miércoles, 11 de marzo de 2009

Pandora y otros cuentos

Siempre he pensado en la cara de tonta que se le quedaría a Pandora tras ver todo lo que manó de su caja. En el fondo, supongo, albergaba la esperanza de que todo saliera bien, de que todo lo que saliera fuera el bien. Dentro solo quedó la esperanza. Tal vez, segundos más tarde, cerrara la caja con la esperanza de que el efecto fuera reversible pero, en efecto, como la esperanza es lo único que aún seguía dentro, esta réplica no funcionó. Resultó, por tanto, que nada tenía arreglo. Cualquier intento de mejora traía consigo más fracasos, más dolor y más ira. Al fin y al cabo, su historia había terminado. Su error será más recordado que aquel de Arconada. En ocasiones la ESO me recuerda a esa caja que siempre debió permanecer cerrada y a ese balón sin ocasión, deslizándose bajo el cuerpo de nuestro arquero. ¿Por qué la abrieron? ¿Por qué se inició todo este proceso, si antes las cosas funcionaban mejor, si no había peligro, si no era necesario, si era evitable? Ahora, pasados los años, no tenemos una situación más próspera, ni hemos logrado alumnos más competentes: la progresión de las promociones demuestra que alguien se equivocó. Desconozco qué persona tendría entre sus dedos la firma última, pero sí sé que cometió una pifia terrible y que por su culpa nos la colaron a todos.

Caroline es escocesa y tiene catorce años. La veo llorar y montarse en su avión. A lo largo de estos meses lo ha hecho con frecuencia. En virtud del plan bilingüe vino de intercambio con la mala suerte de que su IES adoptivo está en un barrio “con riego de exclusión social”. Se vio de pronto rodeada de gitanos que no comprendían el inglés, obligada a tomar puchero por las noches, incapaz de asimilar por qué se cena a las diez, si ella a esa hora se halla siempre en el séptimo sueño. No basta. “Esta niña es muy rara: no se come ni el puchero, ni la pringá. ¡Será posible!” Y Caroline lloraba deseosa de reparar su realidad de siempre. Por cierto, ahora que cada uno retornó a su casa, solo me preocupa la cara de espanto del patriarca al ver el vestuario que se gasta el Cristóbal ahora que ha vuelto al barrio. “A nuestro hijo nos lo han amariconado, Mari. ¡Nos lo han amariconado! ¡Estos guiris son todos una panda de sarasas y el niño se ha vuelto igual que ellos!”

Contemplo a una maestra de sesenta años descompuesta, con el alma caída bajo los pies, mientras corrige exámenes. “Cuyami, ¡no es posible! ¡Ya lo he visto todo! Treinta años dedicada a la enseñanza y… ¡Solo esto me quedaba por ver! ¿Puedes creerte que la nota más alta en lengua española la haya sacado una chica ecuatoriana? ¡Eso es intolerable! ¡Es lo que me faltaba!” Trato de hacerle entender a mi compañera que los ecuatorianos también hablan español y que si Johanna ha realizado un examen tan imponente es porque su familia le ha inculcado la importancia que el trabajo tiene para la vida… pero ella está en otra onda. Honestamente creo que muchos docentes mayores han perdido la capacidad para escuchar. Hablan, hablan y están acostumbrados a hablar. En realidad, no buscan una respuesta, les engatusa el reflejo de su propio eco. Esa es su finalidad en sí misma y en sí mismos.

En la vorágine gris del patio descubro a un chico de primero que tiene el puño de otro marcado sobre el ojo. Se niega a revelar el nombre del agresor. Lo llevaría a la enfermería, pero no hay. La conserje tiene un botiquín, pero decido acompañarlo al centro de salud no vaya a ser que tenga algún daño en la córnea y nos ganemos, encima, una denuncia de sus padres. Por el camino, le pido que me explique lo sucedido y se niega. Medito mis posibles extorsiones y finalmente me decanto por la más agresiva. “Vale, te lo has ganado… ¡diré a todos que te lo hizo una chica! Diré que no fuiste capaz de defenderte y que una chica de primero te pegó”. Lo hago con la esperanza de herir su orgullo, pero con la suficiente sorna como para recular si me veo obligado a ello. “Maestro, ¿cómo sabes que fue eso lo que pasó? ¿Quién te lo ha dicho? ¡Mataré a quien te lo haya dicho!”. Mientras transcurre mi hora de guardia, sentado en la sala de espera, mientras las viejas del pueblo se afanan en colarse porque hay médico nuevo y todas están ansiosas por conocerlo y que les tomen la tensión, lo miro y me apiado de sus lágrimas. “Óscar, no te sientas mal… Las cosas han cambiado. ¡Ya sabes cómo se las gastan las chicas de tu edad! Tienen muchísima fuerza y bastante mala leche. Lo que te ha pasado a ti, nos ha pasado a todos alguna vez”.