miércoles, 4 de agosto de 2010

El velo

El martes un padre nos preguntó, en el Consejo Escolar, qué vamos a hacer con respecto al tema del velo. ¡Nos pilló en fuera de juego! Los profesores que representamos al claustro, nos miramos entre nosotros perplejos: ese tema no se había hablado y, por supuesto, ninguno tenía conocimiento de qué opina el resto de compañeros. Las directrices oficiales dicen que “cada centro decidirá, en el reglamento propio, si se admite o no el uso del velo”. En nuestro ROF no se contempla… porque todavía no se nos ha dado el caso. Se nos dará, seguro. Pero todavía no se nos ha dado. ¿Qué debía responder el director, ante la pregunta del padre?

Tomó la palabra y vacilante dijo: “Será preciso revisar el documento. De momento, en nuestro instituto no se permite el uso de gorras ni de tocados para el pelo, en el aula. Por tanto, tendríamos, de momento, que aplicar esa norma general”. Poco puedo resumir de lo que pasó a partir de su respuesta. Los partidarios del sí, entre estos los padres, señalaban que la libertad para escoger atuendo es constitucional, que toda persona ha de estar en condiciones de seleccionar una religión y de seguir con decoro sus usos. Los detractores, por supuesto, esgrimían que es una muestra de sumisión y que, si tan importante es para nosotros la lucha en pro de los derechos de las mujeres, de la igualdad entre chicos y chicas, no es lógico asumir iconos que encierran cierto sometimiento patriarcal.

Algo dijeron los partidarios del velo de que el sometimiento no existe si nos encontramos ante una elección consciente. Algo dijeron los detractores de que todas las culturas no son equiparables y de que es, por supuesto y en cualquier caso, una exigencia para los foráneos aceptar los usos sociales de la nación que los acoge. También escuché algún comentario desafortunado sobre los peligros del Islam, de ciertos integrismos. Alguien pronunció también la palabra “burka” y eso llevó a que otros se escandalizaran y a que subiera, por tanto, la crispación. Sobre esto, un profesor comentó que no habría forma de vigilar si los alumnos hablan en clase, o si copian, si llevan el rostro tapado. Y si hacemos una excepción, todos tendrán derecho a ella… Para otros la excepción es eso, una excepción, plenamente justificada por motivos históricos. Al fin y al cabo, nuestra cultura es fusión de culturas y hemos, por nuestro carácter de andaluces, de ser respetuosos con otras formas de pensamiento.

Fueron pasando los minutos. Afortunadamente, nadie solicitó una votación, a pesar de que es competencia del Consejo Escolar decidir sobre esta cuestión. Me di cuenta de hasta qué punto una prenda de vestuario puede aglutinar política, creencias religiosas, una concepción educativa y, si nos ponemos, hasta una visión del mundo (¡el ser humano es fascinante!). Por ello, todos trataban de dar su opinión con contundencia. Ese momento, no sé bien por qué, me recordó a la “alianza de civilizaciones”. Que conste que la disputa que se libró entre nosotros no fue contraproducente y las formas se mantuvieron, al menos en general. Sin embargo, tampoco dio fruto alguno.

Lo siento: yo no hablé. No sé qué opino, de hecho. Cuando uno lee un texto de opinión, espera leer una opinión. ¡Tiene sentido! Por el contrario, yo no opino. Estoy con ello inventando un género periodístico nuevo: el de la no-opinión, el de la anti-columna. Pero es que, en realidad, no sé lo que pienso y, por tanto, no puedo opinar. No tengo una opinión formada, a pesar de que he hecho los deberes. Me he esforzado por leer lo que otros han dicho; todos los argumentos, a estas alturas, nos los sabemos todos. ¿Y qué? ¡Yo me quedo igual! Las dos posturas tienen sentido y razón, en parte. Y en parte, no. ¿No podemos echarlo a cara o cruz y que la providencia decida?