Laly sueña despierta y por ello he esperado a encontrarme en un estado de hiperconciencia para redactar estas líneas. Solo en estados alterados de ánimo, tras estímulos desgarradores, inmerso en sueños y sueño, me es posible entender ciertas cosas. Hablamos de una artista, de una profesora con arte, que cada día se enfrenta a los invasores de guaridas, a todos los guardias de las mazmorras, a los fantasmas, grillos y grilletes que pueblan sus cuadros, sus dudas y sus muertos; no me es posible hablar del tema con objetividad porque eso sería renunciar a la parte transcendente. Laly es una profesora excelente que, pese a todo, sigue siendo un ser humano. Abarca sueños y suspiros entre sus lienzos y, de pronto, sin dar cabida a tantos sentimientos como su luz debiera engendrar, topa de bruces contra una realidad carcomida y estúpida.
Ahora, en cristiano. Laly tiene un alumno al que todos apodan El Gitano. El Gitano es tosco en las formas y ruin en el fondo. Acude al Centro para hacer negocio y, por desgracia, no me refiero a negocios justos, como bien podrían ser revender bocatas, traficar con chuletas o pintar iconos manga a cambio de besos. El Gitano vende droga y enunciarlo de otro modo sería un eufemismo injustificable. Como en el Centro el Director no tiene los arrestos necesarios para meterle mano al asunto, el tráfico de estupefacientes se ha convertido en una eventualidad más, tal como son los cambios de clase, las peleas en los recreos o los suspensos debidos al poco dormir. De este modo, la mercadotecnia ha funcionado. La droga es la misma, pero no es lo mismo comprársela a uno que a otro. ¿Cómo va a ser igual un porro liado con yerba de un tal don Nadie, que otro procedente de la factoría de El Gitano? Solo el mote ya coloca. La firma hace efecto, claro. Siempre ha sido y será así. La sociedad de consumo es a menudo eso: un eterno placebo de productos iguales, pero más sabrosos conforme más sucio sea el proceder, el actuar, el halo que lo envuelve y envenena todo.
Retomo. En el tejemaneje cotidiano que supone el trafique, Laly se encontraba en una clase centrada en las creaciones de los chicos, tratando de insuflar un poco de magia en un horizonte de pulcra roña. Vio un bulto y, en el quehacer diario de todo docente-policía, se acercó al muchacho de los pelos largos. “No tengo nada, no mires ahí”, inquirió escondiendo el paquete. Inicialmente ella pensó que se trataba de un insignificante móvil, por eso se acercó. Las leyes del Centro lo prohíben, pero el botín fue bastante más sabroso. Hablamos de una bolsita de polen de marihuana, mercancía que crispó a El Gitano sobremanera, tras la fortuita incautación. “Maestra, ¡ni se te ocurra! ¡Eso no lo toques!”. Una tranquila clase, en la que el objetivo era componer un bodegón surrealista, se concreta en una persecución a lo Corrupción en Miami. A partir de ahí, ¿os imagináis qué viene? ¿Suponéis el estrés, la tensión, los insultos, los comentarios, el bajonazo de autoestima cada vez que los alumnos te tratan de loca, por oponerte a una transacción ordinaria, por trazar diques para que el mar no siga comiéndose el terreno? Desde ahí, Laly mirará su coche antes de montarse y respirará aliviada si las cuatro ruedas tienen la misma cantidad de aire, aproximadamente. Desde entonces, le será imposible entrar en el IES, escuchar los gritos de siempre, sin haber amortiguado su conciencia con algún medicamento fuerte. ¿Quién tiene la culpa?
Me vanaglorio de decir que no existen los docentes normales. Todos estamos un poco tocados y tarados. Normal. Te llevas cornadas si toreas desde el albero. Duelen mucho y no son un gaje, sino una putada (perdón por la expresión). Es personal siempre, porque el objetivo de los alumnos, capitaneados por El Gitano, será herirla hasta que logren fundir su resistencia, quebrar sus nervios, prenderla y hacer que derrame sus humores, sus vísceras, el alma al completo. ¿Cómo no va a ser personal si todo salpica como escupitajos reciclados contra el viento? Hablo del viento del mar que aquí trae los fardos que las zodiac de los narcos dejan escapar. Todo el mundo sabe qué significa, en los puertos costeros, una persecución cerca de la orilla. Habrá pesca y alguien cambiará su forma de vestir. Lo normal. Oponerse a lo obvio se le ocurre solo a los locos y a los artistas.