domingo, 19 de diciembre de 2010

Índigo

Victoria, la chica de los ojos azules, la estudiante de la camiseta de “Me llamo Earl”, que siempre se sienta a mi derecha, y que tiene los cabellos rubios, me ha dicho que tiene depresión. Un amigo de su padre, un afamado psicólogo, ha estado charlando con ella. Sobre la vida y sobre el mundo. Tiene dieciséis años. Después de esa conversación ambos han llegado al acuerdo de que los sentimientos de Victoria no son muy normales (y, por tanto, ¿son nocivos?). Por ese motivo, porque lo anormal es peor que lo normal, ha venido a contarme que tiene un problema. Poco antes la he visto entrar en la biblioteca, apesadumbrada, con los puños apretados, y con ganas de llorar. No estoy seguro, pero creo que ha estado buscando en el diccionario qué significa tener depresión (aunque yo le hubiera recomendado que buscara mejor el significado del adjetivo “raro”).

La tengo delante (o es como si la tuviera delante) y quiere saber lo que pienso. Todos los años reparto una hoja en blanco a mis alumnos y les pido que apunten, en quince minutos, todas las palabras que conozcan con la letra P. Es una forma sencilla de cuantificar su capacidad de expresión. Ella dio unos resultados muy anómalos: superó ampliamente a los demás compañeros y utilizó una serie de palabras que casi ningún adulto emplearía. Recuerdo uno de sus exámenes: estaba repleto de ilustraciones sobre nazarenos ensangrentados, a modo de ejemplificación. Me hizo gracia porque el sentido del humor es una marca evidente de inteligencia. La mayoría de la gente estúpida que conozco trata de enmascarar su propia estupidez aparentando que las cosas no les hacen gracia (en realidad, su problema es que no saben captar la ironía). Pero Victoria es audaz y decidida, y tiene una cautivadora forma de encarar la vida, aunque eso la lleva a regodearse en el dolor, a exagerar lo que siente, a llevar su autocrítica hasta niveles desaforados.

No, Victoria. Tú no tienes depresión. Tu única enfermedad se cura sin medicación, pero es muchísimo más grave: se llama adolescencia. Y la adolescencia es así, es lo que tiene y lo que tienes. Odias el mundo y el mundo te odia. Y te agobian problemas que no existen, o que existen a ratos, y generas otros con la esperanza de sentirte más viva. Pasas al día seis horas sentada escuchándome a mí (y a otros adultos), ¿cómo no vas a estar loca por padecer anorexia, ansiedad, manía persecutoria o conductas disruptivas? Algo tendrás que inventarte en lo que pensar mientras nosotros te hablamos. Algo tendrás que hacer para desengrasar tus neuronas, que juegan al ajedrez y que planifican de más. Has de amargarte, amarte, amar y desnutrirte, porque estás aprendiendo a vivir, y en ese proceso hemos de probarlo todo: hacernos daño, infringir daños, destruir todo lo que nos fue impuesto y desnaturalizar nuestra propia existencia. Correr todos los riesgos y saltarnos todas las normas es bueno, porque te llevará a construir otras reglas, constituyentes de un nuevo orden, más justo. Has de llorar cuando te pillen. Hacerlo mal, dejando cabos sueltos, para tener una excusa para volver al lugar del crimen, para borrar las huellas, para mirar la cara del asesino, sintiendo que todo encaja, aunque no deje de ser, en suma, un mero proyecto de caos aparente. (Seguro que tu habitación está desordenada. Eso también denota creatividad y un fuerte mundo interior).

No tienes depresión. Ni estás loca. Eres inteligente. Probablemente ese sea el problema. Todos los años tengo delante a chicos que no controlan su propia creatividad, que afrontan problemas que les superan porque están muy por delante de lo que deberían estar sintiendo. No te engañes, esos son los elegidos, los que únicamente tienen la llave para cambiar el mundo, para reventar y reinventar los verdaderos cimientos de nuestras ciudades. Victoria, no todos somos iguales. Eso es tan obvio como que tú no tienes depresión. Eso sí, ¿has oído hablar de los niños índigo?