miércoles, 4 de agosto de 2010

San Valentín Sangriento

Cada mañana ve su firma en el parte de faltas de cuarto y siente una punzada próxima al esternón. Se esfuerza por no cruzarla, transitan zonas diferentes del edificio, pero les es imposible, cada dos por tres, no penetrar el uno la paz del otro. Se ven. Se huyen. Se odian. Se amaron tanto… Por de pronto, los alumnos no comprenden por qué la tutora no se lleva nada bien con aquel profesor. Temas del dinero, se dicen. Temas ignotos, imaginan (aunque no conocen el significado de la palabra “ignoto”), se cruzan de hombros. Pero no. Se amaron y mucho. Y ahora, tras tantas decepciones, tras tantas traiciones, tras el vacío que deja el sudor frío del colchón de aquel invierno, les toca el reto de seguir adelante, de trabajar juntos, de compartir un proyecto nuevo.

Sus miradas jamás se cruzarán en los claustros. Cercenan los grupos de trabajo. Los lugares del café han sido diseñados en virtud de un plan que ninguno de los dos ha compartido con el otro, pero que se saben. Cada vez que alguien le dice “dile a la tutora de cuarto”, él lo resuelve con un lacónico mensaje al móvil. Ella utiliza alumnos. Se amaron demasiado, se odian demasiado. Pasan los días y el curso, los concursos de destinos, los pasos del funcionariado errático, que otrora los unió, ha de separarlos. Esperemos y en junio. No ha llegado la sangre al río, pero casi casi. Las lágrimas y los desvelos sí naufragaron. La directiva, creyendo cierto rumor extendido, no les hizo compartir guardias. Tratan de no existir el uno para el otro. Actúan como si todo aquello, aquel pasado curso, aquellos meses y los sueños y noches que compartieron juntos, fueran un borrón al que lograron echar tippex encima. Y a tiempo.

Llegó San Valentín y el Instituto se arrebata de claveles y de rosas, notas y cartas. De todas partes surgen corazones rojos y flechas clavadas. “Que pase cuanto antes”, es su deseo. Porque es difícil asumir que lo tuvieron y todo cuanto se les marchó, como la canción del verano, como todos aquellos cafés en los huecos, los esfuerzos por coincidir en ordenadores próximos, los besos en los departamentos, huyendo de todos, olvidando al marido, que es ahora exmarido, olvidando que cada hora en punto empezaba una nueva función a la que acudían con una sonrisa zurcida sobre la comisura de los labios. El tránsito frenético de los alumnos tenía sentido. Entonces. Todo se veía perfecto en aquel San Valentín en el que ambos eran, mutuamente, el uno para el otro, vórtice frugal de unicornios y desiertos. No había palabras. Por aquel entonces, hace un año, ahora se conmemora su primer aniversario, se miraban y el universo entero echaba a rodar de nuevo.

Los amores imposibles salen mal porque son imposibles. Y sus finales son atroces. En el amor y en la guerra, no se hacen rehenes. Todo instituto tiene mucho de amor y mucho de guerra. Los rehenes, entre ellos, fueron fusilados a traición. Uno a uno. Se hicieron todo el daño posible. Y podían mucho. Hirieron, sangraron, perdieron la fe, se marchitó todo y solo quedó el poso añejo de un café quemado y de los sobres de azúcar que guardaban de estos (con frases que hablaban de ellos). Valiera o no la pena, ya pasó. Y no queda nada. Pasó de largo y aquel amor adolescente, entre adultos, es el eje del mal, un conflicto, un problema para todos. Dentro de un instituto los profesores, cuando se aman, lo hacen de un modo muy adolescente, poco maduro, torpe y oscuro. Todo se mezcla con todo: el medio lo impregna y lo carcome todo.

Hoy se celebra San Valentín. Volverán los ramos de flores, los poemas y las tarjetas. Los alumnos miran a su tutora. Hoy no brilla. No saben ver qué se esconde detrás de su mueca de horror, del vértigo frito de sus labios. “Será que ella nunca se ha enamorado”, se dicen. Pero su alianza de casada, muy gastada y oxidada, se esconde en un cajón del departamento anejo. Y él, en su transitar furibundo por los pasillos de la planta cuarta, dejaría escapar una lágrima de no ser porque se sabe incapaz de poner el freno al resto. Que no comience. Que no comience. Que no regrese de nuevo el dolor.