miércoles, 4 de agosto de 2010

Encarni y el plafón

La muchacha que enseña a leer a los gitanos no sabe si pagar el alquiler de mayo. Imagino que en un mundo donde la gente se muere de hambre, donde el paro detiene en seco a demasiados espaldas mojadas, todo esto carece de importancia. Pero Encarni no sabe si pagar el alquiler y a mí me preocupan Encarni y su alquiler. Porque claro, ya ha pasado por seis sustituciones en lo que va de curso y, por supuesto, puede que su destino final no sea este. Sustituye a una mujer que sigue en la cama, son varios los días que tardará en dar una respuesta. Y, mientras tanto, ¿hará bien si paga el alquiler de mayo o se quedará colgada de él?

No recuerda dónde deja las llaves. Ralló el cómpact de Elefantes de tanto coche. Pasó ya por otras cinco casas y, por tanto, esta no es más que la siguiente (o la anterior, según se mire). El plafón de una de las lámparas es distinto, huele más a humedad la pared y el agua pesa sobre el estómago, como si llevara cal, si te atreves a beberla. ¿Y qué más da? Somos una raya. La muchacha que enseña a leer a los gitanos no sabe dónde vivirá en mayo y ya le robaron el mes de abril. Todavía está y ya la echo de menos. Y no ha prendido todavía los nombres de sus compañeros, ni de los niños, ni de los bares del pueblo. Y ya se marcha. O casi. Sigue siendo la nueva y pronto será la “antigua maestra”. Tiene gracia, aunque no la tenga. ¡Apura tus alas, Encarni! Detén el fuego inmortal y arde con él. Y entre tanto, ¿qué queda de ella allá por donde pasa? Algún niño, tal vez, en alguna futura reyerta tabernaria ¿recordará a la muchacha que le enseñó las reglas de la “b” y de la “v”? Solo eso. Lo que tocó aquel mes de abril, de alguna parte. Tal vez, sí. Emigra, dejando tras de sí los aperos de labranza sobre la colcha sucia del piso. Compilo gestos de dolor de todos aquellos que buscaron conocerla. Sin suerte.

Encarni tiene la paciencia de quien se sabe inmortal todavía. Algo conoce ya de medicina: ¿cuántas semanas te pagan por cada enfermedad sustituida? Un esguince, quince días. Una hernia, tres semanas. Un baúl de opositora, que desordena en cada instancia, viaja con ella, en cada deambular frenético de su coche, marcando los bajos con el firme poco firme de nuestra comarca de mierda. Apura los sorbos de un nuevo amanecer, de un nuevo pueblo, de las riendas de una vida que la Administración no le entrega, ni le deniega: le sostiene en préstamo. ¿Qué vendrá después? ¿Llegará más lejos? ¿Sucumbirá en la nostalgia de sentirse exiliada de sí, una maestra errante, portadora de designios y presagios? Es interina. Es sustituta. Llega y se marcha. ¡La maestra de guardia! Que va donde nadie va y que siempre se escapa. Casi nadie la acoge por su nombre, por su cara bonita, sí. Por sus ojos verdes, de la bandera que le paga, dos meses tarde, pero que le paga, que siguen llorando por la música incompleta de cada despedida, por los susurros tercos que no supo barajar en manos nuevas. Por hacer lo que sabe. A ratos: sembrar los campos de albero, regar con su magia los rostros de los gitanos del cerro.

Valga mi homenaje a las maestras del cerrillo, que se van antes de asentarse, que sustituyen, dejando tras de sí posos de juventud, rostros yertos cuyos rastros de café nadie sabe leer. Ni los posos, ni los textos. Valga esta columna para dar cobertura a la ilusión de los nuevos interinos, que prodigan prodigios en su procesión del fuero interno, por tantos senderos como la Administración contemple, sin más límite que junio, sin más sopor que el mañana que todavía permanece en blanco. Como el color que contrasta con el verde de sus ojos. Del color de la bandera que le paga dos meses tarde.

No me canso. ¿Alguien lo piensa? Yo soy funcionario y cada día me pesa un poco más el culo. Si Espronceda la viera le dedicaría una canción, y se enamoraría de ella, estoy seguro, como al Pirata o al Verdugo. La canción del Interino: “Que es mi barco mi tesoro, /que es mi dios la libertad, /mi ley, la fuerza y el viento, / mi única patria, la mar”.