miércoles, 4 de agosto de 2010

Y los conserjes de noche

Quedó algo de nosotros en esos lugares. En una boca de metro. En todas esas esquinas que solíamos doblar. Es una historia que se escribe en los portales, en la breve intensidad de las primeras luces. Porque Estefanía, aquella chica que vino con nosotros al viaje de cuarto de la ESO, con el que celebrábamos el haber concluido el tranco obligatorio de nuestra formación, le dijo claramente a aquellos gallegos que no quería bailar. También les dijo que no quería besos. También les respondió “nada de eso” a sus invitaciones para subir a su habitación de hotel. Compartíamos hotel con ellos, y ya es mala suerte. Uno de los profesores responsables no salió, porque estaba cansado. Aquella era la última noche del último viaje que haríamos juntos. El otro profesor, ¡pobrecito mío!, tenía que acompañar a veinticinco adolescentes a una discoteca de Madrid. Todo lo light que se quiera, pero en la que nos sirvieron alcohol.

Estefanía había dicho que no. Y se le acabaron todas sus formas corteses de decir “no”, de hecho. Y probó también con las descorteses, pero tampoco funcionaron. No funcionaron y, menos aún, cuando descubrió que su móvil no estaba en el bolso. En algún momento alguien le había sustraído, de su cartera de fiesta, su Nokia con cámara de fotos y GPS incorporado. Por ello, y por tanto, no le quedaba más remedio que irse a la habitación más temprano, con la esperanza de encontrarlo allí. Un móvil es algo muy importante. En él llevas tus números de teléfono, mensajes especiales, fotografías… Todo eso es crucial porque todo lo que eres, en el fondo, cabe en un terminal. No es una seña de identidad: es tu identidad, en sentido pleno.

Sonó el teléfono de su habitación, en el hotel, cuando ella ya había regresado. De fondo se escuchaban risas y bromas. Reconoció bien pronto que una de las personas que estaban al otro lado del cable era uno de los chicos que tanto la había molestado en la discoteca. Ellos también estaban de viaje de estudios, aunque tendrían un par de años más. Estefanía había cumplido dieciséis la semana anterior. Una voz burlona, con pretensiones de parece sofisticada, le pidió a Estefanía que subiera a la habitación 306. Allí estaba su móvil y lograría recuperarlo previa consumición de una copa con ellos. Era una copa sólo, pero debía ir sola. No querían hacerle nada. Ella sabía que solo tenía que tomar una copa para recuperar lo que era suyo. Ya era mayor y capaz de solucionar sus propios embrollos. Se vistió de nuevo, con la misma ropa de fiesta. Subió al ascensor. Tocó la puerta.

Dentro había mucha gente y mucho ruido. Media docena de chicos, como poco. Estefanía no recuerda si había alguna chica, pero sí muchos rasgos de la media docena de chicos. Habían puesto música en un portátil. Los altavoces estaban al cien. Y aquel niñato, el que tenía la voz pretendidamente sofisticada, y una sonrisa semejante a la que el demonio pondría en una situación similar, le tendió una copa. En ella había coca-cola y algo más. Estefanía no reconoció el sabor de ese algo más. ¿Sería ron? ¿Güisqui? ¿Una mezcla de ambos? Por desgracia, le confesaron algo, pero no le dieron su móvil.

Estefanía despertó sin la camiseta. En ropa interior, básicamente. Había amanecido y no contaba con el valor necesario para descubrir quién permanecía en la habitación todavía. No recuerda nada más. Ella estaba tirada sobre una moqueta sucia y asquerosa. Y se sentía sucia y asquerosa. Incapaz de arrebatarse la duda. Descarnada y confusa, sin valor para confesarle a nadie lo que había ocurrido. Despierta solo para encarar que iba a llegar bastante tarde al desayuno y que, además de sus pesares, tendría que escuchar una buena bronca por ello. La última bronca del último viaje. De su vida. Porque le quedaban unas diez horas para regresar a casa y se mordió los labios. Se tragó las lágrimas. Se prometió a sí misma que nunca más, mientras viva, saldrá de su pueblo.