectativas. Un adolescente podía seguirlo encaprichado de los amores de Hermione y Ron, mientras que nosotros discutíamos memeces (por supuesto los amoríos siempre serán más importantes que cualquier étimo). La calidad de un texto, no pocas veces, deviene de la mirada de quien lo contempla. Y de sus prejuicios, a ello voy.

Harry Potter es una saga moderna, de excelente creación, un trabajo cuidado y ordenado, que crece con sus lectores, en un hito sin precedentes en la historia de la Literatura. De hecho, el último volumen de la saga es una novela adulta, madurada, de tempo lentísimo, en comparación con los anteriores, introspectiva, donde el personaje pasa más de medio libro reflexionando, preparándose para afrontar su propio destino, tratando de entender la muerte... Preocupaciones todas ellas mayúsculas y cuyas enseñanzas asociadas no le vendrían nada mal a más de un adulto, con los que me cruzo cada mañana. No es un libro para niños, por tanto, porque la autora es consciente de que, a esas alturas del pastel, sus polluelos son ya pollos. El mismo grosor del tocho lo acredita. Es una saga didáctica porque, de conseguir acabarla, has dado el paso y te has convertido en lector. Puede que no te ordenes mago ni bruja, pero sí lector.

Y hablando de “brujas”... Me encanta cómo la obra aborda el tema de la paridad, de la coeducación, del sexismo. Hay un mensaje muy didáctico detrás de todos sus enfoques, pero en especial sobre este. La proporción de magos-brujas es constante en todas las esferas de poder. Compiten juntos, trabajan juntos, y en ningún pasaje del libro se aclara una cuestión que los adolescentes asumen como natural, pero que no lo es tanto: las lideresas de la obra no lo son por una cuestión de cuota, sino de carisma. Harry es un hombre, pero Hermione demuestra más valía que él, casi siempre. No es menor la importancia de Minerva, que la de Severus. Además, se desposee a la palabra “bruja” de toda connotación peyorativa, presente desde siglos ha, y se la equipara a la de “mago”, donde por derecho ha de estar.

El respeto relativo a las normas, la valentía, el (a)precio de la ambición desmedida, la búsqueda del sentido último de nuestra vida, la importancia del estudio... Son muchos los temas que aborda Harry Potter con cierto éxito, todos los postulados transversales que deseemos tratar se encuentran ejemplificados. Por eso me da mucha lástima escuchar a algunos adultos, profesores de secundaria, despotricar contra estos libros, sin conocerlos, decir que no es literatura, sino un subproducto comercial. Sí, lo reconozco: yo soy fan. Y alguna que otra vez he recomendado en ciertos cursos de la ESO la lectura de Harry Potter. Y volvería a hacerlo, que conste, porque los cánones literarios evolucionan y me escandaliza mucho más que siga habiendo profesores carcas que mandan la Celestina en tercero de la ESO, que afrontar que a veces las modas tienen detrás una razón de ser que las ampara. “Algo tendrá el agua cuando la bendicen”, me decía mi abuela.

Investigación forense

María Teresa es una profesora sagaz y completa. Aun en los tiempos que corren, los alumnos guardan silencio por su sola presencia. Sin embargo, María Teresa es comprensiva y cercana, cariñosa, incluso. Se preocupa por sus alumnos, los cuida, está atenta a las necesidades que todo grupo presenta para aportarles lo mejor de sí misma. La anorexia, los embarazos precoces, los casos de acoso... ¡El universo no guarda secretos para María Teresa! Observa la mirada cómplice de dos alumnos y sabe qué travesura han perpetrado. Podría, a decir verdad, calibrar el cuándo, el dónde y el por qué, sin interrogatorios. Lee la realidad como solo los grandes periodistas, de la talla de Javier Caraballo, saben hacerlo.
Toma la tiza, mientras una brizna de luz entra por la ventana proyectando su halo protector sobre la mejilla de una de sus alumnas. Un ojo morado. Se aproxima y la examina, sin llegar a invadir su espacio. “Pobrecilla”, se piensa. Haciendo memoria recuerda de pronto que un día, durante un examen, contempló a aquella misma chica con un corte muy profundo en el brazo derecho. Recuerda, rememora, que siempre carga la mochila en el mismo hombro. Su archivo mental se retrotrae y se da cuenta de que la adolescente que está frente a ella pertenece a una familia desestructurada: sus padres están separados, según se comentó en una junta de evaluación. De hecho, se rumoreaba que la madre de ella había rehecho su vida y que aquella chica no guardaba muy buena relación con el compañero sentimental de su madre.
Todas aquellas señales físicas... María Teresa, mientras explicaba, no pudo dejar de reflexionar sobre las evidencias. Aquella chica tenía un carácter fuerte y algo agresivo. A veces la había visto peleando en el patio, con otros compañeros. Incluso una vez, mientras hacía guardia de recreo, María Teresa pudo escuchar cómo su alumna relataba que había sufrido una paliza la tarde anterior. Mientras lo narraba se reía y por eso no dio mucho crédito a lo escuchado. ¡Era un mecanismo de defensa! Ahora todo encajaba y se lamentó no haber actuado con mayor celeridad.
El protocolo es claro. Primero hablaría con los padres de la joven. Si la custodia la tenía su madre, esta lo negaría todo. Le diría que su compañero sentimental tenía una buena relación con su hija y que todo iba correcto. En paralelo, el padre estaría más abierto al diálogo, pero también más carente de información. Lo único malo de estos casos es que no sabes si te dicen la verdad, si verdaderamente existe un problema, o si te están dando la razón con la finalidad de herir a su ex pareja. Es frecuente que el progenitor que no tiene la custodia te diga “que el comportamiento de la niña está mucho peor, puesto que su madre la ha puesto en contra de mí... y la ha hecho vivir en una continua frustración”. ¿De qué serviría escuchar todo aquello, una vez más? Habría de derivarla al Orientador del Centro y, desde él, a un psicólogo. Hay que evaluar el impacto emocional de la situación y dilucidar quién es la persona que le está infringiendo los malos tratos.
María Teresa estaba explicando integrales, pero estaba completamente distraída. ¡Hay que ser desalmado para pegarle a una niña! Aquella chica había tenido una infancia dificilísima y ni siquiera ahora la dejarían ser feliz. Asuntos Sociales ya no actuaría. Tenía ya diecisiete años y esos son demasiados: la mayoría de edad andaba cerca y ¿de qué serviría quitar la custodia pocos meses antes de los dieciocho? A pesar de lo cual, ¿acaso alguien que cumple los dieciocho tiene potestad real para emanciparse? ¿Con qué dinero? ¿Con qué ayudas? Quizá aquella chica estuviera viviendo un auténtico infierno y nadie pudiera ayudarla.
Tocó el timbre. Al terminar la clase, le pidió a su alumna que permaneciera en el aula. Ningún compañero se extrañó. No hubo reacciones de ningún tipo, aunque estuvo atenta para percibirla. Cuando todos se marcharon, tomó su mano con ternura y con ternura comenzó a relatarle todos los datos que tenía: el golpe del ojo, aquel corte, su tendencia a coger la mochila siempre con el mismo hombro, las peleas de los recreos, su agresividad manifiesta... Le contó cada detalle con mesura. Cada observación. Confiaba en que se abriera. Podía ayudarla.
Helena se rio.
-No, profesora... Creo que lo ha entendido todo mal. Soy cinturón negro de aikido. Una de las más jóvenes de toda Andalucía, por cierto. En mi deporte es inevitable llevarte alguna paliza de vez en cuándo. ¡Llevo los golpes con resignación, pero no quedan estéticos! Agradezco su interés... pero le pido que la próxima vez me pregunte antes de iniciar ninguna investigación forense.