miércoles, 4 de agosto de 2010

Final de curso

Pensé que me daría más pena. Supuse que esta vez, al igual que en las anteriores, tendría dentro una ristra de cosas por decir, miles de palabras de gratitud y algún que otro vituperio. Siempre pensé que este final de curso, que este día final, que da al traste con un nuevo ciclo, sería más intenso, apasionado, visceral y potente. Sin embargo, mi cabeza ya no está aquí, ni da para más. Acudo a clase, en este día último, con la cabeza alta, con la moral tranquila, con la certeza de que todo está cumplido. Y no tengo lágrimas, ni miedos, ni mentiras; no me queda dentro ningún sentimiento ocre que epate algo. A estas alturas, después de cuatro años, no me despido tanto, ni arropo los destinos de los que han sido mis niños. Ya, a estas alturas, no me sacudo el polvo de los zapatos, ni me siento profeta que parte de ninguna parte, ni una parte importante del orden, ni del caos. Ya no temo convertirme en estatua de sal y miro hacia atrás, sin grima alguna. Simplemente, se acaba otro curso. Y, en la anormalidad más armónica, se juntan los nervios de los opositores, las despedidas, los ecos del Mundial, los calores y la calada firme del último paso. No estoy triste, ni alegre, simplemente ya no estoy. Ya no estoy dispuesto a sentirlo tanto, por eso ya no estoy. Y ya no quiero que me arranquen nada, porque ya no estoy aquí. Me hago mayor y lo noto, precisamente, en que las cosas ya no me importan tanto, supongo. Y no sé si es bueno o si soy malo.

Recuerdo ahora el primer día en que llegué al pueblo. Todos los alumnos estaban en la piscina local. Me di un baño sabiendo que no podría volver a hacerlo desde el anonimato. Desde entonces, he bordeado el expediente disciplinario demasiadas veces. He descubierto que no vale la pena sobresalir, que nuestro sistema premia a los mediocres. Me he sentido esclavo, perdido, he naufragado en las peores carreteras y he vivido toda suerte de aventuras que no puedo relatar, aunque me muera de ganas. Y, ahora que toca marcharse, que cambio de centro, como tantos miles de profesores en toda Andalucía, me queda la eterna duda de no saber qué será de mí, quién ocupará mi plaza, me aterra saber que la lluvia siempre atraviesa los espectros y que los ecos del pasado son ecos, y que los ecos nunca dicen nada nuevo, ni interesante, solo repiten como un estudiante que ha copiado, las verdades que otro alguien ya no recuerda por qué gritó con tanta fuerza.

Hoy empiezan las vacaciones de los niños. Las nuestras nos las tomaremos la semana próxima. Se inicia ahora un proceso feo de papeleo, en el que nos volvemos burócratas, verdaderos funcionarios. Me asusta el toque del timbre, cuando no tienes que volver al aula. A todos nos sobresalta, como el despertar de un sueño fresquito. Y, sin embargo, aunque los papeles no suelen darte malas respuestas, me pone triste ver este universo tan vacío. Me pone triste no tener réplicas, ver los pupitres huecos. Este trabajo, sin los alumnos, ¿qué sería? Si ellos se van, y se van hoy, nos quedamos huérfanos y viudos. Y resulta sencillamente imposible asumir que no los verás más, que ellos se quedan enclavados aquí, que yo me marcho, que ya no habrá más bromas, ni más golpes en la mesa. Qué distinta es esta despedida de la anterior... Sabría decir que ya no soy el mismo, pero no sabría razonar el por qué.

Dice Sabina que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. No tengo ni idea de si he (o no) de regresar algún día por estas tierras. Supongo que no debo y supongo también que sí que lo haré. Cuando vuelves, me imagino, a un instituto en el que trabajaste muchos años atrás, permanecen los bares, dos o tres docentes, y poco más. Han edificado, las taquillas tienen nuevos propietarios y, sobre todo, y eso pica, los alumnos te miran del mismo modo en que mirarían a un comercial de Santillana. No quiero verme aquí de ese modo, sentirme un extraño, aunque asumo que los dos años que he pasado aquí son no más que una raya sobre el agua, un aguacero, que agrieta la tierra, que provoca desprendimientos y dudas, pero que siempre se pasa.

Hoy se termina el curso. Y hago las maletas. Y regreso a Ítaca, sin Penélope y sin Calipso, sin barco, sin dignidad, sin lustre, sin fuste, sin dolor: sin nada. Jamás fue tan literal, os lo juro. Hoy se marcha un curso y me recuerdo más joven, más loco, más hombre y más guerrero. Hoy se termina el curso y me acuerdo de Ángela, de María José, de Daniel, de Javier o de Encarnación. Hoy se termina el curso y me siento acabado, agotado, desolado... recordando que “desolar” es arrancar de la tierra los rastrojos para volver a sembrar de nuevo en tierra nueva. Hoy se termina un curso y solo Dios sabe, a ciencia cierta, lo muchísimo que amo este trabajo.